Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Mundo → apostolado en medio del mundo.

Cristo nos enseñó, definitivamente, el camino de ese amor a Dios: el apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás. La vida interior supone crecimiento en la unión con Cristo, por el Pan y la Palabra. Y el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas. No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa. Esta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo.

Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional. ¡Lo he dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei! Se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado.

El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual. Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama.

Siembra de paz y de alegría

¿Qué hacer? Os decía que no he procurado describir crisis sociales o políticas, hundimientos o enfermedades culturales. Con el enfoque de la fe cristiana, me vengo refiriendo al mal en el sentido preciso de la ofensa a Dios. El apostolado cristiano no es un programa político, ni una alternativa cultural: supone la difusión del bien, el contagio del deseo de amar, una siembra concreta de paz y de alegría. Sin duda, de ese apostolado se derivarán beneficios espirituales para todos: más justicia, más comprensión, más respeto del hombre por el hombre.

Hay muchas almas alrededor de nosotros, y no tenemos derecho a ser obstáculo para su bien eterno. Estamos obligados a ser plenamente cristianos, a ser santos, a no defraudar a Dios, ni a todas esas gentes que esperan del cristiano el ejemplo, la doctrina.

Nuestro apostolado ha de basarse en la comprensión. Insisto otra vez: la caridad, más que en dar, está en comprender. No os escondo que yo he aprendido, en mi propia carne, lo que cuesta el no ser comprendido. Me he esforzado siempre en hacerme comprender, pero hay quienes se han empeñado en no entenderme. Otra razón, práctica y viva, para que yo desee comprender a todos. Pero no es un impulso circunstancial el que ha de obligarnos a tener ese corazón amplio, universal, católico. El espíritu de comprensión es muestra de la caridad cristiana del buen hijo de Dios: porque el Señor nos quiere por todos los caminos rectos de la tierra, para extender la semilla de la fraternidad —no de la cizaña—, de la disculpa, del perdón, de la caridad, de la paz. No os sintáis nunca enemigos de nadie.

El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos —con su trato— la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su vida sería miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos41.

¡Si viviésemos así, si supiésemos impregnar nuestra conducta con esta siembra de generosidad, con este deseo de convivencia, de paz! De ese modo se fomentaría la legítima independencia personal de los hombres; cada uno asumiría su responsabilidad, por los quehaceres que le competen en las labores temporales. El cristiano sabría defender antes que nada la libertad ajena, para poder después defender la propia. Tendría la caridad de aceptar a los otros como son —porque cada uno, sin excepción, arrastra miserias y comete errores—, ayudándoles con la gracia de Dios y con delicadeza humana a superar el mal, a arrancar la cizaña, a fin de que todos podamos mutuamente sostenernos y llevar con dignidad nuestra condición de hombres y de cristianos.

Ser apóstol de apóstoles

Llenar de luz el mundo, ser sal y luz21: así ha descrito el Señor la misión de sus discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la tierra la buena nueva del amor de Dios. A eso debemos dedicar nuestras vidas, de una manera o de otra, todos los cristianos.

Diré más. Hemos de sentir la ilusión de no permanecer solos, debemos animar a otros a que contribuyan a esa misión divina de llevar el gozo y la paz a los corazones de los hombres. En la medida en que progresáis, atraed a los demás con vosotros, escribe San Gregorio Magno; desead tener compañeros en el camino hacia el Señor 22.

Pero tened presente que, cum dormirent homines, mientras dormían los hombres, vino el sembrador de la cizaña, dice el Señor en una parábola23. Los hombres estamos expuestos a dejarnos llevar del sueño del egoísmo, de la superficialidad, desperdigando el corazón en mil experiencias pasajeras, evitando profundizar en el verdadero sentido de las realidades terrenas. ¡Mala cosa ese sueño, que sofoca la dignidad del hombre y le hace esclavo de la tristeza!

Hay un caso que nos debe doler sobre manera: el de aquellos cristianos que podrían dar más y no se deciden; que podrían entregarse del todo, viviendo todas las consecuencias de su vocación de hijos de Dios, pero se resisten a ser generosos. Nos debe doler porque la gracia de la fe no se nos ha dado para que esté oculta, sino para que brille ante los hombres24; porque, además, está en juego la felicidad temporal y la eterna de quienes así obran. La vida cristiana es una maravilla divina, con promesas inmediatas de satisfacción y de serenidad, pero a condición de que sepamos apreciar el don de Dios25, siendo generosos sin tasa.

Es necesario, pues, despertar a quienes hayan podido caer en ese mal sueño: recordarles que la vida no es cosa de juego, sino tesoro divino, que hay que hacer fructificar. Es necesario también enseñar el camino, a quienes tienen buena voluntad y buenos deseos, pero no saben cómo llevarlos a la práctica. Cristo nos urge. Cada uno de vosotros ha de ser no sólo apóstol, sino apóstol de apóstoles, que arrastre a otros, que mueva a los demás para que también ellos den a conocer a Jesucristo.

Quizás alguno se pregunte cómo, de qué manera puede dar este conocimiento a las gentes. Y os respondo: con naturalidad, con sencillez, viviendo como vivís en medio del mundo, entregados a vuestro trabajo profesional y al cuidado de vuestra familia, participando en los afanes nobles de los hombres, respetando la legítima libertad de cada uno.

Desde hace casi treinta años ha puesto Dios en mi corazón el ansia de hacer comprender a personas de cualquier estado, de cualquier condición u oficio, esta doctrina: que la vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios, que el Señor nos llama a santificar la tarea corriente, porque ahí está también la perfección cristiana. Considerémoslo una vez más, contemplando la vida de María.

No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!

Porque eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido. María, Nuestra Madre, es para nosotros ejemplo y camino. Hemos de procurar ser como Ella, en las circunstancias concretas en las que Dios ha querido que vivamos.

Actuando así daremos a quienes nos rodean el testimonio de una vida sencilla y normal, con las limitaciones y con los defectos propios de nuestra condición humana, pero coherente. Y, al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás?

Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones.

Llevar a los demás el amor de Cristo

Pero fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos.

El amor humano, el amor de aquí abajo en la tierra cuando es verdadero, nos ayuda a saborear el amor divino. Así entrevemos el amor con que gozaremos de Dios y el que mediará entre nosotros, allá en el cielo, cuando el Señor sea todo en todas las cosas29. Ese comenzar a entender lo que es el amor divino nos empujará a manifestarnos habitualmente más compasivos, más generosos, más entregados.

Hemos de dar lo que recibimos, enseñar lo que aprendemos; hacer partícipes a los demás —sin engreimiento, con sencillez— de ese conocimiento del amor de Cristo. Al realizar cada uno vuestro trabajo, al ejercer vuestra profesión en la sociedad, podéis y debéis convertir vuestra ocupación en una tarea de servicio. El trabajo bien acabado, que progresa y hace progresar, que tiene en cuenta los adelantos de la cultura y de la técnica, realiza una gran función, útil siempre a la humanidad entera, si nos mueve la generosidad, no el egoísmo, el bien de todos, no el provecho propio: si está lleno de sentido cristiano de la vida.

Con ocasión de esa labor, en la misma trama de las relaciones humanas, habéis de mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano, de paz. Como Cristo pasó haciendo el bien30 por todos los caminos de Palestina, vosotros en los caminos humanos de la familia, de la sociedad civil, de las relaciones del quehacer profesional ordinario, de la cultura y del descanso, tenéis que desarrollar también una gran siembra de paz. Será la mejor prueba de que a vuestro corazón ha llegado el reino de Dios: nosotros conocemos haber sido trasladados de la muerte a la vida —escribe el Apóstol San Juan— en que amamos a los hermanos31.

Pero nadie vive ese amor, si no se forma en la escuela del Corazón de Jesús. Sólo si miramos y contemplamos el Corazón de Cristo, conseguiremos que el nuestro se libere del odio y de la indiferencia; solamente así sabremos reaccionar de modo cristiano ante los sufrimientos ajenos, ante el dolor.

Recordad la escena que nos cuenta San Lucas, cuando Cristo andaba cerca de la ciudad de Naím32. Jesús ve la congoja de aquellas personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo.

El evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se conmovería también exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace del amor, ni se goza en separar a los hijos de los padres: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los que se quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica existencia cristiana.

Cristo conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e irá pregonando el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa artificialmente, para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el sufrimiento de aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. En efecto, se acercó a ella y le dijo: no llores33. Que es como darle a entender: no quiero verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz. Luego tiene lugar el milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero antes fue la conmoción de su alma, manifestación evidente de la ternura del Corazón de Cristo Hombre.

Notas
41

1 Cor IX, 22.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Cfr. Mt V, 13-14.

22

S. Gregorio Magno, In Evangelia homiliae, 6, 6 (PL 76, 1098).

23

Mt XIII, 25.

24

Cfr. Mt V, 15-16.

25

Cfr. Ioh IV, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
29

1 Cor XV, 28.

30

Act X, 38.

31

1 Ioh III, 14.

32

Lc VII, 11-17.

33

Lc VII, 13.

Referencias a la Sagrada Escritura