Lista de puntos

Hay 10 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Santidad → encuentro con la Cruz.

Con la mirada en la meta

Si os recuerdo estas verdades recias, es para invitaros a que examinéis atentamente los móviles que impulsan vuestra conducta, con el fin de rectificar lo que necesite rectificación, enderezando todo al servicio de Dios y de vuestros hermanos los hombres. Mirad que el Señor ha pasado a nuestro lado, nos ha mirado con cariño y nos ha llamado con su vocación santa, no por obras nuestras, sino por su beneplácito y por la gracia que nos ha sido otorgada en Jesucristo antes de todos los siglos14.

Purificad la intención, ocupaos de todas las cosas por amor a Dios, abrazando con gozo la cruz de cada día. Lo he repetido miles de veces, porque pienso que estas ideas deben estar esculpidas en el corazón de los cristianos: cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio, amamos la contradicción, el dolor físico o moral, y lo ofrecemos a Dios en desagravio por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres, entonces os aseguro que esa pena no apesadumbra.

No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso. Nosotros colaboramos como Simón de Cirene que, cuando regresaba de trabajar en su granja pensando en un merecido reposo, se vio forzado a poner sus hombros para ayudar a Jesús15. Ser voluntariamente Cireneo de Cristo, acompañar tan de cerca a su Humanidad doliente, reducida a un guiñapo, para un alma enamorada no significa una desventura, trae la certeza de la proximidad de Dios, que nos bendice con esa elección.

Con mucha frecuencia, no pocas personas me han comentado con asombro la alegría que, gracias a Dios, tienen y contagian mis hijos en el Opus Dei. Ante la evidencia de esta realidad, respondo siempre con la misma explicación, porque no conozco otra: el fundamento de su felicidad consiste en no tener miedo a la vida ni a la muerte, en no acogotarse ante la tribulación, en el esfuerzo cotidiano de vivir con espíritu de sacrificio, constantemente dispuestos –a pesar de la personal miseria y debilidad– a negarse a sí mismos, con tal de hacer el camino cristiano más llevadero y amable a los demás.

Permitidme que os remache una y otra vez el camino que Dios espera que recorra cada uno, cuando nos llama a servirle en medio del mundo, para santificar y santificarnos a través de las ocupaciones ordinarias. Con un sentido común colosal, lleno a la vez de fe, predicaba San Pablo que en la ley de Moisés está escrito: no pongas bozal al buey que trilla21. Y se pregunta: ¿será acaso que Dios se preocupa de los bueyes? ¿O, por el contrario, no dice esto sobre todo por nosotros? Sí, ciertamente, por nosotros se han escrito estas cosas; porque la esperanza hace arar al que ara, y el que trilla lo hace con la ilusión de percibir el fruto22.

Nunca se ha reducido la vida cristiana a un entramado agobiante de obligaciones, que deja el alma sometida a una tensión exasperada; se amolda a las circunstancias individuales como el guante a la mano, y pide que en el ejercicio de nuestras tareas habituales, en las grandes y en las pequeñas, con la oración y la mortificación, no perdamos jamás el punto de mira sobrenatural. Pensad que Dios ama apasionadamente a sus criaturas, y ¿cómo trabajará el burro si no se le da de comer, ni dispone de un tiempo para restaurar las fuerzas, o si se quebranta su vigor con excesivos palos? Tu cuerpo es como un borrico –un borrico fue el trono de Dios en Jerusalén– que te lleva a lomos por las veredas divinas de la tierra: hay que dominarlo para que no se aparte de las sendas de Dios, y animarle para que su trote sea todo lo alegre y brioso que cabe esperar de un jumento.

Espíritu de penitencia

¿Procuras tomar ya tus resoluciones de propósitos sinceros? Pídele al Señor que te ayude a fastidiarte por amor suyo; a poner en todo, con naturalidad, el aroma purificador de la mortificación; a gastarte en su servicio sin espectáculo, silenciosamente, como se consume la lamparilla que parpadea junto al Tabernáculo. Y por si no se te ocurre ahora cómo responder concretamente a los requerimientos divinos que golpean en tu corazón, óyeme bien.

Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.

La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío.

Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias –los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo– así lo requieran.

La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos.

Penitencia, para los padres y, en general, para los que tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales.

El espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan!

Podría seguir señalándote una multitud de detalles –te he citado solo los que ahora me venían a la cabeza–, que puedes aprovechar a lo largo del día, para acercarte más y más a Dios, más y más a tu prójimo. Si te he mencionado esos ejemplos, insisto, no es porque yo desprecie las grandes penitencias; al contrario, se demuestran santas y buenas, y aun necesarias, cuando el Señor llama por ese camino, contando siempre con la aprobación de quien dirige tu alma. Pero te advierto que las grandes penitencias son compatibles también con las caídas aparatosas, provocadas por la soberbia. En cambio, con ese deseo continuo de agradar a Dios en las pequeñas batallas personales –como sonreír cuando no se tienen ganas: yo os aseguro, además, que en ocasiones resulta más costosa una sonrisa que una hora de cilicio–, es difícil dar pábulo al orgullo, a la ridícula ingenuidad de considerarnos héroes notables: nos veremos como un niño que apenas alcanza a ofrecer a su padre naderías, pero que son recibidas con inmenso gozo.

Luego, ¿un cristiano ha de ser siempre mortificado? Sí, pero por amor. Porque este tesoro de nuestra vocación lo llevamos en vasos de barro, para que se reconozca que la grandeza del poder es de Dios y no nuestra. Nos vemos acosados de toda suerte de tribulaciones, pero no por eso perdemos el ánimo; nos hallamos en grandes apuros, mas no por eso desesperados; somos perseguidos, mas no abandonados; abatidos, mas no enteramente perdidos; traemos siempre en nuestro cuerpo por todas partes la mortificación de Jesús a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos23.

Quizá hasta estos momentos no nos habíamos sentido urgidos a seguir tan de cerca los pasos de Cristo. Quizá no nos habíamos percatado de que podemos unir a su sacrificio reparador nuestras pequeñas renuncias: por nuestros pecados, por los pecados de los hombres en todas las épocas, por esa labor malvada de Lucifer que continúa oponiendo a Dios su non serviam! ¿Cómo nos atreveremos a clamar sin hipocresía: Señor, me duelen las ofensas que hieren tu Corazón amabilísimo, si no nos decidimos a privarnos de una nimiedad o a ofrecer un sacrificio minúsculo en alabanza de su Amor? La penitencia –verdadero desagravio– nos lanza por el camino de la entrega, de la caridad. Entrega para reparar, y caridad para ayudar a los demás, como Cristo nos ha ayudado a nosotros.

De ahora en adelante, tened prisa en amar. El amor nos impedirá la queja, la protesta. Porque con frecuencia soportamos la contrariedad, sí; pero nos lamentamos; y entonces, además de desperdiciar la gracia de Dios, le cortamos las manos para futuros requerimientos. Hilarem enim datorem diligit Deus24. Dios ama al que da con alegría, con la espontaneidad que nace de un corazón enamorado, sin los aspavientos de quien se entrega como si prestara un favor.

Vuelve de nuevo la mirada sobre tu vida, y pide perdón por ese detalle y por aquel otro que saltan enseguida a los ojos de tu conciencia; por el mal uso que haces de la lengua; por esos pensamientos que giran continuamente alrededor de ti mismo; por ese juicio crítico consentido que te preocupa tontamente, causándote una perenne inquietud y zozobra... ¡Que podéis ser muy felices! ¡Que el Señor nos quiere contentos, borrachos de alegría, marchando por los mismos caminos de ventura que Él recorrió! Solo nos sentimos desgraciados cuando nos empeñamos en descaminarnos, y nos metemos por esa senda del egoísmo y de la sensualidad; y mucho peor aún si embocamos la de los hipócritas.

El cristiano ha de manifestarse auténtico, veraz, sincero en todas sus obras. Su conducta debe transparentar un espíritu: el de Cristo. Si alguno tiene en este mundo la obligación de mostrarse consecuente, es el cristiano, porque ha recibido en depósito, para hacer fructificar ese don25, la verdad que libera, que salva26. Padre, me preguntaréis, y ¿cómo lograré esa sinceridad de vida? Jesucristo ha entregado a su Iglesia todos los medios necesarios: nos ha enseñado a rezar, a tratar con su Padre Celestial; nos ha enviado su Espíritu, el Gran Desconocido, que actúa en nuestra alma; y nos ha dejado esos signos visibles de la gracia que son los Sacramentos. Úsalos. Intensifica tu vida de piedad. Haz oración todos los días. Y no apartes nunca tus hombros de la carga gustosa de la Cruz del Señor.

Ha sido Jesús quien te ha invitado a seguirle como buen discípulo, con el fin de que realices tu travesía por la tierra sembrando la paz y el gozo que el mundo no puede dar. Para eso –insisto–, hemos de andar sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte, sin rehuir a toda costa el dolor, que para un cristiano es siempre medio de purificación y ocasión de amar de veras a sus hermanos, aprovechando las mil circunstancias de la vida ordinaria.

Se ha pasado el tiempo. Tengo que poner punto final a estas consideraciones, con las que he intentado remover tu alma, para que tú respondieses concretando algunos propósitos, pocos, pero bien determinados. Piensa que Dios te quiere contento y que, si tú pones de tu parte lo que puedes, serás feliz, muy feliz, felicísimo, aunque en ningún momento te falte la Cruz. Pero esa Cruz ya no es un patíbulo, sino el trono desde el que reina Cristo. Y a su lado, su Madre, Madre nuestra también. La Virgen Santa te alcanzará la fortaleza que necesitas para marchar con decisión tras los pasos de su Hijo.

Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios.

Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene –oculta o descarada e insolente– cuando no la esperamos. Llegan a herir a las ovejas, con las piedras que debieran tirarse contra los lobos: el seguidor de Cristo experimenta en su carne que, quienes habrían de amarle, se comportan con él de una manera que va de la desconfianza a la hostilidad, de la sospecha al odio. Le miran con recelo, como a mentiroso, porque no creen que pueda haber relación personal con Dios, vida interior; en cambio, con el ateo y con el indiferente, díscolos y desvergonzados de ordinario, se llenan de amabilidad y de comprensión.

Y quizá el Señor permite que su discípulo se vea atacado con el arma, que nunca es honrosa para el que la empuña, de las injurias personales; con el uso de lugares comunes, fruto tendencioso y delictuoso de una propaganda masiva y mentirosa: porque, estar dotados de buen gusto y de mesura, no es cosa de todos.

Quienes sostienen una teología incierta y una moral relajada, sin frenos; quienes practican según su capricho personal una liturgia dudosa, con una disciplina de hippies y un gobierno irresponsable, no es extraño que propaguen contra los que solo hablan de Jesucristo, celotipias, sospechas, falsas denuncias, ofensas, maltratamientos, humillaciones, dicerías y vejaciones de todo género.

Así esculpe Jesús las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo, porque entienden muy bien que –con cien mentiras juntas– los demonios no son capaces de hacer una verdad: y graba en sus vidas el convencimiento de que solo se encontrarán cómodos, cuando se decidan a no serlo.

Al admirar y al amar de veras la Humanidad Santísima de Jesús, descubriremos una a una sus Llagas. Y en esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder, necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos. Acudiremos como las palomas que, al decir de la Escritura14, se cobijan en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad. Nos ocultamos en ese refugio, para hallar la intimidad de Cristo: y veremos que su modo de conversar es apacible y su rostro hermoso15, porque «los que conocen que su voz es suave y grata, son los que recibieron la gracia del Evangelio, que les hace decir: Tú tienes palabras de vida eterna»16.

La Santa Cruz

Afán de adoración, ansias de desagravio con sosegada suavidad y con sufrimiento. Se hará vida en vuestra vida la afirmación de Jesús: el que no toma su cruz, y me sigue, no es digno de mí17. Y el Señor se nos manifiesta cada vez más exigente, nos pide reparación y penitencia, hasta empujarnos a experimentar el ferviente anhelo de querer vivir para Dios, clavado en la cruz juntamente con Cristo18. Pero este tesoro lo guardamos en vasos de barrofrágil y quebradizo, para que se reconozca que la grandeza del poder que se advierte en nosotros es de Dios y no nuestra19.

Nos descubrimos acosados de toda suerte de tribulaciones, y no por eso perdemos el ánimo; nos hallamos en grandes apuros, no desesperadoso sin recursos; somos perseguidos, no desamparados; abatidos, pero no enteramente perdidos: traemos siempre representada en nuestro cuerpo por todas partes la mortificación de Jesús20.

Imaginamos que el Señor, además, no nos escucha, que andamos engañados, que solo se oye el monólogo de nuestra voz. Como sin apoyo sobre la tierra y abandonados del cielo, nos encontramos. Sin embargo, es verdadero y práctico nuestro horror al pecado, aunque sea venial. Con la tozudez de la Cananea, nos postramos rendidamente como ella, que le adoró, implorando: Señor, socórreme21. Desaparecerá la oscuridad, superada por la luz del Amor.

Es la hora de clamar: acuérdate de las promesas que me has hecho, para llenarme de esperanza; esto me consuela en mi nada, y llena mi vivir de fortaleza22. Nuestro Señor quiere que contemos con Él, para todo: vemos con evidencia que sin Él nada podemos23, y que con Él podemos todas las cosas24. Se confirma nuestra decisión de andar siempre en su presencia25.

Con la claridad de Dios en el entendimiento, que parece inactivo, nos resulta indudable que, si el Creador cuida de todos –incluso de sus enemigos–, ¡cuánto más cuidará de sus amigos! Nos convencemos de que no hay mal, ni contradicción, que no vengan para bien: así se asientan con más firmeza, en nuestro espíritu, la alegría y la paz, que ningún motivo humano podrá arrancarnos, porque estas visitaciones siempre nos dejan algo suyo, algo divino. Alabaremos al Señor Dios Nuestro, que ha efectuado en nosotros obras admirables26, y comprenderemos que hemos sido creados con capacidad para poseer un infinito tesoro27.

Notas
14

2 Tim 1, 9.

15

Cfr. Mc XV, 21.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Dt XXV, 4.

22

1 Cor IX, 9-10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
23

2 Cor IV, 7-10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

2 Cor IX, 7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
25

Cfr. Lc XIX, 13.

26

Cfr. Ioh VIII, 32.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
14

Cfr. Cant II, 14.

15

Cfr. Cant II, 14.

16

S. Gregorio Niseno, In Canticum Canticorum homiliae, 5 (PG 44, 879).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Mt X, 38.

18

Gal II, 19.

19

2 Cor IV, 7.

20

2 Cor IV, 8-10.

21

Mt XV, 25.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
22

Cfr. Ps CXVIII, 49-50.

23

Cfr. Ioh XV, 5.

24

Cfr. Phil IV, 13.

25

Cfr. Ps CXVIII, 168.

26

Cfr. Iob V, 9.

27

Cfr. Sap VII, 14.

Referencias a la Sagrada Escritura