Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Santidad → necesidad de la santa pureza .

Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación... Que sepa cada uno de vosotros usar de su cuerpo santa y honestamente, no abandonándose a las pasiones, como hacen los paganos, que no conocen a Dios12. Pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y con las potencias. Rogadle con confianza: ¡Jesús, guarda nuestro corazón!, un corazón grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado, rebosante de caridad para Ti, para servir a todas las almas.

Nuestro cuerpo es santo, templo de Dios, precisa San Pablo. Esta exclamación del Apóstol trae a mi memoria la llamada universal a la santidad, que el Maestro dirige a los hombres: estote vos perfecti sicut et Pater vester caelestis perfectus est13. A todos, sin discriminaciones de ningún género, pide el Señor correspondencia a la gracia; a cada uno, de acuerdo con su situación personal, exige la práctica de las virtudes propias de los hijos de Dios.

Por eso, al recordaros ahora que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado.

Con el espíritu de Dios, la castidad no resulta un peso molesto y humillante. Es una afirmación gozosa: el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor. Para ser castos –y no simplemente continentes u honestos–, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor.

Comparo esta virtud a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por todos los ambientes de la tierra, sin temor a quedar enlodados. Las alas –también las de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan las nubes– pesan, y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo. Grabadlo en vuestras cabezas, decididos a no ceder si notáis el zarpazo de la tentación, que se insinúa presentando la pureza como una carga insoportable: ¡ánimo!, ¡arriba!, hasta el sol, a la caza del Amor.

Llevar a Dios en nuestros cuerpos

Siempre me ha causado mucha pena la norma de algunos –¡de tantos!– que escogen, como pauta constante de sus enseñanzas, la impureza; con lo que logran –lo he comprobado en bastantes almas– lo contrario de lo que pretenden, porque es materia más pegajosa que la pez, y deforma las conciencias con complejos o con miedos, como si la limpieza de alma fuese un obstáculo poco menos que insuperable. Nosotros, no; nosotros hemos de tratar de la santa pureza con razonamientos positivos y límpidos, con palabras modestas y claras.

Discurrir sobre este tema significa dialogar sobre el Amor. Acabo de señalaros que me ayuda, para esto, acudir a la Humanidad Santísima de Nuestro Señor, a esa maravilla inefable de Dios que se humilla hasta hacerse hombre, y que no se siente degradado por haber tomado carne como la nuestra, con todas sus limitaciones y flaquezas, menos el pecado; y esto, ¡porque nos ama con locura! Él no se rebaja con su anonadamiento; en cambio, a nosotros, nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma. Responder que sí a su Amor, con un cariño claro, ardiente y ordenado, eso es la virtud de la castidad.

Hemos de gritar al mundo entero, con la boca y con el testimonio de nuestra conducta: no emponzoñemos el corazón, como si fuéramos pobres bestias, dominados por los instintos más bajos. Un escritor cristiano así lo explica: «Mirad que no es pequeño el corazón del hombre, pues abraza tantas cosas. Medid esa grandeza no en sus dimensiones físicas, sino en el poder de su pensamiento, capaz de alcanzar el conocimiento de tantas verdades. En el corazón es posible preparar el camino del Señor, trazar una senda derecha, para que pasen por allí el Verbo y la Sabiduría de Dios. Con una conducta honesta, con obras irreprochables, preparad el camino del Señor, aplanad el sendero, para que el Verbo de Dios camine en vosotros sin tropiezo y os dé el conocimiento de sus misterios y de su venida»14.

Nos revela la Escritura Santa que esa obra grandiosa de la santificación, tarea oculta y magnífica del Paráclito, se verifica en el alma y en el cuerpo. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?, clama el Apóstol. ¿He de abusar de los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? (...) ¿Por ventura no sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros, el cual habéis recibido de Dios, y que ya no os pertenecéis, puesto que fuisteis comprados a gran precio? Glorificad a Dios y llevadle en vuestro cuerpo15.

Los medios para vencer

Veamos con qué recursos contamos siempre los cristianos para vencer en esta lucha por guardar la castidad: no como ángeles, sino como mujeres y hombres sanos, fuertes, ¡normales! Venero con toda el alma a los ángeles, me une a ese ejército de Dios una gran devoción; pero compararnos con ellos no me gusta, porque los ángeles tienen una naturaleza distinta de la nuestra, y esa equiparación supondría un desorden.

En muchos ambientes se ha generalizado un clima de sensualidad que, unido a la confusión doctrinal, lleva a tantos a justificar cualquier aberración o, al menos, a demostrar la tolerancia más indiferente por toda clase de costumbres licenciosas.

Hemos de ser lo más limpios que podamos, con respeto al cuerpo, sin miedo, porque el sexo es algo santo y noble –participación en el poder creador de Dios–, hecho para el matrimonio. Y, así, limpios y sin miedo, con vuestra conducta daréis el testimonio de la posibilidad y de la hermosura de la santa pureza.

En primer término, nos empeñaremos en afinar nuestra conciencia, ahondando lo necesario hasta tener seguridad de haber adquirido una buena formación, distinguiendo bien entre la conciencia delicada –auténtica gracia de Dios– y la conciencia escrupulosa, que es algo muy diverso.

Cuidad esmeradamente la castidad, y también aquellas otras virtudes que forman su cortejo –la modestia y el pudor–, que resultan como su salvaguarda. No paséis con ligereza por encima de esas normas que son tan eficaces para conservarse dignos de la mirada de Dios: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; la valentía –la valentía de ser cobarde– para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que Ella nos obtenga de Dios el don de una vida santa y limpia.

Si, por desgracia, se cae, hay que levantarse enseguida. Con la ayuda de Dios, que no faltará si se ponen los medios, se ha de llegar cuanto antes al arrepentimiento, a la sinceridad humilde, a la reparación, de modo que la derrota momentánea se transforme en una gran victoria de Jesucristo.

Acostumbraos también a plantear la lucha en puntos que estén lejos de los muros capitales de la fortaleza. No se puede andar haciendo equilibrios en las fronteras del mal: hemos de evitar con reciedumbre el voluntario in causa, hemos de rechazar hasta el más pequeño desamor; y hemos de fomentar las ansias de un apostolado cristiano, continuo y fecundo, que necesita de la santa pureza como cimiento y también como uno de sus frutos más característicos. Además debemos llenar el tiempo siempre con un trabajo intenso y responsable, buscando la presencia de Dios, porque no hemos de olvidar jamás que hemos sido comprados a gran precio, y que somos templo del Espíritu Santo.

¿Y qué otros consejos os sugiero? Pues los procedimientos que han utilizado siempre los cristianos que pretendían de verdad seguir a Cristo, los mismos que emplearon aquellos primeros que percibieron el alentar de Jesús: el trato asiduo con el Señor en la Eucaristía, la invocación filial a la Santísima Virgen, la humildad, la templanza, la mortificación de los sentidos –«que no conviene mirar lo que no es lícito desear», advertía San Gregorio Magno24– y la penitencia.

Me diréis que todo eso resume, sin más, la vida cristiana. Ciertamente no cabe separar la pureza, que es amor, de la esencia de nuestra fe, que es caridad, el renovado enamorarse de Dios que nos ha creado, que nos ha redimido y que nos coge continuamente de la mano, aunque en multitud de circunstancias no lo advirtamos. No puede abandonarnos. Sión decía: Yavé me ha abandonado, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, Yo no te olvidaría25. ¿No os infunden estas palabras un gozo inmenso?

Notas
12

1 Thes IV, 3-5.

13

Mt V, 48.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
14

Orígenes, In Lucam homiliae, XXI (PG 13, 1856).

15

1 Cor VI, 15, 19-20.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

S. Gregorio Magno, Moralia, 21, 2, 4 (PL 76, 190).

25

Is XLIX, 14-15.

Referencias a la Sagrada Escritura