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En 1934, si no me equivoco, comenzamos la primera Residencia de estudiantes. En aquella época, el ambiente de mi tierra era anticlerical rabioso; las autoridades perseguían a la Iglesia, y se había metido una raíz comunista, que es la negación de todas las libertades.

Necesitábamos tener al Señor con nosotros, en el Tabernáculo. Ahora es fácil; pero, entonces, poner un Sagrario era una empresa muy difícil. Era preciso hacer muchas cosas, mostrarnos como un dechado…

¿No sabéis qué era el dechado? Las señoritas del siglo pasado, cuando salían del colegio chapurreando un poco de francés y tocando más o menos bien el piano, tenían que hacer unas labores en un paño. Allí cosían, bordaban, zurcían; añadían letras, números, pajaritos… ¡De todo! También figuraba el nombre de la autora, y la fecha. Yo he visto el dechado de mi abuela Florencia, porque lo conservaba mi hermana Carmen… Aquello era como la licenciatura de los colegios para señoritas.

Algo así teníamos que hacer nosotros, para que la Iglesia nos mirara con cariño y nos concediera tener en casa a Jesús Sacramentado.

En el fondo de mi alma tenía ya esta devoción a San José, que os he inculcado. Me acordaba de aquel otro José, al que –siguiendo el consejo del Faraón– acudían los egipcios cuando padecían hambre de buen pan: «Ite ad Ioseph!»1, id a José, a que os dé el trigo. Comencé a pedir a San José que nos concediera el primer Sagrario, y lo mismo hacían los hijos míos que tenía entonces alrededor. Mientras encomendábamos este asunto, yo trataba de encontrar los objetos necesarios: ornamentos, tabernáculo… No teníamos dinero. Cuando reunía cinco duros, que entonces era una cantidad discreta, se gastaban en otra necesidad más perentoria.

Logré que unas monjitas, a las que quiero mucho, me dejaran un sagrario; conseguí los ornamentos en otro sitio y, por fin, el buen obispo de Madrid nos concedió la autorización para tener el Santísimo Sacramento con nosotros. Entonces, como señal de agradecimiento, hice poner una cadenilla en la llave del sagrario, con una medallita de San José en la que, por detrás, está escrito: ite ad Ioseph! De modo que San José es verdaderamente nuestro Padre y Señor, porque nos ha dado el pan –el Pan eucarístico– como un padre de familia bueno.

¿No he dicho antes que nosotros pertenecemos a su familia? Además de habernos alcanzado el alimento espiritual, estamos unidos a él invocándole antes de ese rato de tertulia que es la oración. Al renovar nuestra entrega y al incorporarnos definitivamente a la Obra, también San José está presente.

Al principio yo procuraba adelantar la Fidelidad, porque necesitaba de vosotros. Nunca me he sentido indispensable para nada. Algunos recordarán que les decía: ¿te comprometes delante de Dios, si yo muero, a seguir adelante con la Obra? Nunca me creí necesario, porque no lo soy. Cualquiera de vosotros es mejor que yo, y puede ser muy buen instrumento. Entonces la Fidelidad se hacía en la fiesta de San José, metiendo al Santo Patriarca en este compromiso espiritual de sacar la Obra adelante, convencidos de que era un querer positivo de Dios.

Notas
1

Gn 41,55.

Referencias a la Sagrada Escritura
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