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Hay 9 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Jesucristo → Santísima Humanidad .

¿Y cómo hacemos nuestra esa vida? Siguiendo el camino que nos enseña la Virgen Santísima, nuestra Madre: una senda muy amplia, pero que, necesariamente, pasa a través de Jesús.

A todas las madres de la tierra les ilusiona sentirse queridas por sus hijos, pero todas nos han enseñado a decir antes papá que mamá. Tengo una experiencia reciente: en Pamplona, en una de aquellas reuniones con tantos centenares de personas, cogí en brazos a uno de los niños que me entregaban para que los bendijera, y lo levanté por encima de mi cabeza. Llevaba un chupete en la boca y, al sentirse elevado, lo soltó complacido y se le escapó un grito: ¡papá! Por lo visto, su padre hacía lo mismo que hice yo con él.

Así nosotros, hijos míos, para llegar a Dios hemos de tomar el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo. Por eso he regalado desde el principio tantos libros de la Pasión del Señor: porque es cauce perfecto para nuestra vida contemplativa. Y por eso está también dentro de nuestro espíritu –y la procuramos alcanzar cada día– la contemplación del Santo Rosario, en todos los misterios: para que se meta en nuestra cabeza y en nuestra imaginación, con el gozo, el dolor y la gloria de Santa María, la vida ¡pasmosa! del Señor, en sus treinta años de oscuridad…, en sus tres años de vida pública…, en su Pasión afrentosa y en su gloriosa Resurrección.

También cuando nosotros nos damos a Dios de veras, cuando nos dedicamos al Señor, a veces Él permite que vengan el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y hace quizá que nos llamen locos y nos tengan por necios.

Entonces, al admirar la Humanidad Santísima de Jesús, vamos descubriendo una a una sus Llagas; y en esos momentos de purgación pasiva, dolorosos, fuertes, de lágrimas ¡dulces y amargas! que procuramos esconder, nos sentimos inclinados a meternos dentro de cada una de aquellas Llagas, para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos. Vamos allí como las palomas que, al decir de la Escritura8, se esconden en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad.

Cuando la carne quiere recobrar sus fueros perdidos o la soberbia, que es peor, se encabrita, ¡a las Llagas de Cristo! Ve como más te conmueva, hijo, como más te conmueva; mete en las Llagas del Señor todo ese amor humano… y ese amor divino. Que esto es buscar la unión, sentirse hermano de Cristo, consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús.

¡Cuántas veces me he removido leyendo esa oración que la Iglesia propone a los sacerdotes para recitar antes de la misa!: «O felicem virum, beatum Ioseph, cui datum est, Deum, quem multi reges voluerunt videre et non viderunt, audire et non audierunt…». ¿No habéis tenido como envidia de los Apóstoles y de los discípulos, que trataron a Jesucristo tan de cerca? Y después, ¿no habéis tenido como vergüenza, porque quizá –y sin quizá: yo estoy seguro, dada mi debilidad– hubierais sido de los que se escapaban, de los que huían bellacamente y no se quedaban junto a Jesús en la Cruz?

«…quem multi reges voluerunt videre et non viderunt, audire et non audierunt; non solum videre et audire, sed portare, deosculari, vestire et custodire!». No os lo puedo ocultar. Algunas veces, cuando estoy solo y siento mis miserias, cojo en mis brazos una imagen de Jesús Niño, y lo beso y le bailo… No me da vergüenza decíroslo. Si tuviésemos a Jesús en nuestros brazos, ¿qué haríamos? ¿Habéis tenido hermanos pequeños, bastante más pequeños que vosotros? Yo, sí. Y lo he cogido en mis brazos, y lo he mecido. ¿Qué hubiera hecho con Jesús?

«Ora pro nobis, beate Ioseph»*. ¡Claro que hemos de decir así!: «Ut digni efficiamur promissionibus Christi». San José, ¡enséñanos a amar a tu Hijo, nuestro Redentor, el Dios Hombre! ¡Ruega por nosotros, San José!

Y seguimos considerando, hijos míos, esta oración que la Iglesia propone a los sacerdotes antes de celebrar el Santo Sacrificio.

«Deus, qui dedisti nobis regale sacerdotium…»**. Para todos los cristianos el sacerdocio es real, especialmente para los que Dios ha llamado a su Obra: todos tenemos alma sacerdotal. «Præsta, quæsumus; ut, sicut beatus Ioseph unigenitum Filium tuum, natum ex Maria Virgine…». ¿Habéis visto qué hombre de fe? ¿Habéis visto cómo admiraba a su Esposa, cómo la cree incapaz de mancilla, y cómo recibe las inspiraciones de Dios, la claridad divina, en aquella oscuridad tremenda para un hombre integérrimo? ¡Cómo obedece! «Toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto»7, le ordena el mensajero divino. Y lo hace. ¡Cree en la obra del Espíritu Santo! Cree en aquel Jesús, que es el Redentor prometido por los Profetas, al que han esperado por generaciones y generaciones todos los que pertenecían al Pueblo de Dios: los Patriarcas, los Reyes…

«…ut, sicut beatus Ioseph unigenitum Filium tuum, natum ex Maria Virgine, suis manibus reverenter tractare meruit et portare…». Nosotros, hijos míos –todos, seglares y sacerdotes–, llevamos a Dios –a Jesús– dentro del alma, en el centro de nuestra vida entera, con el Padre y con el Espíritu Santo, dando valor sobrenatural a todas nuestras acciones. Le tocamos con las manos, ¡tantas veces!

«…suis manibus reverenter tractare meruit et portare…». Nosotros no lo merecemos. Sólo por su misericordia, sólo por su bondad, sólo por su amor infinito le llevamos con nosotros y somos portadores de Cristo.

«…ita nos facias cum cordis munditia…»***. Así, así quiere Él que seamos: limpios de corazón. «Et operis innocentia –la inocencia de las obras es la rectitud de intención– tuis sanctis altaribus deservire». Servirle no sólo en el altar, sino en el mundo entero, que es altar para nosotros. Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida.

«…Ut sacrosantum Filii tui corpus et sanguinem hodie digne sumamus, et in futuro sæculo præmium habere mereamur æternum»****. Hijos míos: enseñanzas de padre, las de José; enseñanzas de maravilla. Acaso exclamaréis, como digo yo con mi triste experiencia: no puedo nada, no tengo nada, no soy nada. Pero soy hijo de Dios y el Señor nos anuncia, por el salmista, que nos llena de bendiciones amorosas: «Prævenisti eum in benedictionibus dulcedinis»8, que de antemano nos prepara el camino nuestro –el camino general de la Obra y, dentro de él, el sendero propio de cada uno–, afianzándonos en la vía de Jesús, y de María, y de José.

Si sois fieles, hijos, podrán decir de vosotros lo que de San José, el Patriarca Santo, afirma la liturgia: «Posuisti in capite eius coronam de lapide pretioso»9. ¡Qué tristeza me produce ver las imágenes de los Santos sin aureola! Me regalaron –y me conmoví– dos pequeñas imágenes de mi amiga Santa Catalina, la de la lengua suelta, la de la ciencia de Dios, la de la sinceridad. Y enseguida he dicho que les pongan aureola; una corona que no será de lapide pretioso, pero que tendrá buena apariencia de oro. Apariencia sólo, como los hombres.

Yo me tendré que marchar pronto; por eso quisiera deciros antes unas palabricas. Mirad qué gracioso es el Niño: está indefenso.

Estos han cantado que vino a la tierra para padecer, y yo os digo: para padecer y para evitar los padecimientos de los demás. Él sabía que venía a la Cruz y, sin embargo, hay ahora unas teorías, una falsa ascética que habla del Señor como si estuviera en la Cruz, rabioso, diciendo a los hombres: yo estoy aquí en la Cruz, y por eso os clavo también a vosotros en ella. ¡No!, hijos míos. El Señor extendió los brazos con gesto de Sacerdote eterno, y se dejó coser al madero de la Cruz para que nosotros no padeciésemos, para que nuestros padecimientos fueran más suaves, incluso dulces, amables.

En esta tierra, el dolor y el amor son inseparables; en esta vida hay que contar con la Cruz. El que no cuenta con la Cruz no es cristiano; el que no cuenta con la Cruz, se la encuentra de todos modos, y además encuentra en la cruz la desesperación. Contando con la Cruz, con Cristo Jesús en la Cruz, podéis estar seguros de que en los momentos más duros, si vienen, estaréis acompañadísimos, felices, seguros, fuertes; pero para esto hay que ser almas contemplativas.

Hijos míos, estamos cerca de Cristo. Somos portadores de Cristo, somos sus borricos –como aquél de Jerusalén– y, mientras no le echemos, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Trinidad Beatísima está con nosotros. Somos portadores de Cristo y hemos de ser luz y calor, hemos de ser sal, hemos de ser fuego espiritual, hemos de ser apostolado constante, hemos de ser vibración, hemos de ser el viento impetuoso de la Pentecostés.

Llega el momento del coloquio, muy personal. Y hoy, una vez que Jesús Niño ha recibido el homenaje de los Magos, cógelo tú, hijo mío, en tus brazos y apriétalo contra tu pecho, de donde han nacido en tantos momentos nuestras ofensas. Yo se lo digo en voz alta, de veras: no me abandones nunca, no toleres que te eche de mi corazón. Porque esto es lo que hacemos con el pecado: arrojarle de nuestra alma.

Hijos míos, ved si hay en la tierra un amor más fiel que el amor de Dios por nosotros. Nos mira por las rendijas de las ventanas –son palabras de la Escritura8–, nos mira con el amor de una madre que está esperando al hijo que debe llegar: ya viene, ya viene… Nos mira con el amor de la esposa casta y fiel, que espera a su marido. Es Él quien nos espera, y nosotros hemos sido, tantas veces, quienes le hemos hecho aguardar.

Hemos comenzado la oración pidiendo perdón. ¿No será este el momento más oportuno, hijos míos, para que cada uno digamos concretamente: Señor, ¡basta!?

Señor, Tú eres el Amor de mis amores. Señor, Tú eres mi Dios y todas mis cosas. Señor, sé que contigo no hay derrotas. Señor, yo me quiero dejar endiosar, aunque sea humanamente ilógico y no me entiendan. Toma posesión de mi alma una vez más, y fórjame con tu gracia.

Madre, Señora mía; San José, mi Padre y Señor: ayudadme a no dejar nunca el amor de vuestro Hijo.

Os podéis entretener durante el día, tantas veces, en conversación con la trinidad de la tierra, que es camino para tratar a la Trinidad del Cielo. Considerad que la Madre nos lleva al Hijo, y el Hijo, por el Espíritu Santo, nos conduce al Padre, según aquellas palabras suyas: «Quien me ve a Mí, ve también al Padre»9. Dirigíos a cada Persona de la Santísima Trinidad, y repetid sin miedo: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo. Espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo. Amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo. Creo, espero y amo a la Santísima Trinidad. Creo, espero y amo a mi Madre, Santa María, que es la Madre de Dios.

Por otra parte, San José es, después de Santa María, la criatura que ha tratado a Jesús en la tierra con más intimidad. Gozo con esas oraciones que la Iglesia recomienda a la piedad de los sacerdotes, para antes y después de la Misa. Allí se recuerda que San José cuidaba del Hijo de Dios lo mismo que nuestros padres de nosotros: venían ya cuando nos estaban vistiendo, nos acariciaban, nos apretaban contra su pecho, y nos daban unos besos tan fuertes que a veces nos hacían daño.

¿Os imagináis a San José, que amaba tanto a la Santísima Virgen y sabía de su integridad sin mancha? ¡Cuánto sufriría viendo que esperaba un hijo! Sólo la revelación de Dios Nuestro Señor, por medio de un Ángel, le tranquilizó. Había buscado una solución prudente: no deshonrarla, marcharse sin decir nada. Pero ¡qué dolor!, porque la amaba con toda el alma. ¿Os imagináis su alegría, cuando supo que el fruto de aquel vientre era obra del Espíritu Santo?

¡Amad a Jesús y a su Madre Santísima! Hace un año me enviaron una imagen antigua de marfil, preciosa, que representa a la Santísima Virgen embarazada. A mí me emociona. Me conmueve la humildad de Dios, que quiere estar encerrado en las entrañas de María, como nosotros en el seno de nuestra madre, durante el tiempo debido, igual que una criatura cualquiera, porque es perfectus Homo, perfecto hombre, siendo también perfectus Deus, perfecto Dios: la segunda Persona de la Santísima Trinidad.

¿No os conmueve esta humildad de Dios? ¿No os llena de amor saber que se ha hecho hombre y no ha querido ningún privilegio? Como Él, tampoco nosotros deseamos privilegios. Queremos ser personas corrientes y molientes; queremos ser ciudadanos como los demás. ¡Esto es una maravilla! Nos encontramos muy a gusto en el hogar de Jesús, María y José, que pasan inadvertidos.

Cuando voy a un oratorio nuestro donde está el Tabernáculo, digo a Jesús que le amo, e invoco a la Trinidad. Después doy gracias a los Ángeles que custodian el Sagrario, adorando a Cristo en la Eucaristía. ¿No imagináis que en aquella casa de Nazaret, y antes en Belén, en la huida a Egipto y en la vuelta, con el miedo de perder a Jesús porque reinaba el hijo de un monarca cruel, los Ángeles contemplarían pasmados el anonadamiento del Señor, ese querer aparecer sólo como hombre? No amaremos bastante a Jesús si no le damos gracias con todo el corazón porque ha querido ser perfectus Homo.

Sin embargo, hijas e hijos míos, nos duele mucho ver cómo dentro de la Iglesia se promueven campañas tremendas contra la justicia, que llevan necesariamente a exasperar la falta de paz en la sociedad, porque no hay paz en las conciencias. Se engaña a las almas. Se les habla de una liberación que no es la de Cristo. Las enseñanzas de Jesús, su Sermón de la Montaña, esas bienaventuranzas que son un poema del amor divino, se ignoran. Sólo se busca una felicidad terrena, que no es posible alcanzar en este mundo.

El alma, hijos, ha sido creada para la eternidad. Aquí estamos sólo de paso. No os hagáis ilusiones: el dolor será un compañero inseparable de viaje. Quien se empeñe únicamente en no sufrir, fracasará; y quizá no obtenga otro resultado que agudizar la amargura propia y la ajena. A nadie le gusta que la gente sufra, y es un deber de caridad esforzarse lo posible por aliviar los males del prójimo. Pero el cristiano ha de tener también el atrevimiento de afirmar que el dolor es una fuente de bendiciones, de bien, de fortaleza; que es prueba del amor de Dios; que es fuego, que nos purifica y prepara para la felicidad eterna. ¿No es ésa la señal que, para encontrar a Jesús, nos ha indicado el Ángel?: «Sírvaos de seña, que hallaréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre»3.

Cuando se acepta el sufrimiento como el Señor en Belén y en la Cruz, y se comprende que es una manifestación de la bondad de Dios, de su Voluntad salvadora y soberana, entonces ni siquiera es una cruz, o en todo caso es la Cruz de Cristo, que no es pesada porque la lleva Él mismo. «Quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí»4. Pero hoy se olvidan estas palabras, y son «muchos los que andan por la tierra, como os decía muchas veces (y aun ahora lo repito con lágrimas), que se portan como enemigos de la Cruz de Cristo»5, organizando campañas horrendas contra su Persona, su doctrina y sus Sacramentos. Son muchos los que desean cambiar la razón de ser de la Iglesia, reduciéndola a una institución de fines temporales, antropocéntrica, con el hombre como soberbio pináculo de todas las cosas. 

La Navidad nos recuerda que el Señor es el principio y el fin y el centro de la creación: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios»6. Es Cristo, hijas e hijos míos, el que atrae a todas las criaturas: «Por Él fueron creadas todas las cosas, y sin Él no se ha hecho cosa alguna, de cuantas han sido hechas»7. Y al encarnarse, viniendo a vivir entre nosotros8, nos ha demostrado que no estamos en la vida para buscar una felicidad temporal, pasajera. Estamos para alcanzar la bienaventuranza eterna, siguiendo sus pisadas. Y esto sólo lo lograremos aprendiendo de Él.

La Iglesia ha sido siempre teocéntrica. Su misión es conseguir que todas las cosas creadas tiendan a Dios como fin, por medio de Jesucristo, «cabeza del cuerpo de la Iglesia…, para que en todo tenga Él la primacía; pues plugo al Padre poner en Él la plenitud de todo ser, y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre cielo y tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz»9. Vamos a entronizarle, no sólo dentro de nuestro corazón y de nuestras acciones, sino –con el deseo y con la labor apostólica– en lo más alto de todas las actividades de los hombres.

¿No os conmueve contemplar a Jesucristo recién nacido, inerme, necesitado de nuestra protección y ayuda? ¿No os dais cuenta de que está implorando que le queramos? Estos pensamientos no son ilusiones bobas, sino prueba de que amamos a Jesucristo con todo el corazón, y de que le agradecemos que haya decidido tomar nuestra carne, asumirla. Dios no se ha vestido de hombre: se ha encarnado. «Perfectus Deus, perfectus Homo!»10.

A la cabecera de mi cama, hace muchos años, quise poner unas baldosas con esta leyenda: Iesus Christus, Deus Homo: Jesucristo, Dios y Hombre. Porque me remueve saber que tiene un cuerpo, ahora glorioso, pero de carne como la nuestra. Que el Señor ha padecido todas las miserias y dolores humanos, menos el pecado11. Que pasó hambre y sintió sed; que conoció el calor, como en un mediodía junto al pozo de Sicar, y sufrió el frío, en esta noche de Belén. Todo eso, a vosotros y a mí, nos ha enamorado, moviéndonos a dejar todas las cosas, «relictis omnibus»12 como los Apóstoles, y «festinantes»13 –presurosos– como los pastores. Hay que emprender el camino, hijas e hijos míos, e imitar a este Jesús Nuestro que se ha entregado, y está todavía entregándose cotidianamente en el altar, perpetuando el Sacrificio divino del Calvario.

Jesucristo, «como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio»14. Su mediación sacerdotal se actualiza a través de los sacerdotes, que somos en el altar ipse Christus. Al celebrar la Santa Misa yo no presido ninguna asamblea, sino que, in persona Christi, renuevo el Sacrificio de la Cruz.

¿Qué hemos de aprender de Jesucristo en el portal de Belén, donde nació desamparado? ¿Qué debemos considerar de ese otro portal, que es el Tabernáculo, donde Él nos espera más indefenso todavía? ¿No os duele que lo arrinconen, que le vuelvan –físicamente también– la espalda, que le desprecien, que lo maltraten? Pues, mirad, hijas e hijos, os repetiré lo que ya os he recordado en otras ocasiones, lo que durante siglos han vivido los cristianos: Jesucristo, Señor Nuestro, ha querido contar con vosotros y conmigo para corredimir; se quiere valer de vuestra inteligencia y de vuestro corazón, de vuestra palabra y de vuestros brazos. Cristo, inerme, nos trae a la memoria que la Redención también depende de nosotros.

«Dies sanctificatus illuxit nobis; nos ha amanecido un día santo: venid, gentes, y adorad al Señor; porque hoy ha descendido una Luz grande sobre la tierra»2. Querríamos que le trataran muy bien en todos los rincones, que le recibieran con cariño en el mundo entero. Y habremos procurado cubrir el silencio indiferente de los que no le conocen o no le aman, entonando villancicos, esas

canciones populares que cantan pequeños y grandes en todos los países de vieja tradición cristiana. ¿Os habéis fijado que siempre hablan de ir a ver, a contemplar, al Niño Dios? Como los pastores, aquella noche venturosa: «Vinieron a toda prisa, y hallaron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre»3.

Es razonable. Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. «Vultum tuum, Domine, requiram»4, buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no «como en un espejo, y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara»5. Sí, hijos, «mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?»6.

Hijas e hijos de mi alma: verle, contemplarlo, conversar con Él. Lo podemos realizar ya ahora, lo estamos tratando de vivir, es parte de nuestra existencia. Cuando definimos como contemplativa la vocación a la Obra es porque procuramos ver a Dios en todas las cosas de la tierra: en las personas, en los sucesos, en lo que es grande y en lo que parece pequeño, en lo que nos agrada y en lo que se considera doloroso. Hijos, renovad el propósito de vivir siempre en presencia de Dios; pero cada uno a su modo. Yo no debo dictaros vuestra oración; puedo, con un tanto de desvergüenza, enseñaros algo de cómo trato a Jesucristo.

Hablo ahora, hijos queridísimos, con un poco de orgullo: ¡soy el más viejo del Opus Dei! Por eso necesito que pidáis por mí, que me ayudéis especialmente en estos días en que el Niño Dios escucha a todas mis hijas y mis hijos, que son niños, almas recias, fuertes, con pasiones –como yo– que saben dominar con la gracia del Señor. Pedid por mí: para que sea fiel, para que sea bueno, para que sepa amarle y hacerle amar.

Padre, me diréis, pero usted recibe sacramentalmente al Señor todos los días; cada mañana lo trae sobre el altar entre sus manos. Sí, hijos míos: estas manos mías manchadas son cotidianamente un trono para Dios. ¿Qué le digo entonces? Al calor del trato con la trinidad de la tierra, Jesús, María y José, no tengo inconveniente en abriros el corazón. En esos momentos, invoco a mi Arcángel ministerial y a mi Ángel custodio, y les digo: sed testigos de cómo quiero alabar a mi Dios. Y, con el deseo, pongo la frente en tierra y adoro a Jesucristo. Le repito que le amo, y después me lleno de vergüenza, porque ¿cómo puedo asegurar que le quiero, si tantas veces le he ofendido? La reacción entonces no es pensar que miento, porque no es verdad. Continúo mi oración: Señor, te quiero desagraviar por lo que te he ofendido y por lo que te han ofendido todas las almas. Repararé con lo único que puedo ofrecerte: los méritos infinitos de tu Nacimiento, de tu Vida, de tu Pasión, de tu Muerte y de tu Resurrección gloriosa; los de tu Madre, los de San José, las virtudes de los Santos, y las debilidades de mis hijos y las mías, que reverberan de luz celestial –como joyas– cuando aborrecemos con todas las veras del alma el pecado mortal y el venial deliberado.

Con el Señor Jesús ya en mi corazón, siento la necesidad de hacer un acto de fe explícita: creo, Señor, que eres Tú; creo que real y verdaderamente estás presente, oculto bajo las especies sacramentales, con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y con tu Divinidad. Y vienen enseguida las acciones de gracias. Hijas e hijos de mi alma: al tratar a Jesús no tengáis vergüenza, no sujetéis el afecto. El corazón es loco, y estas locuras de amor a lo divino hacen mucho bien, porque acaban en propósitos concretos de mejora, de reforma, de purificación, en la vida personal. Si no fuese así, no servirían para nada.

Tenéis que enamoraros de la Humanidad Santísima de Jesucristo. Pero para llegar a la oración afectiva, conviene pasar primero por la meditación, leyendo el Evangelio u otro texto que os ayude a cerrar los ojos y, con la imaginación y el entendimiento, a meteros con los Apóstoles en la vida de Nuestro Señor. Sacaréis así mucho provecho. Puede ser que alguna vez os tome Él, y casi no os dé tiempo a terminar la oración preparatoria; luego, el diálogo o la contemplación viene sola. «Mientras está cubierta de sombras la tierra, y los pueblos yacen en las tinieblas, sobre ti amanece el Señor, y en ti resplandece su gloria»10.

Cuando os encontréis delante de nuestro Redentor, decidle: te adoro, Señor; te pido perdón; límpiame, purifícame, enciéndeme, enséñame a amar. Si no viviéramos así, ¿qué sería de nosotros? Hijos, estoy tratando de encaminaros por la senda que vosotros podéis seguir. No tiene por qué identificarse con la mía. Yo os doy un poquito de lumbre, para que cada uno prepare personalmente su lámpara11 y la haga lucir en el servicio de Dios. Lo que os aconsejo –repito– es mucha lectura del Santo Evangelio, para conocer a Jesucristo –perfectus Deus, perfectus Homo12–, para tratarle y para enamorarse de su Humanidad Santísima, viviendo con Él como vivieron María y José, como los Apóstoles y las Santas Mujeres.

«Una sola cosa pido al Señor, y ésta procuro: vivir en la casa de mi Dios todos los días de mi vida»13. ¿Qué pediremos entonces a Jesús? Que nos lleve al Padre. Él ha dicho: «Nadie viene al Padre sino por mí»14. Con el Padre y el Hijo, invocaremos al Espíritu Santo, y trataremos a la Trinidad Beatísima; y así, a través de Jesús, María y José, la trinidad de la tierra, cada uno encontrará su modo propio de acudir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad del Cielo. Nos asentamos –con la gracia de Dios, y si queremos– en lo más alto del cielo y en la bajeza humilde del Pesebre, en la miseria y en la indigencia más grande. No esperéis, hijos, otra cosa en el Opus Dei: éste es el camino nuestro. Si el Señor os exalta, también os humillará; y las humillaciones, llevadas por amor, son sabrosas y dulces, son una bendición de Dios.

Notas
8

Cfr. Ct 2,14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

**«Ora pro nobis ... promissionibus Christi»: «Ruega por nosotros, bienaventurado José, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo», Missale Romanum, Præparatio ad Missam, Preces ad S. Ioseph. En los siguientes párrafos, el Autor comenta esta antigua oración para los sacerdotes. (N. del E.).

**

****«Deus, qui dedisti ... et portare...»: «Oh Dios, que nos concediste el sacerdocio real; te pedimos que, así como san José mereció tratar y llevar en sus brazos con cariño a tu Hijo unigénito, nacido de la Virgen María...», ibid. (N. del E.).

7

Mt 2,13.

***

* *«ita nos facias ... deservire»: «hagas que nosotros te sirvamos [en tus santos altares] con corazón limpio y buenas obras», Missale Romanum, Præparatio ad Missam, Preces ad S. Ioseph. (N. del E.).

****

** ** «Ut sacrosantum ... æternum»: «de modo que hoy recibamos dignamente el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo, y en la vida futura merezcamos alcanzar el premio eterno», Missale Romanum, Præparatio ad Missam, Preces ad S. Ioseph. «Prævenisti eum ... lapide pretioso»: «le previniste Señor, con bendiciones de dulzura, pusiste sobre su cabeza corona de piedras preciosas», ibid. (N. del E.).

8

Grad. (Sal 21[20],4).

9

Ibid. «Prevenisti eum ... lapide pretioso»: «le previniste Señor, con bendiciones de dulzura, pusiste sobre su cabeza corona de piedras preciosas» (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Cfr. Ct 2,9.

9

Jn 14,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Lc 2,12.

4

Mt 10,38.

5

Flp 3,18.

6

Jn 1,1.

7

Jn 1,3.

8

Cfr. Jn 1,14.

9

Col 1,18-20.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

Symb. Athan.

11

Cfr. Hb 4,15.

12

Lc 5,11.

13

Lc 2,16.

14

Hb 7,24.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

In III Missa Nativ. (Allel.).

3

Lc 2,16.

4

Cfr. Sal 27(26),8.

5

1 Co 13,12.

6

Cfr. Sal 42(41),3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

Is 60,2.

11

Cfr. Mt 25,7.

12

Symb. Athan.

13

Sal 27(26),4.

14

Jn 24,6.

Referencias a la Sagrada Escritura