Lista de puntos

Hay 4 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Sinceridad.

¡Serenos! Procuremos que no nos falte sentido de responsabilidad, sabiéndonos eslabones de una misma cadena. Por lo tanto –hemos de decir de veras cada uno de los hijos de Dios, en su Obra– quiero que ese eslabón, que soy yo, no se rompa: porque, si me rompo, traiciono a Dios, a la Iglesia Santa y a mis hermanos. Y nos gozaremos en la fortaleza de los otros eslabones; me alegrará que los haya de oro, de plata, de platino, engastados en piedras preciosas. Y cuando parece que me voy a quebrar, porque las pasiones me han turbado; cuando parece que un eslabón se resquebraja… ¡tranquilos! Se le ayuda, para que siga adelante con más amor, con más dolor, con más humildad.

Dirás a tus hermanos que deben ser contemplativos y serenos, con sentido de responsabilidad en la vida ordinaria, porque nuestro heroísmo está en lo pequeño. Nosotros buscamos la santidad en el trabajo ordinario, cotidiano.

Les dirás también que deben vivir la caridad, que es cariño. «Deus caritas est!»13, el Señor es amor. Cariño para vuestros hermanos, cariño especialísimo para vuestros Directores, ayudándoles también con la corrección fraterna. Tenéis todos los medios para decir la verdad, sin herir, de manera que sea útil sobrenaturalmente. Se consulta: ¿puedo hacer esta corrección fraterna? Te pueden responder que no conviene, porque no se trata de algo objetivo, o porque ya se lo ha dicho otro, o porque no hay motivo suficiente, o por otras razones. Si te responden que sí, haces la corrección fraterna enseguida, cara a cara, porque la murmuración no cabe en la Obra, no puede haberla, ni siquiera la indirecta; la murmuración indirecta es propia de personas que tienen miedo a decir la verdad.

Hay un refrán que advierte: el que dice las verdades, pierde las amistades. En el Opus Dei es al revés. Aquí la verdad se dice, por motivos de cariño, a solas, a la cara; y todos nos sentimos tan felices y seguros, con las espaldas bien guardadas. No toleréis nunca la menor murmuración, y mucho menos si es contra algún Director.

Caridad, hijos, con todas las almas. El Opus Dei no va contra nadie, no es anti-nada. No podemos ir del brazo con el error, porque podría dar ocasión a que se apoyen en nosotros y lo extiendan; pero con las personas que están equivocadas hay que procurar, por medio de la amistad, que salgan del error; hay que tratarlas con cariño, con alegría.

«Iterum dico: gaudete!»14. Estad siempre alegres, hijos míos. He llenado estos edificios con palabras de la Escritura en las que se recomienda la alegría. «Servite Domino in lætitia»15; servid al Señor con alegría. ¿Vosotros creéis que en la vida se agradece un servicio prestado de mala gana? No. Sería mejor que no se hiciera. ¿Y nosotros vamos a servir al Señor con mala cara? No. Le vamos a servir con alegría, a pesar de nuestras miserias, que ya las quitaremos con la gracia de Dios.

Sed obedientes. Para obedecer, es preciso escuchar lo que nos dicen. ¡Si vierais qué pena da mandar a almas buenas que no saben obedecer…! Quizá es una persona encantadora, muy santa, pero llega el momento de obedecer, ¡y no! ¿Por qué? Porque a veces hay quienes tienen el defecto casi físico de no escuchar; tienen tan buena voluntad, que mientras escuchan, están pensando en el modo de hacerlo de otra manera, en cómo desobedecer. No, hijos; se exponen las posibilidades contrarias, si las hay; se dicen las cosas con claridad, y después se obedece, estando dispuestos a seguir rendidamente la solución opuesta a nuestro consejo.

Obedientes y objetivos. ¿Cómo podréis informar vosotros –que no sois soldados rasos, sino capitanes del ejército de Cristo, y por tanto habéis de informar objetivamente a vuestros Directores de lo que pasa en vuestro sector– si no sois objetivos? ¿Sabéis lo que le ocurre a un general que recibe treinta, cincuenta, cien informes falsos? Que pierde la batalla. Cristo no pierde batallas, pero se entorpece la eficacia de nuestra labor, y el trabajo no rinde todo lo que debería rendir.

Hijos míos, ya van casi cuarenta minutos de meditación. No me gusta saltar el parapeto –ya que hablamos en términos militares– de los treinta; de los cuarenta, nunca. Habéis visto cuántas cosas debéis aprender y practicar, para enseñárselas a vuestros hermanos. Llenaos de deseos de formaros. Y, si no tenéis deseos, os aconsejo que tengáis deseos de tener deseos: eso ya es algo… Deseos de entrega, de formación, de santidad, de ser muy eficaces: ahora, después y siempre.

Estoy persuadido de que son muchas las almas que se pierden en estos momentos, por no poner los medios. Por eso va muy bien la confesión que, además de ser un sacramento instituido por Jesucristo, es –incluso psicológicamente– un remedio colosal para ayudar a las almas. Nosotros, además, tenemos esa conversación fraterna con el Director, que surgió con espontaneidad, con naturalidad, como mana una fuente: el agua está allí, y no puede dejar de brotar, porque es parte de la vida nuestra.

¿Cómo nació esa Costumbre, en los primeros años? No había más sacerdotes que yo en la Obra. No quería confesar a vuestros hermanos, porque si los confesaba me encontraba atado de pies y manos: ya no les podía indicar nada, si no era en la próxima confesión. Por eso les mandaba por ahí: confesaos con quien queráis, les decía. Lo pasaban muy mal, porque cuando se acusaban, por ejemplo, de haber descuidado el examen, o de otra pequeña falta, algunos sacerdotes les respondían bruscamente o con tono de guasa: ¡pero si eso no es pecado! Y los que eran buenos sacerdotes o religiosos con buen espíritu –con el suyo– les preguntaban: ¿y usted no tendría vocación para nosotros…?

Vuestros hermanos preferían contarme las cosas con sencillez, con claridad, fuera de la confesión. ¡Si a última hora es lo que se cuentan un grupo de amigos o de amigas, en una reunión, o alrededor de una mesa de café, o en un baile! Se lo dicen así, con claridad, incluso exagerando.

Con la misma sencillez, por lo menos, habéis de hablar vosotros en esa conversación fraterna. La Obra es una Madre que deja libérrimos a sus hijos; por tanto sus hijos sentimos la necesidad de ser leales. Si alguno no lo hubiera hecho hasta ahora, le aconsejo que abra el corazón y suelte aquello: el sapo que todos hemos tenido dentro, quizá antes de venir al Opus Dei. Lo aconsejo a todos mis hijos: echad fuera ese sapo gordo y feo. Y veréis qué paz, qué tranquilidad, qué bien y qué alegría. El Señor os dará, en el resto de vuestra vida, mucha más gracia para ser leales a vuestra vocación, a la Iglesia, al Romano Pontífice, que tanto amamos sea quien sea. En cambio el que intentase ocultar una miseria, grande o chica, sería un foco de infección, para él y para las demás almas. Son charca los defectos que se ocultan, y también las cosas buenas que no se manifiestan: hasta el remanso de agua clara, si no corre, se pudre. Abrid el corazón con claridad, con brevedad, sin complicaciones.

Sólo los que no son sinceros son infelices. No os dejéis dominar por el demonio mudo, que a veces pretende quitarnos la paz por bobadas. Hijos míos, insisto, si algún día tenéis la desgracia de ofender a Dios, escuchad este consejo del Padre, que sólo quiere que seáis santos, fieles: acudid rápidamente a la confesión y a esa charla con vuestro hermano. Os comprenderán, os ayudarán, os querrán más. Echáis el sapo fuera, y todo andará bien en adelante.

Todo andará bien, por muchas razones: en primer lugar, porque el que es sincero es más humilde. Luego, porque Dios Nuestro Señor premia con su gracia esa humildad. Después, porque ese otro hermano que te ha escuchado, sabe que estás necesitado y se siente en la obligación de pedir por ti. ¿Vosotros pensáis que las personas que reciben vuestra charla son gente que no comprende? ¡Si están hechos de la misma pasta! ¿A quién le va a chocar que un vidrio se pueda romper, o que un cacharro de barro necesite lañas? Sed sinceros. Es la cosa que más agradezco en mis hijos, porque así se arregla todo: siempre. En cambio, sentirse incomprendido, creerse víctima, acarrea siempre también una gran soberbia espiritual.

El espíritu de la Obra lleva necesariamente a la sencillez, y por ese camino se lleva a las almas que se acercan al calor de nuestra labor. Desde que llegasteis a la Obra, no se ha hecho otra cosa que trataros como a las alcachofas: ir quitando las hojas duras de fuera, para que quede limpio el cogollo. Todos somos un poco complicados; por eso, a veces, fácilmente, de una cosa pequeña dejáis que se haga una montaña que os abruma, aun siendo personas de talento. Tened, en cambio, el talento de hablar, y vuestros hermanos os ayudarán a ver que esa preocupación es una bobada o tiene su raíz en la soberbia.

No olvidéis, además, que decir una verdad subjetiva, que no se ajusta a la verdad real, es engañar y engañarse. Puede estarse en el error por soberbia –repito–, porque este vicio ciega, y la persona, sin ver, piensa que ve. Pero también está equivocado el que se engaña y engaña. Llamad a las cosas por su nombre: al pan, pan; y al vino, vino. «Sea vuestro modo de hablar: sí, sí; no, no; que lo que pasa de esto, de mal principio proviene»6. El creí que, pensé que y es que son los nombres de tres diablos tremendos que no quiero oír de vuestra boca. No os busquéis disculpas, tenéis la misericordia de Dios y la comprensión de vuestros hermanos, ¡y basta!

Decid las cosas sin ambigüedades. El hijo mío que pinta de colores el error, que deforma lo sucedido, que lo adorna con palabras inútiles, no va bien. Hijas e hijos míos: sabed que cuando se ha cometido un disparate, se tiende a disfrazar la mala conducta con razones de todo tipo: artísticas, intelectuales, científicas, ¡hasta espirituales!, y se acaba por decir que parecen o que son anticuados los mandamientos. A la vuelta de estos cuarenta y tres años largos, cuando algún hijo mío se ha perdido, ha sido siempre por falta de sinceridad o porque le ha parecido anticuado el decálogo. Y que no me venga con otras razones, porque no son verdad.

No intentéis nunca compaginar una conducta floja, con la santidad que os exige la Obra. Formaos un criterio recto, y no olvidéis que vuestra conciencia será cada día más delicada, más exigente, si sois cada día más sinceros. Hay cosas con las que os conformabais hace años, y ahora no: porque notáis la llamada de Dios, que os pide una mayor finura y os da la gracia necesaria para corresponder como Él espera.

A mí, que me ha tocado vivir tantas cosas, me parece un sueño cuando contemplo la realidad espléndida de nuestro Opus Dei y compruebo la lealtad de los hijos míos a Dios, a la Iglesia, a la Obra. Es lógico que alguna vez se quede alguien en el camino. A todos damos el alimento apropiado, pero aun tomando un alimento muy bien escogido dietéticamente, no todo se asimila. No quiere decir que sean gente mala. Esos pobrecitos vienen luego con lágrimas como puños, pero ya no tiene remedio.

Esta desgracia nos puede suceder a todos, hijas e hijos míos; a mí también. Mientras me halle en la tierra, también yo soy capaz de cometer una tontería grande. Con la gracia de Dios y vuestras oraciones, con el poco de esfuerzo que haga, no me ocurrirá jamás.

No hay nadie que esté exento de este peligro. Pero si hablamos, no pasa nada. No dejéis de hablar, cuando os suceda algo que no quisierais que se supiese. Decidlo enseguida. Mejor antes y, si no, después; pero hablad. No olvidéis que el pecado más grande es el de soberbia. Ciega muchísimo. Hay un viejo refrán ascético que reza así: lujuria oculta, soberbia manifiesta.

Nunca me cansaré de insistiros en la importancia de la humildad, porque el enemigo del amor es siempre la soberbia: es la pasión más mala, es aquel espíritu de raciocinio sin razón, que late en lo íntimo de nuestra alma y que nos dice que nosotros estamos en lo cierto, y los demás equivocados. Cosa que sólo por excepción es verdad.

Sed humildes, hijos míos. No con una humildad de garabato, como algunos que solían andar encogidos por la calle. Cabe una actitud marcial del cuerpo, siendo bien humildes. Tendréis así una voluntad entera, sin quiebra; un carácter completo, no débil; esculpido, no dibujado. Y no se romperá el vaso.

Notas
13

1 Jn 4,8.

14

Flp 4,4.

15

Sal 100[99],2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Mt 5,37.

Referencias a la Sagrada Escritura