Lista de puntos

Hay 6 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Jesucristo → Natividad.

A los de Galacia, San Pablo les dice una cosa muy hermosa a propósito de la filiación divina: «Misit Deus Filium suum…, ut adoptionem filiorum reciperemus»2. Envió Dios a su Hijo Jesús, y le hizo tomar la forma de nuestra carne, para que recibiésemos la filiación suya. Mirad, hijos míos, mirad qué agradecimiento debemos rendir a ese Hermano nuestro, que nos hizo hijos del Padre. ¿Habéis visto a esos hermanitos vuestros, a esas pequeñas criaturas, hijas de vuestros parientes, que necesitan de todo y de todos? Así es el Niño Jesús. Es bueno considerarle así, inerme. Siendo el todopoderoso, siendo Dios, se ha hecho Niño desvalido, desamparado, necesitado de nuestro amor.

Pero en aquella fría soledad, con su Madre y San José, lo que Jesús quiere, lo que le dará calor, es nuestro corazón. Por lo tanto ¡arranca del corazón todo lo que estorbe! Tú y yo, hijo mío, vamos a ver todo aquello que estorba en nuestro corazón… ¡Fuera! Pero de verdad. Lo repite San Juan en el capítulo primero: «Quotquot autem receperunt eum dedit eis potestatem filios Dei fieri»3. Nos ha dado la potestad de ser hijos de Dios. Ha querido Dios que seamos hijos suyos. No me invento nada, cuando os digo que es parte esencial de nuestro espíritu la filiación divina: todo está en las Santas Escrituras. Es verdad que, en una fecha de la historia interna de la Obra, hay un momento preciso en el que Dios quiso que nos sintiéramos sus hijos, que al espíritu del Opus Dei incorporásemos ese espíritu de filiación divina. Lo sabréis a su hora. Dios ha querido que, por primera vez en la historia de la Iglesia, fuera el Opus Dei el que corporativamente viviese esta filiación.

Hagamos, por tanto, una oración de hijos y una oración continua. «Oro coram te, hodie, nocte et die»4; oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces: que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: «Oportet semper orare, et non deficere»5. Hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior. Especialmente en estos casos, volvamos con humildad, a decir al Señor: ¡a pesar de todo, soy hijo tuyo! Hagamos el papel del hijo pródigo.

Como dice en otra parte la Escritura: orando siempre, no con largas oraciones vocales6, sino con oración mental sin ruido de palabras, sin gesto externo. ¿Dónde oramos? «In angulis platearum…»7. Cuando andamos por medio de las calles y de las plazas, debemos estar orando constantemente. Este es el espíritu de la Obra.

«Hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo, el Señor»1. Hijas e hijos míos, en esta fiesta de la Navidad de nuevo nos hemos puesto delante de Jesús Niño, animados por María, Madre suya y Madre nuestra, y en compañía del glorioso San José, a quien tanto quiero. Si consideramos los siglos que han pasado desde que Él quiso tomar nuestra carne, hemos de llenarnos de vergüenza porque son muchos los que no conocen todavía a Cristo y aun desprecian sus mandatos. Y esto no sólo en tierras lejanas, sino en las pocas naciones que se llaman cristianas, y en la misma Iglesia de Cristo, católica, romana.

Pero no es la Navidad un día de tristeza. «No tenéis que temer», dijo el Ángel a los pastores, «pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo»2. Estas maravillosas fiestas del Señor y de nuestra Madre Santa María, siempre Virgen, constituyen para nosotros una alegría muy grande. Deberían serlo también para todos los cristianos, pero ahora, por desgracia, en muchos lugares parecen unas fiestas paganas. Es el resultado de una propaganda masiva para descristianizar la sociedad. Hemos de fomentar, hijos, la paciencia, para no perder la paz; y, a la vez, la impaciencia de pedir al Señor que ponga remedio a todos estos males. Por eso comenzaremos y acabaremos nuestra oración como siempre: con más serenidad, con más optimismo, con una sonrisa nueva en los labios, con una alegría renovada en el corazón y con un propósito firme de ser cada día más santos.

Sin embargo, hijas e hijos míos, nos duele mucho ver cómo dentro de la Iglesia se promueven campañas tremendas contra la justicia, que llevan necesariamente a exasperar la falta de paz en la sociedad, porque no hay paz en las conciencias. Se engaña a las almas. Se les habla de una liberación que no es la de Cristo. Las enseñanzas de Jesús, su Sermón de la Montaña, esas bienaventuranzas que son un poema del amor divino, se ignoran. Sólo se busca una felicidad terrena, que no es posible alcanzar en este mundo.

El alma, hijos, ha sido creada para la eternidad. Aquí estamos sólo de paso. No os hagáis ilusiones: el dolor será un compañero inseparable de viaje. Quien se empeñe únicamente en no sufrir, fracasará; y quizá no obtenga otro resultado que agudizar la amargura propia y la ajena. A nadie le gusta que la gente sufra, y es un deber de caridad esforzarse lo posible por aliviar los males del prójimo. Pero el cristiano ha de tener también el atrevimiento de afirmar que el dolor es una fuente de bendiciones, de bien, de fortaleza; que es prueba del amor de Dios; que es fuego, que nos purifica y prepara para la felicidad eterna. ¿No es ésa la señal que, para encontrar a Jesús, nos ha indicado el Ángel?: «Sírvaos de seña, que hallaréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre»3.

Cuando se acepta el sufrimiento como el Señor en Belén y en la Cruz, y se comprende que es una manifestación de la bondad de Dios, de su Voluntad salvadora y soberana, entonces ni siquiera es una cruz, o en todo caso es la Cruz de Cristo, que no es pesada porque la lleva Él mismo. «Quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí»4. Pero hoy se olvidan estas palabras, y son «muchos los que andan por la tierra, como os decía muchas veces (y aun ahora lo repito con lágrimas), que se portan como enemigos de la Cruz de Cristo»5, organizando campañas horrendas contra su Persona, su doctrina y sus Sacramentos. Son muchos los que desean cambiar la razón de ser de la Iglesia, reduciéndola a una institución de fines temporales, antropocéntrica, con el hombre como soberbio pináculo de todas las cosas. 

La Navidad nos recuerda que el Señor es el principio y el fin y el centro de la creación: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios»6. Es Cristo, hijas e hijos míos, el que atrae a todas las criaturas: «Por Él fueron creadas todas las cosas, y sin Él no se ha hecho cosa alguna, de cuantas han sido hechas»7. Y al encarnarse, viniendo a vivir entre nosotros8, nos ha demostrado que no estamos en la vida para buscar una felicidad temporal, pasajera. Estamos para alcanzar la bienaventuranza eterna, siguiendo sus pisadas. Y esto sólo lo lograremos aprendiendo de Él.

La Iglesia ha sido siempre teocéntrica. Su misión es conseguir que todas las cosas creadas tiendan a Dios como fin, por medio de Jesucristo, «cabeza del cuerpo de la Iglesia…, para que en todo tenga Él la primacía; pues plugo al Padre poner en Él la plenitud de todo ser, y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre cielo y tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz»9. Vamos a entronizarle, no sólo dentro de nuestro corazón y de nuestras acciones, sino –con el deseo y con la labor apostólica– en lo más alto de todas las actividades de los hombres.

«Vamos hasta Belén, y veamos este suceso prodigioso que acaba de suceder, y que el Señor nos ha anunciado»15. Hemos llegado, hijos, en un momento bueno, porque –ésta de ahora– es una noche muy mala para las almas. Una noche en la que las grandes luminarias, que debían irradiar luz, difunden tinieblas; los que tendrían que ser sal, para impedir la corrupción del mundo, se encuentran insípidos y, en ocasiones, públicamente podridos.

No es posible considerar estas calamidades sin pasar un mal rato. Pero estoy seguro, hijas e hijos de mi alma, de que con la ayuda de Dios sabremos sacar abundante provecho y paz fecunda. Porque insistiremos en la oración y en la penitencia. Porque afianzaremos la seguridad de que todo se arreglará. Porque alimentaremos el propósito de corresponder fielmente, con la docilidad de los buenos instrumentos. Porque aprenderemos, de esta Navidad, a no alejarnos del camino que el Señor nos marca en Belén: el de la humildad verdadera, sin caricatura. Ser humildes no es ir sucios, ni abandonados; ni mostrarnos indiferentes ante todo lo que pasa a nuestro alrededor, en una continua dejación de derechos. Mucho menos es ir pregonando cosas tontas contra uno mismo. No puede haber humildad donde hay comedia e hipocresía, porque la humildad es la verdad.

Sin nuestro consentimiento, sin nuestra voluntad, Dios Nuestro Señor, a pesar de su bondad sin límites, no podrá santificarnos ni salvarnos. Más aún: sin Él, no cumpliremos tampoco nada de provecho. Lo mismo que se asegura que un campo produce esto, y que aquellas tierras producen lo otro; de un alma se puede afirmar que es santa, y de otra que ha realizado tantas obras buenas. Aunque en verdad «nadie es bueno sino sólo Dios»16: Él es quien hace fértil el campo, quien da a la semilla la posibilidad de multiplicarse, y a una estaca, que parece seca, confiere el poder de echar raíces. Él es quien ha bendecido la naturaleza humana con su gracia, permitiéndole así que pueda comportarse cristianamente, vivir de modo que seamos felices luchando en la espera de la vida futura, que es la felicidad y el amor para siempre. Humildad, hijos, es saber que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que es el que da el crecimiento»17.

¿Qué nos enseña el Señor de todo, el dueño del universo? En estos días de Navidad, los villancicos de todos los países, tengan o no mucho abolengo cristiano, cantan al Rey de reyes que ha venido ya. Y ¿qué manifestaciones tiene su realeza? ¡Un pesebre! No tiene ni siquiera esos detalles con los que, con tanto amor, rodeamos a Jesús Niño en nuestros oratorios. En Belén nuestro Creador carece de todo: ¡tanta es su humildad!

Lo mismo que se condimentan con sal los alimentos, para que no sean insípidos, en la vida nuestra hemos de poner siempre la humildad. Hijas e hijos míos –no es mía la comparación: la han usado los autores espirituales desde hace más de cuatro siglos–, no vayáis a hacer como esas gallinas que, apenas ponen un solo huevo, atronan cacareando por toda la casa. Hay que trabajar, hay que desempeñar la labor intelectual o manual, y siempre apostólica, con grandes intenciones y grandes deseos –que el Señor transforma en realidades– de servir a Dios y pasar inadvertidos.

Hijos, así vamos aprendiendo de Jesús, nuestro Maestro, a contemplarlo recién nacido en los brazos de su Madre, bajo la mirada protectora de José. Un varón tan de Dios, que fue escogido por el Señor para que le hiciera de padre en la tierra. Con su mirada, con su trabajo, con sus brazos, con su esfuerzo, con sus medios humanos, defiende la vida del Recién Nacido.

Vosotros y yo, en estos momentos en que están crucificando a Jesucristo de nuevo tantas veces, en estas circunstancias en que parece que están perdiendo la fe los viejos pueblos cristianos, desde el vértice hasta la base, como dicen algunos; vosotros y yo hemos de poner mucho empeño en parecernos a José en su humildad y también en su eficacia. ¿No os llena de gozo pensar que podemos como proteger a Nuestro Señor, a Nuestro Dios?

«Hoy brillará una luz sobre nosotros: porque nos ha nacido el Señor; y se llamará Admirable Consejero, Dios fuerte, Príncipe de la Paz, Padre sempiterno»1.

Nos hemos preparado, hijas e hijos queridísimos, para la solemnidad de este día, tratando de construir con el corazón un Belén para nuestro Dios. ¿Os acordáis de cuando erais pequeños? ¡Con qué ilusión sabíamos preparar el Nacimiento, con sus montañas de corcho, sus casas minúsculas, y todas esas figurillas alrededor del pesebre donde Dios quiso nacer! Sé bien que, cuanto más tiempo pasa, por aquello de que el Opus Dei es para cristianos adultos que por amor de Dios se saben hacer niños, mis hijas y mis hijos van siendo cada día más pequeños. Con mayor ilusión, pues, que en nuestros años de infancia, habremos preparado el portal de Belén en la intimidad de nuestra alma.

«Dies sanctificatus illuxit nobis; nos ha amanecido un día santo: venid, gentes, y adorad al Señor; porque hoy ha descendido una Luz grande sobre la tierra»2. Querríamos que le trataran muy bien en todos los rincones, que le recibieran con cariño en el mundo entero. Y habremos procurado cubrir el silencio indiferente de los que no le conocen o no le aman, entonando villancicos, esas

canciones populares que cantan pequeños y grandes en todos los países de vieja tradición cristiana. ¿Os habéis fijado que siempre hablan de ir a ver, a contemplar, al Niño Dios? Como los pastores, aquella noche venturosa: «Vinieron a toda prisa, y hallaron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre»3.

Es razonable. Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. «Vultum tuum, Domine, requiram»4, buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no «como en un espejo, y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara»5. Sí, hijos, «mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?»6.

Hijas e hijos de mi alma: verle, contemplarlo, conversar con Él. Lo podemos realizar ya ahora, lo estamos tratando de vivir, es parte de nuestra existencia. Cuando definimos como contemplativa la vocación a la Obra es porque procuramos ver a Dios en todas las cosas de la tierra: en las personas, en los sucesos, en lo que es grande y en lo que parece pequeño, en lo que nos agrada y en lo que se considera doloroso. Hijos, renovad el propósito de vivir siempre en presencia de Dios; pero cada uno a su modo. Yo no debo dictaros vuestra oración; puedo, con un tanto de desvergüenza, enseñaros algo de cómo trato a Jesucristo.

Hablo ahora, hijos queridísimos, con un poco de orgullo: ¡soy el más viejo del Opus Dei! Por eso necesito que pidáis por mí, que me ayudéis especialmente en estos días en que el Niño Dios escucha a todas mis hijas y mis hijos, que son niños, almas recias, fuertes, con pasiones –como yo– que saben dominar con la gracia del Señor. Pedid por mí: para que sea fiel, para que sea bueno, para que sepa amarle y hacerle amar.

Notas
2

Ga 4,4-5.

3

Jn 1,12.

4

Ne 1,6.

5

Lc 18,1.

6

Cfr. Mt 6,7.

7

Mt 6,5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Lc 2,11.

2

Lc 2,10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Lc 2,12.

4

Mt 10,38.

5

Flp 3,18.

6

Jn 1,1.

7

Jn 1,3.

8

Cfr. Jn 1,14.

9

Col 1,18-20.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
15

Lc 2,15.

16

Lc 18,19.

17

1 Co 3,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Is 9,2 y 6.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

In III Missa Nativ. (Allel.).

3

Lc 2,16.

4

Cfr. Sal 27(26),8.

5

1 Co 13,12.

6

Cfr. Sal 42(41),3.

Referencias a la Sagrada Escritura