Lista de puntos

Hay 6 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Santidad → la santidad y lo pequeño.

Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana. «Todo lo que se desarrolla –advierte uno de los escritores cristianos de los primeros siglos, refiriéndose a la unión con Dios–, comienza por ser pequeño. Es al alimentarse gradualmente como, con constantes progresos, llega a hacerse grande»12. Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente –sé que estás dispuesto, aunque tantas veces te cueste vencer o tirar hacia arriba con este pobre cuerpo–, has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas.

Cosas pequeñas y vida de infancia

Pensando en aquellos de vosotros que, a la vuelta de los años, todavía se dedican a soñar –con sueños vanos y pueriles, como Tartarín de Tarascón– en la caza de leones por los pasillos de su casa, allí donde si acaso no hay más que ratas y poco más; pensando en ellos, insisto, os recuerdo la grandeza de la andadura a lo divino en el cumplimiento fiel de las obligaciones habituales de la jornada, con esas luchas que llenan de gozo al Señor, y que solo Él y cada uno de nosotros conocemos.

Convenceos de que ordinariamente no encontraréis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio, no os faltan ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo. «También en lo diminuto –comenta San Jerónimo– se muestra la grandeza del alma. Al Creador no le admiramos solo en el cielo y en la tierra, en el sol y en el océano, en los elefantes, camellos, bueyes, caballos, leopardos, osos y leones; sino también en los animales minúsculos, como la hormiga, mosquitos, moscas, gusanillos y demás animales de este jaez, que distinguimos mejor por sus cuerpos que por sus nombres: tanto en los grandes como en los pequeños admiramos la misma maestría. Así, el alma que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores»13.

Cazadnos las raposas, las raposas pequeñas, que destrozan la viña, nuestras viñas en flor21. Fieles en lo pequeño, muy fieles en lo pequeño. Si procuramos esforzarnos así, aprenderemos también a acudir con confianza a los brazos de Santa María, como hijos suyos. ¿No os recordaba al principio que todos nosotros tenemos muy pocos años, tantos como los que llevamos decididos a tratar a Dios con intimidad? Pues es razonable que nuestra miseria y nuestra poquedad se acerquen a la grandeza y a la pureza santa de la Madre de Dios, que es también Madre nuestra.

Os puedo contar otra anécdota real, porque han transcurrido ya tantos años, tantísimos años desde que sucedió; y porque os ayudará a pensar, por el contraste y la crudeza de las expresiones. Me hallaba dirigiendo un curso de retiro para sacerdotes de diversas diócesis. Yo los buscaba con afecto y con interés, para que viniesen a hablar, a desahogar su conciencia, porque también los sacerdotes necesitamos del consejo y de la ayuda de un hermano. Empecé a charlar con uno, algo brutote, pero muy noble y sincero; le tiraba de la lengua un poco, con delicadeza y con claridad, para restañar cualquier herida que hubiera allá dentro, en su corazón. En un determinado momento, me interrumpió, más o menos con estas palabras: yo tengo una envidia muy grande de mi burra; ha estado prestando servicios parroquiales en siete curatos, y no hay nada que decir de ella. ¡Ay si yo hubiera hecho lo mismo!

Procuremos fomentar en el fondo del corazón un deseo ardiente, un afán grande de alcanzar la santidad, aunque nos contemplemos llenos de miserias. No os asustéis; a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales. Sucede que la ayuda de la gracia se transforma como en unos cristales de aumento, y aparecen con dimensiones gigantescas hasta la mota de polvo más minúscula, el granito de arena casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e incluso la sombra más pequeña molesta a la conciencia, que solo gusta de la limpieza de Dios. Díselo ahora, desde el fondo de tu corazón: Señor, de verdad quiero ser santo, de verdad quiero ser un digno discípulo tuyo y seguirte sin condiciones. Y enseguida has de proponerte la intención de renovar a diario los grandes ideales que te animan en estos momentos.

¡Jesús, si los que nos reunimos en tu Amor fuéramos perseverantes! ¡Si lográsemos traducir en obras esos anhelos que Tú mismo despiertas en nuestras almas! Preguntaos con mucha frecuencia: yo, ¿para qué estoy en la tierra? Y así procuraréis el perfecto acabamiento –lleno de caridad– de las tareas que emprendáis cada jornada y el cuidado de las cosas pequeñas. Nos fijaremos en el ejemplo de los santos: personas como nosotros, de carne y hueso, con flaquezas y debilidades, que supieron vencer y vencerse por amor de Dios; consideraremos su conducta y –como las abejas, que destilan de cada flor el néctar más precioso– aprovecharemos de sus luchas. Vosotros y yo aprenderemos también a descubrir tantas virtudes en los que nos rodean –nos dan lecciones de trabajo, de abnegación, de alegría...–, y no nos detendremos demasiado en sus defectos; solo cuando resulte imprescindible, para ayudarles con la corrección fraterna.

Comenzar es de muchos; acabar, de pocos, y entre estos pocos hemos de estar los que procuramos comportarnos como hijos de Dios. No lo olvidéis: solo las tareas terminadas con amor, bien acabadas, merecen aquel aplauso del Señor, que se lee en la Sagrada Escritura: mejor es el fin de la obra que su principio1.

Quizá me habéis oído ya en otras charlas esta anécdota; de todas formas, me interesa recordárosla de nuevo porque es muy gráfica, aleccionadora. En una ocasión, buscaba yo en el Ritual Romano la fórmula para bendecir la última piedra de un edificio, la importante, ya que recoge, como un símbolo, el trabajo duro, esforzado y perseverante de muchas personas, durante largos años. Me llevé una sorpresa cuando vi que no existía; era necesario conformarse con una benedictio ad omnia, con una bendición genérica. Os confieso que me parecía imposible que se diese esa laguna, y fui repasando despacio, pero inútilmente, el índice del Ritual.

Muchos cristianos han perdido el convencimiento de que la integridad de Vida, reclamada por el Señor a sus hijos, exige un auténtico cuidado en realizar sus propias tareas, que han de santificar, descendiendo hasta los pormenores más pequeños.

No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de Él2. Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable.

Luchad contra esa excesiva comprensión que cada uno tiene consigo mismo: ¡exigíos! A veces, pensamos demasiado en la salud; en el descanso, que no debe faltar, precisamente porque se necesita para volver al trabajo con renovadas fuerzas. Pero ese descanso –lo escribí hace ya tantos años– no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo.

En otras ocasiones, con falsas excusas, somos demasiado cómodos, nos olvidamos de la bendita responsabilidad que pesa sobre nuestros hombros, nos conformamos con lo que basta para salir del paso, nos dejamos arrastrar por razonadas sinrazones para estar mano sobre mano, mientras Satanás y sus aliados no se toman vacaciones. Escucha con atención, y medita, lo que escribía San Pablo a los cristianos que eran por oficio siervos: les urgía para que obedecieran a sus amos, no sirviéndoles solamente cuando tienen los ojos puestos sobre vosotros, como si no pensaseis más que en complacer a los hombres, sino como siervos de Cristo, que hacen de corazón la voluntad de Dios; y servidlos con amor, haciéndoos cargo de que servís al Señor y no a hombres14. ¡Qué buen consejo para que lo sigamos tú y yo!

Vamos a pedir luz a Jesucristo Señor Nuestro, y rogarle que nos ayude a descubrir, en cada instante, ese sentido divino que transforma nuestra vocación profesional en el quicio sobre el que se fundamenta y gira nuestra llamada a la santidad. En el Evangelio encontraréis que Jesús era conocido como faber, filius Mariae15, el obrero, el hijo de María: pues también nosotros, con orgullo santo, tenemos que demostrar con los hechos que ¡somos trabajadores!, ¡hombres y mujeres de labor!

Puesto que hemos de comportarnos siempre como enviados de Dios, debemos tener muy presente que no le servimos con lealtad cuando abandonamos nuestra tarea; cuando no compartimos con los demás el empeño y la abnegación en el cumplimiento de los compromisos profesionales; cuando nos puedan señalar como vagos, informales, frívolos, desordenados, perezosos, inútiles... Porque quien descuida esas obligaciones, en apariencia menos importantes, difícilmente vencerá en las otras de la vida interior, que ciertamente son más costosas. Quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho16.

Notas
12

S. Marcos Eremita, De lege spirituali, 172 (PG 65, 926).

Notas
13

S. Jerónimo, Epistolae, 60, 12 (PL 22, 596).

Notas
21

Cant II, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Eccli VII, 9.

2

Lev XXII, 20.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
14

Eph VI, 6-7.

15

Mc VI, 3.

16

Lc XVI, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura