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Pero vamos al primer punto de nuestra meditación. Desde que Tú comenzaste, Señor, a manifestarte a mi alma, a los quince o dieciséis años; desde que a los dieciséis o diecisiete supe ya de algún modo que me buscabas, sintiendo los primeros impulsos de tu Amor, pasaron muchos años… Después de poner yo tantas dificultades, por comodidad y por cobardía –lo he dicho muchas veces, y he pedido perdón a mis hijos–, rompió la Obra en el mundo, aquel 2 de octubre de 1928.

Vosotros me ayudaréis a dar gracias al Señor y a pedirle que, por grandes que sean mis flaquezas y mis miserias, no se enfríe nunca la confianza y el amor que le tengo, el trato fácil con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo. Que se me note –sin singularidades, no sólo por fuera, sino también por dentro–, y que no pierda esa claridad, esa convicción de que soy un pobre hombre: «Pauper servus et humilis»!* Lo he sido siempre: desde el primer hasta el último instante de mi vida, necesitaré de la misericordia de Dios.

Pedid al Señor que me deje trabajar bien y que esas cosas que tienen un fundamento humano, natural, yo las sepa convertir –con sentido sobrenatural cada vez más hondo– en fuente de propio conocimiento, de humildad sin rarezas, con sencillez.

¿Cuándo se ha muerto el Fundador?, preguntan algunos, pensando que la Obra es vieja. No se dan cuenta de que es jovencísima; el Señor ha querido enriquecerla ya con esta madurez sobrenatural y humana, aunque en algunas Regiones estemos todavía comenzando, como la misma Iglesia Santa comienza también a la vuelta de veinte siglos.

Sólo yo sé cómo hemos empezado. Sin nada humano. No había más que gracia de Dios, veintiséis años y buen humor. Pero una vez más se ha cumplido la parábola de la pequeña simiente: y hemos de llenarnos de agradecimiento a Nuestro Señor. Ha pasado el tiempo y el Señor nos ha confirmado en la fe, concediéndonos tanto y más de lo que veíamos entonces. Ante esta realidad maravillosa en todo el mundo –realidad que es como un ejército en orden de batallapara la paz, para el bien, para la alegría, para la gloria de Dios–; ante esta labor divina de hombres y de mujeres en tan diferentes situaciones, de seglares y de sacerdotes, con una expansión encantadora que necesariamente encontrará puntos de aflicción, porque siempre estamos comenzando; tenemos que bajar la cabeza, amorosamente, dirigirnos a Dios y darle gracias. Y dirigirnos también a Nuestra Madre del Cielo, que ha estado presente, desde el primer momento, en todo el camino de la Obra.

Hemos de sonreír siempre. Hemos de sonreír en medio de la dureza de algunas circunstancias, repitiendo al Señor: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Aprovechad estos momentos de vuestra oración para recorrer el mundo, para ver cómo van las cosas. Es preciso que vivamos la caridad, que impulsemos las labores, que formemos a la gente. Recorred –os decía– todas las Regiones del mundo. Deteneos especialmente en aquella que debe estar más en vuestro corazón; deteneos con hacimiento de gracias, poniendo en actividad, con vuestra oración, a los Santos Ángeles Custodios.

Notas
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** «Pauper servus et humilis!»: cfr. himno Sacris Solemniis, compuesto por santo Tomás de Aquino para la fiesta del Corpus Chisti (N. del E.).

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