6. En un 2 de octubre (2 de octubre de 1962)

** San Josemaría dirigió estas palabras en el oratorio de Pentecostés de Villa Tevere, a los que vivían en el centro del Consejo General. Era la fiesta de los Ángeles Custodios y el aniversario de la fundación del Opus Dei.


Es razonable que os dirija unas palabras en el día de hoy, cuando comienzo un año nuevo de mi vocación al Opus Dei. Sé que vosotros lo esperáis, aunque debo deciros, hijos de mi alma, que siento una gran dificultad, como un gran encogimiento de mostrarme en este día. No es la natural modestia. Es el constante convencimiento, la claridad meridiana de mi propia indignidad. Jamás me había pasado por la cabeza, antes de aquel momento, que debería llevar adelante una misión entre los hombres. Y ahora…

Esto no es humildad, es algo que me cuesta porque va contra mi modo de ser, que huye de las exhibiciones. ¡Por eso me produce tanta vergüenza! Otras veces os he contado que, de pequeño, sentía mucha resistencia a aparecer en público, delante de alguna visita, o cuando me ponía un traje nuevo. Me metía debajo de la cama hasta que mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, con delicadeza. Sí, naturalmente soy enemigo de solemnidades y de singularidades. Por eso, cuando he tenido que disponer alguna cosa que afecta al Presidente General del Opus Dei, es porque ha sido necesaria.

Pero vamos al primer punto de nuestra meditación. Desde que Tú comenzaste, Señor, a manifestarte a mi alma, a los quince o dieciséis años; desde que a los dieciséis o diecisiete supe ya de algún modo que me buscabas, sintiendo los primeros impulsos de tu Amor, pasaron muchos años… Después de poner yo tantas dificultades, por comodidad y por cobardía –lo he dicho muchas veces, y he pedido perdón a mis hijos–, rompió la Obra en el mundo, aquel 2 de octubre de 1928.

Vosotros me ayudaréis a dar gracias al Señor y a pedirle que, por grandes que sean mis flaquezas y mis miserias, no se enfríe nunca la confianza y el amor que le tengo, el trato fácil con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo. Que se me note –sin singularidades, no sólo por fuera, sino también por dentro–, y que no pierda esa claridad, esa convicción de que soy un pobre hombre: «Pauper servus et humilis»!* Lo he sido siempre: desde el primer hasta el último instante de mi vida, necesitaré de la misericordia de Dios.

Pedid al Señor que me deje trabajar bien y que esas cosas que tienen un fundamento humano, natural, yo las sepa convertir –con sentido sobrenatural cada vez más hondo– en fuente de propio conocimiento, de humildad sin rarezas, con sencillez.

¿Cuándo se ha muerto el Fundador?, preguntan algunos, pensando que la Obra es vieja. No se dan cuenta de que es jovencísima; el Señor ha querido enriquecerla ya con esta madurez sobrenatural y humana, aunque en algunas Regiones estemos todavía comenzando, como la misma Iglesia Santa comienza también a la vuelta de veinte siglos.

Sólo yo sé cómo hemos empezado. Sin nada humano. No había más que gracia de Dios, veintiséis años y buen humor. Pero una vez más se ha cumplido la parábola de la pequeña simiente: y hemos de llenarnos de agradecimiento a Nuestro Señor. Ha pasado el tiempo y el Señor nos ha confirmado en la fe, concediéndonos tanto y más de lo que veíamos entonces. Ante esta realidad maravillosa en todo el mundo –realidad que es como un ejército en orden de batallapara la paz, para el bien, para la alegría, para la gloria de Dios–; ante esta labor divina de hombres y de mujeres en tan diferentes situaciones, de seglares y de sacerdotes, con una expansión encantadora que necesariamente encontrará puntos de aflicción, porque siempre estamos comenzando; tenemos que bajar la cabeza, amorosamente, dirigirnos a Dios y darle gracias. Y dirigirnos también a Nuestra Madre del Cielo, que ha estado presente, desde el primer momento, en todo el camino de la Obra.

Hemos de sonreír siempre. Hemos de sonreír en medio de la dureza de algunas circunstancias, repitiendo al Señor: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Aprovechad estos momentos de vuestra oración para recorrer el mundo, para ver cómo van las cosas. Es preciso que vivamos la caridad, que impulsemos las labores, que formemos a la gente. Recorred –os decía– todas las Regiones del mundo. Deteneos especialmente en aquella que debe estar más en vuestro corazón; deteneos con hacimiento de gracias, poniendo en actividad, con vuestra oración, a los Santos Ángeles Custodios.

Llevará la fecha de hoy un aviso disponiendo que, en el despacho de los Directores locales, haya una representación del Ángel Custodio con las palabras de la Escritura: «Deus meus misit angelum suum»1. Es una Costumbre que tiene por objeto meter, en el corazón de todos los que gobiernan, y en el de mis hijos todos, una devoción práctica, real y constante, al Ángel Custodio de la Obra, y al de cada Centro, y al de cada uno.

«Deus meus misit angelum suum». Siento necesidad de explicároslo. Por años he experimentado la ayuda constante, inmediata, del Ángel Custodio, hasta en detalles materiales pequeñísimos. El trato y la devoción a los Santos Ángeles Custodios está en la entraña de nuestra labor, es manifestación concreta de la misión sobrenatural de la Obra de Dios. Gratias tibi, Deus; gratias tibi, Sancta Maria Mater nostra! Y gracias a los Ángeles Custodios: defendite nos in prœlio, Sancti Angeli Custodes nostri!

Padre, ¿realmente comenzó la Obra el 2 de octubre de 1928? Sí, hijo mío, se comenzó el día 2 de octubre de 1928. Desde ese momento no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los fundamentos.

Me puse a trabajar, y no era fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguno afirma lo contrario, desconoce la verdad.

Tenía yo veintiséis años –repito–, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los ojos humanos, era un disparatón. Por eso, algunos decían que yo estaba loco y que era un hereje, y tantas cosas más.

El Señor dispuso los acontecimientos para que yo no contara ni con un céntimo, para que también así se viera que era Él. ¡Pensad cómo hice sufrir a los que vivían a mi alrededor! Es justo que aquí dedique un recuerdo a mis padres. ¡Con qué alegría, con qué amor llevaron tanta humillación! Era preciso triturarme, como se machaca el trigo para preparar la harina y poder elaborar el pan; por eso el Señor me daba en lo que más quería… ¡Gracias Señor! Porque esta hornada de pan maravillosa está difundiendo ya «el buen olor de Cristo»2 en el mundo entero: gracias, por estos miles de almas que están glorificando a Dios en toda la tierra. Porque todos son tuyos.

Llegamos al tercer punto de nuestra meditación y, en este tercer punto, no soy yo el que os propone determinadas consideraciones: sois vosotros quienes habéis de enfrentaros con vosotros mismos, ya que el Señor nos ha escogido para la misma finalidad y, en vosotros y en mí, ha nacido toda esta maravilla universal. Este es el momento en que cada uno debe mirarse a sí mismo, para ver si es o no es el instrumento que Dios quiere: una labor personalísima, una labor íntima y singular de vosotros con Dios.

Convenceos, hijos míos, de que el único camino es el de la santidad: en medio de nuestras miserias –yo tengo muchas–, con toda nuestra alma, pedimos perdón. Y a pesar de esas miserias, sois almas contemplativas. Yo lo entiendo así, no considero sólo vuestros defectos: puesto que contra ese lastre reaccionamos constantemente, buscando al Señor Dios nuestro y a su Bendita Madre, procurando vivir las Normas que os he señalado. Como una necesidad, vamos a Dios y a Santa María –a nuestra Madre–, tenemos trato constante con ellos; ¿no es esto lo propio de las almas contemplativas?

Cuando me desperté esta mañana, pensé que querríais que os dijera unas palabras y debí ponerme colorado, porque me sentí abochornado. Entonces, yendo mi corazón a Dios, viendo que queda tanto por hacer, y pensando también en vosotros, estaba persuadido de que yo no daba todo lo que debo a la Obra. Él, sí; Dios, sí. Por eso hemos venido esta mañana a renovar nuestra acción de gracias. Estoy seguro de que el primer pensamiento vuestro, en el día de hoy, ha sido también una acción de gracias.

El Señor sí que es fiel. Pero, ¿y nosotros? Debéis responder personalmente, hijos míos. ¿Cómo se ve, cada uno, en su vida? No pregunto si os veis mejor o peor, porque a veces creemos una cosa y no somos objetivos. A veces el Señor permite que nos parezca que andamos hacia atrás: nos cogemos entonces más fuerte de su mano, y nos llenamos de paz y de alegría. Por eso, insisto, no os pregunto si vais mejor o peor, sino si hacéis la Voluntad de Dios, si tenéis deseos de luchar, de invocar la ayuda divina, de no poner nunca un medio humano sin poner a la vez los medios sobrenaturales.

Pensad si procuráis agrandar el corazón, si sois capaces de pedirle al Señor –porque muchas veces no somos capaces o, si pedimos, lo pedimos para que no nos lo conceda–, si sois capaces de pedirle, para que os lo conceda, ser vosotros los últimos y vuestros hermanos los primeros; ser vosotros la luz que se consume, la sal que se gasta. Esto hay que pedir: saber fastidiarnos nosotros, para que los demás sean felices. Este es el gran secreto de nuestra vida, y la eficacia de nuestro apostolado.

Ayer por la tarde estaba en la sala de Mapas. Sin darme cuenta, eché una mirada sobre la puerta y tropecé con uno de esos despertadores que hay desparramados por estas casas: «Elegit nos ante mundi constitutionem ut essemus sancti in conspectu eius»3. Me conmoví. No hay más remedio que luchar por ser santos. Esta es la finalidad nuestra, no tenemos otra: santidad, santidad, santidad. Las obras apostólicas –que son muchas– no son fines, son medios, como la azada es el instrumento para que el hortelano saque de la tierra el fruto que le alimenta. Hijos míos, por eso hemos de procurar con todas nuestras fuerzas la santidad: elegit nos… ut essemus sancti! Pido perdón al Señor por mis faltas de correspondencia, y la gracia para corresponder a esa elección. Si es necesario, pido más gracia que la de la providencia ordinaria: en esto, no me importa excederme.

Hijos míos, no me quiero alargar. Ayudadme a llenarme de gratitud y de reconocimiento a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Y a la Madre de Dios y Madre nuestra, que nos ha concedido sonrisas maternales siempre que las hemos necesitado. Cuando yo tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: «Ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur?»4; he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: «Ecce ego quia vocasti me!»5, aquí estoy, porque me has llamado. ¿Se lo volvemos a decir ahora, todos, a nuestro Dios?

Somos sólo una pobre cosa, Señor, pero te amamos mucho, y deseamos amarte mucho más, porque somos hijos tuyos. Contamos con todo tu poder y con toda nuestra miseria. Reconociendo nuestra miseria, iremos como los hijos pequeños a los brazos de nuestra Madre, al regazo de la Madre de Dios, que es Madre nuestra, y al Corazón de Cristo Jesús. Recibiremos toda la fortaleza, todo el poder, toda la audacia, toda la generosidad, todo el amor que Dios Señor nuestro guarda para sus criaturas fieles. Y estaremos seguros, seremos eficaces y alegres, y habremos cumplido –con esa fortaleza divina– la Santa Voluntad de Dios, con la ayuda de Santa María.

Notas
*

** «Pauper servus et humilis!»: cfr. himno Sacris Solemniis, compuesto por santo Tomás de Aquino para la fiesta del Corpus Chisti (N. del E.).

Notas
1

Dn 6,22.

2

2 Co 2,15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Cfr. Ef 1,4.

4

Lc 12,49.

5

1 S 3,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
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