Lista de puntos

Hay 6 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Formación.

Sigamos adelante. Los fines que nos proponemos corporativamente son la santidad y el apostolado. Y para lograr estos fines necesitamos, por encima de todo, una formación. Para nuestra santidad, doctrina; y para el apostolado, doctrina. Y para la doctrina, tiempo, en lugar oportuno, con los medios oportunos. No esperemos unas iluminaciones extraordinarias de Dios, que no tiene por qué concedernos, cuando nos da unos medios humanos concretos: el estudio, el trabajo. Hay que formarse, hay que estudiar. De esta manera, os disponéis a vuestra santidad actual y futura, y al apostolado, cara a los hombres.

¿No habéis visto cómo preparan la levadura, cómo la tienen encerrada, con unas temperaturas determinadas, para meterla luego en la masa…? Cuento con vosotros como con el motor más potente para mover la labor de todo el mundo. Ninguno de vosotros es ineficaz: todos estáis llenos de eficacia con sólo cumplir las Normas, con sólo estudiar, y trabajar, y obedecer.

No entiendo casi nada de esas cosas del material atómico, y lo que sé, lo conozco por los periódicos. Pero he visto fotografías, y sé que lo entierran, si es preciso, a muchos metros bajo tierra, que lo recubren con grandes planchas de plomo y lo guardan entre gruesas paredes de cemento. Y sin embargo actúa, y lo llevan de acá para allá, y lo aplican a personas para curar tumores, y lo emplean en otras cosas, y obra de mil modos maravillosos, con una eficacia extraordinaria. Así sois vosotros, hijos míos, cuando estáis dedicados a las labores internas o en esos Centros de formación que tiene la Obra. ¡Más eficaces!, porque tenéis la eficacia de Dios cuando os endiosáis por vuestra entrega, como Cristo, que se anonadó a sí mismo 10. Y nosotros nos anonadamos, perdemos en apariencia nuestra libertad, haciéndonos libérrimos con la libertad de los hijos de Dios11.

Formación, pues, para dar doctrina y para vuestra santidad personal. Formación con el tiempo necesario, en lugar oportuno, con los medios oportunos; pero de cara al universo entero, a la humanidad entera, pensando en todas las almas. Y mientras vuestros hermanos van rompiendo el frente en nuevos países, no se encontrarán solos, porque desde aquí, dentro de estas paredes que parecen de piedra y son de amor, vosotros estaréis enviando toda la eficacia de vuestra santidad y de vuestro entregamiento, y haciendo que esos hermanos se sientan muy acompañados. Y luego llegará el momento de decir: «Ite, docete omnes gentes»…12, id y enseñad a todas las gentes: apostolado de la doctrina –con vuestro ejemplo primero–, en medio del trabajo profesional. ¡Con qué alegría os diré unas palabricas al salir…!

Hijos de mi alma: vosotros sabéis que el Padre ama mucho la libertad. No me gusta coaccionar, ni que se coaccione a las almas. Ningún hombre debe quitar a los demás la libertad de que Dios nos ha hecho el don. Y si eso es así, pensad si voy a coaccionaros a vosotros… ¡Al contrario! Yo soy el defensor de la libertad de cada uno de vosotros dentro de la barca…, dentro de la barca y sin avión.

Pero se nos está pasando el tiempo, y quisiera todavía hablaros de muchas cosas más.

He encontrado unos viejos papeles, que me han servido muchas veces para hablar a vuestros hermanos que ahora son mayores. Y hay un texto del Apóstol a los de Corinto, en el que se lee: «Modicum fermentum totam massam corrumpit»1. ¿Veis? Una pequeña cantidad de levadura hace que fermente toda la masa.

¡Hijos de mi alma! Si dentro de esta gran masa de los hombres –nos interesan todas las almas–, si dentro de esta gran muchedumbre humana, el Opus Dei es un fermento, dentro del Opus Dei, por un amor de predilección del Señor, vosotros sois fermento, sois levadura. Estáis aquí mis hijos para que –con la ayuda de la gracia divina y de vuestra correspondencia– os preparéis para ser, en todos los lugares del mundo, la levadura que dé gracia, que dé sabor, ¡que dé volumen!, con el fin de que, luego, este pan de Cristo pueda alimentar a todas las gentes.

Y habéis venido decididos a dejaros formar, a dejaros preparar. Esa formación, mientras hará que vuestra personalidad –la de cada uno– se mejore con sus características particulares, os dará ese común denominador,esta sangre de nuestra familia sobrenatural, que es la misma para todos. Pero si hemos de lograr esto, tú, hijo mío –porque hablo para ti solo–, tienes que estar dispuesto a ponerte en manos de los Directores como se pone el barro en manos del alfarero. Y te dejarás hacer y deshacer, y cortar, y bruñir. Si hasta ahora no hubiera sido así, es éste el momento de rectificar, de decir al Señor que te abandonas en Él con la docilidad con que un pedazo de lodo deja hacer a los dedos del artesano.

Mientras yo hablo –Jesús nos preside desde el Sagrario, como presidía a los primeros Doce–, tú haces tu oración, y vas preparando unos propósitos concretos, que hagan realidad el gran propósito tuyo del amor. Hay momentos difíciles en la vida, en los que viene muy bien ese propósito concreto, aunque yo he repetido tantas veces que en muchas ocasiones no hacen falta. ¿Qué propósito concreto hacía mi madre para tratarme con tanto cariño? Me quería tanto, que no lo necesitaba. Pero a ti, ahora, te hace falta, y por eso te digo que hagas un propósito concreto: ¡Señor, con tu gracia, con la ayuda de Nuestra Madre del Cielo, yo, que me encuentro aquí, en esta gran red, en esta gran barca del Opus Dei, dejaré que las manos de los Directores me moldeen, para hacerme hermoso en tu presencia, fuerte, recio, eficaz! Para tener, de veras, en toda la vida interior y en el trabajo externo, este bullir limpio, sobrenatural, de la sangre de familia.

¿Quién de vosotros no ha visto cómo se procede en una clínica, cuando hay que operar? El cuidado que se pone, la asepsia, la limpieza extraordinaria por parte de los médicos; esos mil detalles que muchos conoceréis mejor que yo. Pues debes dejar que hagan contigo lo mismo. Te quitarán la ropa, que estorba. Después, quizá te la devolverán, si va bien, tras de meterla en el autoclave para desinfectarla. Y más tarde, porque te quieren, quizá tendrán que coger el bisturí. Vas entonces a decirle a Jesús: «Sicut lutum in manu figuli!»2; como barro en manos del alfarero, así quiero estar en las manos de los Directores. Pongo todo mi empeño, toda mi pobre buena voluntad, para dejar que corten, que operen, que sanen, que me rehagan cuando haga falta.

¿Quieres ahora que continuemos recordando estos pasajes de la Escritura Santa, que contemplemos a los Apóstoles entre las redes y las barcas, que compartamos sus afanes, que escuchemos la doctrina divina de los labios del mismo Cristo?

«Dijo a Simón: boga mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. Replicó Simón: Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos, y nada hemos cogido»6. Con estas palabras, los Apóstoles reconocen su impotencia: en una noche entera de trabajo no han podido pescar ni siquiera un pez. Y así tú, y así yo, pobres hombres, soberbios. Cuando queremos trabajar solos, haciendo nuestra voluntad, guiados por nuestro propio juicio, el fruto que conseguimos se llama infecundidad.

Pero hemos de seguir oyendo a Pedro: «No obstante, en tu nombre echaré la red»7. Y entonces, ¡llena, llena se manifiesta la mar, y han de venir las otras naves a ayudar, a recoger aquella cantidad de peces! ¿Lo ves? Si tú reconoces tu nulidad y tu ineficacia; si tú, en lugar de fiarte del propio juicio, te dejas guiar, no sólo te llenarás de maravillosos frutos, sino que, además, de la abundancia tuya tendrán también abundancia los otros. ¡Cuánto bien y cuánto mal puedes hacer! Bien, si eres humilde y te sabes entregar con alegría y con espíritu de sacrificio; bien para ti y para tus hermanos, para la Iglesia, para esta Madre buena, la Obra. Y cuánto mal, si te guías por tu soberbia. Tendrás que decir: «Nihil cepimus!»8, ¡nada he podido lograr!, en la noche, en plena oscuridad.

Hijo mío: tú, ahora, quizá eres joven. Por eso, yo tengo más cosas por las que pedir perdón al Señor, aunque tú también tendrás tus rincones, tus fracasos, tus experiencias… Dile a Jesús que quieres ser «como el barro en manos del alfarero»9, para recibir dócilmente, sin resistencias, esa formación que la Obra maternalmente te da.

Te veo con esta buena voluntad, te veo lleno de deseos de hacerte santo, pero quiero recordarte que, para ser santos, hemos de ser almas de doctrina, personas que han sabido dedicar el tiempo necesario, en los lugares precisos, para poner en su cabeza y en su corazón, en su vida toda, este bagaje del que se han de servir para continuar siendo, con Cristo y con los primeros Doce, pescadores de almas.

Recordando la miseria de que estamos hechos, teniendo en cuenta tantos fracasos por nuestra soberbia; ante la majestad de ese Dios, de Cristo pescador, hemos de decir lo mismo que San Pedro: «Señor, yo soy un pobre pecador»10. Y entonces, ahora a ti y a mí, como antes a Simón Pedro, Jesucristo nos repetirá lo que nos dijo hace tanto tiempo: «Desde ahora serás pescador de hombres»11, por mandato divino, con misión divina, con eficacia divina.

En este mar del mundo hay tantas almas, tantas, entre la turbulencia de las aguas. Pero oye estas palabras de Jeremías: «He aquí, dice el Señor, que yo enviaré a muchos pescadores –a vosotros y a mí– y pescaré esos peces»12, con celo por la salvación de todas las almas, con preocupación divina.

Vosotros, tú, mi hijo: ¿vas a entorpecer la labor de Jesús o la vas a facilitar? ¿Estás jugando con tu felicidad o quieres ser fiel y secundar la voluntad del Señor, y marchar con eficacia por todos los mares, pescador de hombres con misión divina? ¡Hala, hijo mío, a pescar!

Voy a acabar con las mismas palabras con que comencé: tú eres la levadura que hace fermentar toda la masa. Déjate preparar, no olvides que con la gracia de tu vocación y la entrega tuya, que es la correspondencia a esta gracia, bajo el manto de nuestra Madre Santa María, que siempre ha sabido protegerte bien entre las olas, bajo el manto y protección de nuestra Madre del Cielo, tú, pequeño fermento, pequeña levadura, sabrás hacer que toda la masa de los hombres fermente, y sufrirás aquellas ansias que me hacían escribir: omnes –¡todos: que ni una sola alma se pierda!–, omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!

Habéis venido al Opus Dei, hijos de mi alma –dejad que os lo recuerde una vez más–, decididos a dejaros formar, a prepararos para ser la levadura que hará fermentar la gran masa de la humanidad. Esa formación, mientras permite que vuestra personalidad humana se mejore, con sus características particulares, os facilita además un común denominador, el de este espíritu de familia, que es el mismo para todos. Para eso –insisto– debéis estar dispuestos a poneros en manos de los Directores, y dejaros dar forma sobrenatural como el barro en las manos del alfarero.

Hijos míos, mirad que todos estamos metidos en una misma red, y la red dentro de la barca, que es el Opus Dei, con un ánimo maravilloso de humildad, de entrega, de trabajo, de amor. ¿No es hermoso esto? ¿Acaso tú lo has merecido? ¡Si te ha encontrado Dios por ahí, en la calle, cuando Él pasaba! No somos ninguna especialidad, no somos selectos: podía haber buscado a otros mejores que nosotros. Pero nos ha elegido, y recordarlo no es soberbia, sino agradecimiento.

Que nuestra respuesta sea: ¡me dejaré conocer mejor, guiar más, pulir, hacer! Que nunca, por soberbia, cuando reciba una indicación que es para mejora de mi vida interior, me rebele; que no tenga en más aprecio mi propio criterio –que no puede ser certero, porque nadie es buen juez en causa propia– que el juicio de los Directores; que no me moleste la indicación cariñosa de mis hermanos, cuando me ayudan con la corrección fraterna.

Voy a terminar, hijas e hijos míos, trayendo a vuestra consideración aquel texto de la Escritura Santa que pone en nuestra boca dulzuras de miel y de panal. «Elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius»7. Nos escogió el Señor a cada uno de nosotros para que seamos santos en su presencia. Y eso, antes de la creación del mundo, desde toda la eternidad: ésta es la providencia maravillosa de nuestro Padre Dios. Si correspondéis, si lucháis, tendréis una vida feliz también en la tierra, con algunos momentos de oscuridad ciertamente, con algunos ratos de sufrimiento que sin embargo no debéis exagerar: pasan en cuanto abrimos el corazón. Decidme: ¿no es verdad que, cuando contáis aquello que os produce preocupación o que os da vergüenza, os quedáis tranquilos, serenos, alegres?

Además, de esta manera no nos encontramos nunca solos. «Væ solis!»8, ¡ay del que está solo!, dice la Escritura Santa. Nosotros no permanecemos solos nunca, en ninguna circunstancia. En cualquier lugar de la tierra nuestros hermanos nos acogen con cariño, nos escuchan y nos comprenden; siempre nos acompañan el Señor y su Madre Santísima; y, en nuestra alma en gracia, habita como en un templo el Espíritu Santo: Dios con nosotros.

Me gusta comparar nuestra alma a un vaso que ha hecho Dios Nuestro Señor, para que se pueda poner en él un licor, el licor de la Sabiduría, que es un don, una gracia muy grande del Espíritu Santo. La Sabiduría es, hijas e hijos míos, «un hálito del poder divino y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella. Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad. Y siendo una, todo lo puede, y permaneciendo la misma, todo lo renueva, y a través de las edades se derrama en las almas santas»1.

Admirad la hermosura del don de Sabiduría, que el Espíritu Santo vierte generosamente en nuestros corazones con su gracia. Tan maravilloso es este don, «que Dios a nadie ama sino al que mora con la Sabiduría»2.

Os recordaré lo que dice la Sagrada Escritura: que con la Sabiduría vienen todos los bienes. Por eso hemos de pedírsela al Espíritu Santo, para cada uno de nosotros y para todos los cristianos. «Invoqué al Señor –se lee en el Libro inspirado– y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. Y la preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza. No la parangonaré a las piedras preciosas, porque todo el oro es ante ella como un grano de arena, y como el lodo es la plata. La amé más que a la salud y a la hermosura, y antepuse a la luz su posesión, porque el resplandor que de ella brota es inextinguible. Todos los bienes me vinieron juntamente con ella, y en sus manos me trajo una riqueza incalculable»3. De otro modo podemos decir que, con el espíritu del Opus Dei, vienen también todos los bienes a un alma, porque es Sabiduría este modo nuestro de vivir cara a Dios, sin buscar el anonimato, sin importarnos que nos vean o que nos oigan, procurando actuar en conciencia, con rectitud de intención.

Si somos leales a la vocación, hijas e hijos míos, sobre todos nosotros reposará este espíritu de Sabiduría, que el Señor reparte a manos llenas entre quienes le buscan con corazón recto. Para ser verdaderamente sabios –os lo he dicho muchas veces–, no es preciso tener una cultura amplia. Si la tenéis, bien; y si no, igualmente estupendo, si sois fieles, porque recibiréis siempre la ayuda del Espíritu Santo. Además, si asistís a los medios de formación que os proporciona la Obra, si aprovecháis las Convivencias y Cursos anuales, y los retiros, alcanzaréis una formación teológica tan honda como la que puede tener un buen sacerdote.

Pero no es necesario poseer una gran ciencia. Hay un saber al que sólo se llega con santidad: y hay almas oscuras, ignoradas, profundamente humildes, sacrificadas, santas, con un sentido sobrenatural maravilloso: «Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos»4. Un sentido sobrenatural que no raramente falta en las disquisiciones hinchadas de presuntos sabios: «Evanuerunt in cogitationibus suis, et obscuratum est insipiens cor eorum, dicentes enim se esse sapientes stulti facti sunt»5; disparataron en sus pensamientos, y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas; y, mientras se jactaban de ser sabios, pararon en ser necios.

Notas
10

Cfr. Flp 2,7.

11

Cfr. Rm 8,21.

12

Mt 28,19.



 *«sufría»: le hacía sufrir –en un primer momento– que dejaran el estado laical, al que habían sido llamados por Dios para santificarse en el Opus Dei. Pero ese “sufrimiento” quedaba compensado por el gran don que supone para la Iglesia todo nuevo sacerdote, que es otra llamada divina, y aún más excelsa (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

1 Co 5,6.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas

2

Jr 18,6.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Lc 5,4-5.

7

Lc 5,5.

8

Lc 5,5.

9

Jr 18,6.

10

Lc 5,8.

11

Lc 5,10.

12

Jr 16,16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Ef 1,4.

8

Qo 4,10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Sb 7,25-27.

2

Sb 7,28.

3

Sb 7,7-11.

4

Mt 11,25.

5

Rm 1,21-22.

Referencias a la Sagrada Escritura