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A mí, que me ha tocado vivir tantas cosas, me parece un sueño cuando contemplo la realidad espléndida de nuestro Opus Dei y compruebo la lealtad de los hijos míos a Dios, a la Iglesia, a la Obra. Es lógico que alguna vez se quede alguien en el camino. A todos damos el alimento apropiado, pero aun tomando un alimento muy bien escogido dietéticamente, no todo se asimila. No quiere decir que sean gente mala. Esos pobrecitos vienen luego con lágrimas como puños, pero ya no tiene remedio.

Esta desgracia nos puede suceder a todos, hijas e hijos míos; a mí también. Mientras me halle en la tierra, también yo soy capaz de cometer una tontería grande. Con la gracia de Dios y vuestras oraciones, con el poco de esfuerzo que haga, no me ocurrirá jamás.

No hay nadie que esté exento de este peligro. Pero si hablamos, no pasa nada. No dejéis de hablar, cuando os suceda algo que no quisierais que se supiese. Decidlo enseguida. Mejor antes y, si no, después; pero hablad. No olvidéis que el pecado más grande es el de soberbia. Ciega muchísimo. Hay un viejo refrán ascético que reza así: lujuria oculta, soberbia manifiesta.

Nunca me cansaré de insistiros en la importancia de la humildad, porque el enemigo del amor es siempre la soberbia: es la pasión más mala, es aquel espíritu de raciocinio sin razón, que late en lo íntimo de nuestra alma y que nos dice que nosotros estamos en lo cierto, y los demás equivocados. Cosa que sólo por excepción es verdad.

Sed humildes, hijos míos. No con una humildad de garabato, como algunos que solían andar encogidos por la calle. Cabe una actitud marcial del cuerpo, siendo bien humildes. Tendréis así una voluntad entera, sin quiebra; un carácter completo, no débil; esculpido, no dibujado. Y no se romperá el vaso.

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