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Sin embargo, hijas e hijos míos, nos duele mucho ver cómo dentro de la Iglesia se promueven campañas tremendas contra la justicia, que llevan necesariamente a exasperar la falta de paz en la sociedad, porque no hay paz en las conciencias. Se engaña a las almas. Se les habla de una liberación que no es la de Cristo. Las enseñanzas de Jesús, su Sermón de la Montaña, esas bienaventuranzas que son un poema del amor divino, se ignoran. Sólo se busca una felicidad terrena, que no es posible alcanzar en este mundo.

El alma, hijos, ha sido creada para la eternidad. Aquí estamos sólo de paso. No os hagáis ilusiones: el dolor será un compañero inseparable de viaje. Quien se empeñe únicamente en no sufrir, fracasará; y quizá no obtenga otro resultado que agudizar la amargura propia y la ajena. A nadie le gusta que la gente sufra, y es un deber de caridad esforzarse lo posible por aliviar los males del prójimo. Pero el cristiano ha de tener también el atrevimiento de afirmar que el dolor es una fuente de bendiciones, de bien, de fortaleza; que es prueba del amor de Dios; que es fuego, que nos purifica y prepara para la felicidad eterna. ¿No es ésa la señal que, para encontrar a Jesús, nos ha indicado el Ángel?: «Sírvaos de seña, que hallaréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre»3.

Cuando se acepta el sufrimiento como el Señor en Belén y en la Cruz, y se comprende que es una manifestación de la bondad de Dios, de su Voluntad salvadora y soberana, entonces ni siquiera es una cruz, o en todo caso es la Cruz de Cristo, que no es pesada porque la lleva Él mismo. «Quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí»4. Pero hoy se olvidan estas palabras, y son «muchos los que andan por la tierra, como os decía muchas veces (y aun ahora lo repito con lágrimas), que se portan como enemigos de la Cruz de Cristo»5, organizando campañas horrendas contra su Persona, su doctrina y sus Sacramentos. Son muchos los que desean cambiar la razón de ser de la Iglesia, reduciéndola a una institución de fines temporales, antropocéntrica, con el hombre como soberbio pináculo de todas las cosas. 

La Navidad nos recuerda que el Señor es el principio y el fin y el centro de la creación: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios»6. Es Cristo, hijas e hijos míos, el que atrae a todas las criaturas: «Por Él fueron creadas todas las cosas, y sin Él no se ha hecho cosa alguna, de cuantas han sido hechas»7. Y al encarnarse, viniendo a vivir entre nosotros8, nos ha demostrado que no estamos en la vida para buscar una felicidad temporal, pasajera. Estamos para alcanzar la bienaventuranza eterna, siguiendo sus pisadas. Y esto sólo lo lograremos aprendiendo de Él.

La Iglesia ha sido siempre teocéntrica. Su misión es conseguir que todas las cosas creadas tiendan a Dios como fin, por medio de Jesucristo, «cabeza del cuerpo de la Iglesia…, para que en todo tenga Él la primacía; pues plugo al Padre poner en Él la plenitud de todo ser, y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre cielo y tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz»9. Vamos a entronizarle, no sólo dentro de nuestro corazón y de nuestras acciones, sino –con el deseo y con la labor apostólica– en lo más alto de todas las actividades de los hombres.

Notas
3

Lc 2,12.

4

Mt 10,38.

5

Flp 3,18.

6

Jn 1,1.

7

Jn 1,3.

8

Cfr. Jn 1,14.

9

Col 1,18-20.

Referencias a la Sagrada Escritura
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