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Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Mundo → la obra de Cristo se está realizando en la historia.

Al considerar la dignidad de la misión a la que Dios nos llama, puede quizá surgir la presunción, la soberbia, en el alma humana. Es una falsa conciencia de la vocación cristiana, la que ciega, la que nos hace olvidar que estamos hechos de barro, que somos polvo y miseria. Que no sólo hay mal en el mundo, a nuestro alrededor, sino que el mal está dentro de nosotros, que anida en nuestro mismo corazón, haciéndonos capaces de vilezas y egoísmos. Sólo la gracia de Dios es roca fuerte: nosotros somos arena, y arena movediza.

Si se recorre con la mirada la historia de los hombres o la situación actual del mundo, causa dolor contemplar que, después de veinte siglos, hay tan pocos que se llaman cristianos, y que, los que se adornan con ese nombre, son tantas veces infieles a su vocación. Hace años, una persona que no tenía mal corazón, pero que no tenía fe, señalando un mapamundi, me comentó: «He aquí el fracaso de Cristo. Tantos siglos procurando meter en el alma de los hombres su doctrina, y vea los resultados: no hay cristianos».

No faltan hoy quienes todavía piensan así. Pero Cristo no ha fracasado: su palabra y su vida fecundan continuamente el mundo. La obra de Cristo, la tarea que su Padre le encomendó, se está realizando, su fuerza atraviesa la historia trayendo la verdadera vida, y cuando ya todas las cosas estén sujetas a Él, entonces el Hijo mismo quedará sujeto en cuanto hombre al que se las sujetó todas, a fin de que en todas las cosas todo sea Dios32.

En esa tarea que va realizando en el mundo, Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. Me llega a lo hondo del alma contemplar la figura de Jesús recién nacido en Belén: un niño indefenso, inerme, incapaz de ofrecer resistencia. Dios se entrega en manos de los hombres, se acerca y se abaja hasta nosotros.

Jesucristo teniendo la naturaleza de Dios, no tuvo por usurpación el ser igual a Dios, y no obstante se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo33. Dios condesciende con nuestra libertad, con nuestra imperfección, con nuestras miserias. Consiente en que los tesoros divinos sean llevados en vasos de barro, en que los demos a conocer mezclando nuestras deficiencias humanas con su fuerza divina.

Mirad: la Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles34, por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere35, para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos36.

Tenemos una gran tarea por delante. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo37. Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi38, vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol, con el mandato concreto de negociar hasta el fin.

Queda tanto por hacer. ¿Es que, en veinte siglos, no se ha hecho nada? En veinte siglos se ha trabajado mucho; no me parece ni objetivo, ni honrado, el afán de algunos por menospreciar la tarea de los que nos precedieron. En veinte siglos se ha realizado una gran labor y, con frecuencia, se ha realizado muy bien. Otras veces ha habido desaciertos, regresiones, como también ahora hay retrocesos, miedo, timidez, al mismo tiempo que no falta valentía, generosidad. Pero la familia humana se renueva constantemente; en cada generación es preciso continuar con el empeño de ayudar a descubrir al hombre la grandeza de su vocación de hijo de Dios, es necesario inculcar el mandato del amor al Creador y a nuestro prójimo.

El trigo y la cizaña

Os he trazado, con la doctrina de Cristo, no con mis ideas, un camino ideal de cristiano. Convenís en que es alto, sublime, atractivo. Pero quizá alguno se pregunte: ¿es posible vivir así en la sociedad de hoy?

Ciertamente, el Señor nos ha llamado en momentos, en los que se habla mucho de paz y no hay paz: ni en las almas, ni en las instituciones, ni en la vida social, ni entre los pueblos. Se habla continuamente de igualdad y de democracia y abundan las castas: cerradas, impenetrables. Nos ha llamado en un tiempo, en el que se clama por la comprensión, y la comprensión brilla por su ausencia, incluso entre personas que obran de buena fe y quieren practicar la caridad, porque —no lo olvidéis— la caridad, más que en dar, está en comprender.

Atravesamos una época en la que los fanáticos y los intransigentes —incapaces de admitir razones ajenas— se curan en salud, tachando de violentos y agresivos a los que son sus víctimas. Nos ha llamado, en fin, cuando se oye parlotear mucho de unidad, y quizá sea difícil concebir que pueda tolerarse mayor desunión entre los mismos católicos, no ya entre los hombres en general.

Yo no hago jamás consideraciones políticas, porque ese no es mi oficio. Para describir sacerdotalmente la situación del mundo actual, me basta pensar de nuevo en una parábola del Señor: la del trigo y la cizaña. El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena simiente en su campo; pero, al tiempo de dormir los jornaleros, vino cierto enemigo suyo, esparció cizaña en medio del trigo, y se fue39. Está claro: el campo es fértil y la simiente es buena; el Señor del campo ha lanzado a voleo la semilla en el momento propicio y con arte consumada; además, ha organizado una vigilancia para proteger la siembra reciente. Si después aparece la cizaña, es porque no ha habido correspondencia, porque los hombres —los cristianos especialmente— se han dormido, y han permitido que el enemigo se acercara.

Cuando los servidores irresponsables preguntan al Señor por qué ha crecido la cizaña en su campo, la explicación salta a los ojos: inimicus homo hoc fecit40, ¡ha sido el enemigo! Nosotros, los cristianos que debíamos estar vigilantes, para que las cosas buenas puestas por el Creador en el mundo se desarrollaran al servicio de la verdad y del bien, nos hemos dormido —¡triste pereza, ese sueño!—, mientras el enemigo y todos los que le sirven se movían sin cesar. Ya veis cómo ha crecido la cizaña: ¡qué siembra tan abundante y en todas partes!

No tengo vocación de profeta de desgracias. No deseo con mis palabras presentaros un panorama desolador, sin esperanza. No pretendo quejarme de estos tiempos, en los que vivimos por providencia del Señor. Amamos esta época nuestra, porque es el ámbito en el que hemos de lograr nuestra personal santificación. No admitimos nostalgias ingenuas y estériles: el mundo no ha estado nunca mejor. Desde siempre, desde la cuna de la Iglesia, cuando aún se escuchaba la predicación de los primeros doce, surgieron ya violentas las persecuciones, comenzaron las herejías, se propaló la mentira y se desencadenó el odio.

Pero tampoco es lógico negar que parece que el mal ha prosperado. Dentro de todo este campo de Dios, que es la tierra, que es heredad de Cristo, ha brotado cizaña: no sólo cizaña, ¡abundancia de cizaña! No podemos dejarnos engañar por el mito del progreso perenne e irreversible. El progreso rectamente ordenado es bueno, y Dios lo quiere. Pero se pondera más ese otro falso progreso, que ciega los ojos a tanta gente, porque con frecuencia no percibe que la humanidad, en algunos de sus pasos, vuelve atrás y pierde lo que antes había conquistado.

El Señor —repito— nos ha dado el mundo por heredad. Y hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas; hemos de ser realistas, sin derrotismos. Sólo una conciencia cauterizada, sólo la insensibilidad producida por la rutina, sólo el atolondramiento frívolo pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas. Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios —Dios no pierde batallas—, con un optimismo que no procede de la satisfacción humana, de una complacencia necia y presuntuosa.

El optimismo cristiano

Quizá alguna vez pueda venir la tentación de pensar que todo eso es hermoso, como lo es un sueño irrealizable. Os he hablado de renovar la fe y la esperanza; permaneced firmes, con la seguridad absoluta de que nuestras ilusiones se verán colmadas por las maravillas de Dios. Pero resulta indispensable que nos anclemos, de verdad, en la virtud cristiana de la esperanza.

Que no nos acostumbremos a los milagros que se operan ante nosotros: a este admirable portento de que el Señor baje cada día a las manos del sacerdote. Jesús nos quiere despiertos, para que nos convenzamos de la grandeza de su poder, y para que oigamos nuevamente su promesa: venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum29, si me seguís, os haré pescadores de hombres; seréis eficaces, y atraeréis las almas hacia Dios. Debemos confiar, por tanto, en esas palabras del Señor: meterse en la barca, empuñar los remos, izar las velas, y lanzarse a ese mar del mundo que Cristo nos entrega como heredad. Duc in altum et laxate retia vestra in capturam! 30: bogad mar adentro, y echad vuestras redes para pescar.

Ese celo apostólico, que Cristo ha puesto en nuestro corazón, no debe agotarse —extinguirse—, por una falsa humildad. Si es verdad que arrastramos miserias personales, también lo es que el Señor cuenta con nuestros errores. No escapa a su mirada misericordiosa que los hombres somos criaturas con limitaciones, con flaquezas, con imperfecciones, inclinadas al pecado. Pero nos manda que luchemos, que reconozcamos nuestros defectos; no para acobardarnos, sino para arrepentirnos y fomentar el deseo de ser mejores.

Además, hemos de recordar siempre que somos sólo instrumentos: ¿qué es Apolo?, ¿qué es Pablo? Unos ministros de aquel en quien habéis creído, y eso según el don que a cada uno ha concedido el Señor. Yo planté, regó Apolo, pero Dios es quien ha dado el crecer31. La doctrina, el mensaje que hemos de propagar, tiene una fecundidad propia e infinita, que no es nuestra, sino de Cristo. Es Dios mismo quien está empeñado en realizar la obra salvadora, en redimir el mundo.

Vivir en el Corazón de Jesús, unirse a él estrechamente es, por tanto, convertirnos en morada de Dios. El que me ama será amado por mi Padre38, nos anunció el Señor. Y Cristo y el Padre, en el Espíritu Santo, vienen al alma y hacen en ella su morada39.

Cuando —aunque sea sólo un poco— comprendemos esos fundamentos, nuestra manera de ser cambia. Tenemos hambre de Dios, y hacemos nuestras las palabras del Salmo: Dios mío, te busco solícito, sedienta de ti está mi alma, mi carne te desea, como tierra árida, sin agua40. Y Jesús, que ha fomentado nuestras ansias, sale a nuestro encuentro y nos dice: si alguno tiene sed, venga a mí y beba41. Nos ofrece su Corazón, para que encontremos allí nuestro descanso y nuestra fortaleza. Si aceptamos su llamada, comprobaremos que sus palabras son verdaderas: y aumentará nuestra hambre y nuestra sed, hasta desear que Dios establezca en nuestro corazón el lugar de su reposo, y que no aparte de nosotros su calor y su luz.

Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?, fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda?42. Nos hemos asomado un poco al fuego del Amor de Dios; dejemos que su impulso mueva nuestras vidas, sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad. Un cristiano que viva unido al Corazón de Jesús no puede tener otras metas: la paz en la sociedad, la paz en la Iglesia, la paz en la propia alma, la paz de Dios que se consumará cuando venga a nosotros su reino.

María, Regina pacis, reina de la paz, porque tuviste fe y creíste que se cumpliría el anuncio del Ángel, ayúdanos a crecer en la fe, a ser firmes en la esperanza, a profundizar en el Amor. Porque eso es lo que quiere hoy de nosotros tu Hijo, al mostrarnos su Sacratísimo Corazón.

Notas
32

1 Cor XV, 28.

33

Phil II, 6-7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
34

1 Cor I, 23.

35

1 Tim I, 15.

36

1 Tim II, 6.

37

Lc XIX, 13.

38

1 Cor XII, 27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
39

Mt XIII, 24-25.

40

Mt XIII, 28.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
29

Mc I, 17.

30

Lc V, 4.

31

1 Cor III, 4-6.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
38

Ioh XIV, 21.

39

Cfr. Ioh XIV, 23.

40

Cfr. Ps LXII, 2 (recogido en Laudes de la fiesta de hoy).

41

Ioh VII, 37.

42

Lc XII, 49 (recogida en la antífona Ad Magnificat de las I Vísperas).

Referencias a la Sagrada Escritura