Lista de puntos

Hay 6 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Mundo → santificación del mundo.

Apostolado, corredención

Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación25. ¿Qué fuego es ese sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? 26. Fuego de apostolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que este para desarrollar, a lo largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta que padecer a Cristo27.

Jesús se ha ido a los cielos, decíamos. Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía, tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse en su celo apostólico, para hacer con Él un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la alegría. Servir, pues: el apostolado no es otra cosa. Si contamos exclusivamente con nuestras propias fuerzas, no lograremos nada en el terreno sobrenatural; siendo instrumentos de Dios, conseguiremos todo: todo lo puedo en aquel que me conforta28. Dios, por su infinita bondad, ha dispuesto utilizar estos instrumentos ineptos. Así que el apóstol no tiene otro fin que dejar obrar al Señor, mostrarse enteramente disponible, para que Dios realice —a través de sus criaturas, a través del alma elegida— su obra salvadora.

Apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que —siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial— capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación.

Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres29; y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura30 que ha de informar la masa entera31.

Cristo ha subido a los cielos, pero ha trasmitido a todo lo humano honesto la posibilidad concreta de ser redimido. San Gregorio Magno recoge este gran tema cristiano con palabras incisivas: Partía así Jesús hacia el lugar de donde era, y volvía del lugar en el que continuaba morando. En efecto, en el momento en el que subía al Cielo, unía con su divinidad el Cielo y la tierra. En la fiesta de hoy conviene destacar solemnemente el hecho de que haya sido suprimido el decreto que nos condenaba, el juicio que nos hacía sujetos de corrupción. La naturaleza a la que se dirigían las palabras tú eres polvo y volverás al polvo (Gen III, 19), esa misma naturaleza ha subido hoy al Cielo con Cristo32.

No me cansaré de repetir, por tanto, que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo. En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos. La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención. Nos urge la caridad de Cristo33, para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas.

Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano. Con esto no doy pie a falsas teorías, que son tristes excusas para desviar los corazones —apartándolos de Dios—, y llevarlos a malas ocasiones y a la perdición.

En la fiesta de hoy hemos de pedir al Señor que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y desesperación.

Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad. Así entenderemos por qué el Señor decidió resumir toda la Ley en ese doble mandamiento, que es en realidad un mandamiento solo: el amor a Dios y el amor al prójimo, con todo nuestro corazón34.

Quizá penséis ahora que a veces los cristianos —no los otros: tú y yo— nos olvidamos de las aplicaciones más elementales de ese deber. Quizá penséis en tantas injusticias que no se remedian, en los abusos que no son corregidos, en situaciones de discriminación que se trasmiten de una generación a otra, sin que se ponga en camino una solución desde la raíz.

No puedo, ni tengo por qué, proponeros la forma concreta de resolver esos problemas. Pero, como sacerdote de Cristo, es deber mío recordaros lo que la Escritura Santa dice. Meditad en la escena del juicio, que el mismo Jesús ha descrito: apartaos de mí, malditos, e id al fuego eterno, que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me recibisteis; desnudo, y no me cubristeis; enfermo y encarcelado, y no me visitasteis35.

Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos —conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo—, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres.

La paz de Cristo

Pero he de proponeros además otra consideración: que hemos de luchar sin desmayo por obrar el bien, precisamente porque sabemos que es difícil que los hombres nos decidamos seriamente a ejercitar la justicia, y es mucho lo que falta para que la convivencia terrena esté inspirada por el amor, y no por el odio o la indiferencia. No se nos oculta tampoco que, aunque consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la propia limitación.

Ante esas pesadumbres, el cristiano sólo tiene una respuesta auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz, Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su Corazón, que una lanza abrió por amor a todos. Nuestro Señor abomina de las injusticias, y condena al que las comete. Pero, como respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque —después del pecado original— forma parte de la condición humana. Sin embargo, su Corazón lleno de Amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas: nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed de justicia.

La enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo ocultar —con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor— que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar. En otras ocasiones, he sentido que crecía mi disgusto ante la injusticia y el mal. Y he paladeado la desazón de ver que no podía hacer nada, que —a pesar de mis deseos y de mis esfuerzos— no conseguía mejorar aquellas inicuas situaciones.

Cuando os hablo de dolor, no os hablo sólo de teorías. Ni me limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al confirmaros que, si —ante la realidad del sufrimiento— sentís alguna vez que vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos a la Cruz.

Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos. Nació, vivió y murió pobre; fue atacado, insultado, difamado, calumniado y condenado injustamente; conoció la traición y el abandono de los discípulos; experimentó la soledad y las amarguras del castigo y de la muerte. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la que Él es Cabeza, y Primogénito, y Redentor.

El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya36. En esta tensión de suplicio y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte serenamente, perdonando a los que le crucifican.

Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar —lucha de paz— contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres.

Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, Rey de justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio1. Todos percibís en vuestras almas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.

¿Por qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel: nolumus hunc regnare super nos2, no queremos que este reine sobre nosotros? En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.

Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare!3, conviene que Él reine.

Oposición a Cristo

Muchos no soportan que Cristo reine; se oponen a Él de mil formas: en los diseños generales del mundo y de la convivencia humana; en las costumbres, en la ciencia, en el arte. ¡Hasta en la misma vida de la Iglesia! Yo no hablo —escribe S. Agustín— de los malvados que blasfeman de Cristo. Son raros, en efecto, los que lo blasfeman con la lengua, pero son muchos los que lo blasfeman con la propia conducta4.

A algunos les molesta incluso la expresión Cristo Rey: por una superficial cuestión de palabras, como si el reinado de Cristo pudiese confundirse con fórmulas políticas; o porque, la confesión de la realeza del Señor, les llevaría a admitir una ley. Y no toleran la ley, ni siquiera la del precepto entrañable de la caridad, porque no desean acercarse al amor de Dios: ambicionan sólo servir al propio egoísmo.

El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que Él nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada —con naturalidad, sin aparato, sin ruido—, en medio de la calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que Él nos ganó5.

Cristo, Señor del mundo

Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que —Niño amable— vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por Él fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; Él ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz6. Hoy Cristo reina, a la diestra del Padre: declaran aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir7.

Por Él reinan los reyes8, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad9, su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación10.

El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.

¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo11, aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz12. Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo13.

Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.

Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos14; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva15, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino16. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero17, lo único verdaderamente necesario18.

La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos: acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas19. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros20.

Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo21, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu22; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios23. Jesús quiere hechos, no sólo palabras24. Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna25.

La perfección del reino —el juicio definitivo de salvación o de condenación— no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra26, como el crecimiento del grano de mostaza27; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que traída a la arena serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad28. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada29.

Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo30. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo31, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso32.

La libertad personal

El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras. Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas.

Si el mundo y todo lo que en él hay —menos el pecado— es bueno, porque es obra de Dios Nuestro Señor, el cristiano, luchando continuamente por evitar las ofensas a Dios —una lucha positiva de amor—, ha de dedicarse a todo lo terreno, codo a codo con los demás ciudadanos; debe defender todos los bienes derivados de la dignidad de la persona.

Y existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal. Sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya. Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros —para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje— integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad43.

El Reino de Cristo es de libertad: aquí no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por Amor a Dios. ¡Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres! Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: porque nos da la gana.

Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante.

Cuando hablo de libertad personal, no me refiero con esta excusa a otros problemas quizá muy legítimos, que no corresponden a mi oficio de sacerdote. Sé que no me corresponde tratar de temas seculares y transitorios, que pertenecen a la esfera temporal y civil, materias que el Señor ha dejado a la libre y serena controversia de los hombres. Sé también que los labios del sacerdote, evitando del todo banderías humanas, han de abrirse sólo para conducir las almas a Dios, a su doctrina espiritual salvadora, a los sacramentos que Jesucristo instituyó, a la vida interior que nos acerca al Señor sabiéndonos sus hijos y, por tanto, hermanos de todos los hombres sin excepción.

Celebramos hoy la fiesta de Cristo Rey. Y no me salgo de mi oficio de sacerdote cuando digo que, si alguno entendiese el reino de Cristo como un programa político, no habría profundizado en la finalidad sobrenatural de la fe y estaría a un paso de gravar las conciencias con pesos que no son los de Jesús, porque su yugo es suave y su carga ligera44. Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia.

Notas
25

Ps XXXVIII, 4.

26

Lc XII, 49.

27

Cfr. Col I, 24.

28

Phil IV, 13.

29

Cfr. 1 Tim II, 5.

30

Cfr. Mt XIII, 33.

31

Cfr. 1 Cor V, 6.

32

S. Gregorio Magno, In Evangelia homiliae, 29, 10 (PL 76, 1218).

33

Cfr. 2 Cor V, 14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
34

Cfr. Mt XXII, 40.

35

Mt XXV, 41-43.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
36

Lc XXII, 42.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

... regnum sanctitatis et gratiae, regnum iustitiae, amoris et pacis (Prefacio de la Misa).

2

Lc XIX, 14.

3

1 Cor XV, 25.

4

S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 27, 11 (PL 35, 1621).

5

Cfr. Gal IV, 31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Cfr. Col I, 11-16.

7

Act I, 11.

8

Prv VIII, 15.

9

Ex XV, 18.

10

Dan III, 100.

11

Ioh XVIII, 36.

12

Ioh XVIII, 37.

13

Rom XIV, 17.

14

Mt III, 2; IV, 17.

15

Cfr. Lc X, 9.

16

Cfr. Mt VI, 10.

17

Cfr. Mt VI, 33.

18

Cfr. Lc X, 42.

19

Mt XXII, 2.

20

Lc XVII, 21.

21

Cfr. Ioh III, 5.

22

Cfr. Mc X, 14; Mt VII, 21; V, 3.

23

En verdad os digo que difícilmente un rico entrará en el reino de los cielos (Mt XIX, 23).

24

Cfr. Mt VII, 21.

25

El reino de los cielos se alcanza a viva fuerza y los que la hacen lo arrebatan (Mt XI, 12).

26

Cfr. Mt XIII, 24.

27

Cfr. Mt XIII, 31.

28

Cfr. Mt XIII, 47.

29

Cfr. Mt XIII, 33.

30

Cfr. Mt XIII, 44 y 45.

31

Cfr. Mt XXI, 43; VIII, 12.

32

Lc XXIII, 42.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
43

2 Cor III, 17.

44

Cfr. Mt XI, 30.

Referencias a la Sagrada Escritura