Lista de puntos

Hay 9 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Jesucristo → unión con Él.

No es mi intención, hijos míos, dirigir hoy la meditación. Me limitaré a señalaros algunos puntos de la Misa de este domingo Lætare de Cuaresma, para que los meditéis.

«Abiit Iesus trans mare Galilæ… Pasó Jesús al otro lado del mar de Galilea, también llamado Tiberíades, y como le siguiese una gran muchedumbre de gentes, porque veían los milagros que hacía con los enfermos, subiose a un monte y se sentó allí con sus discípulos»1. La primera consideración, hijos míos, es examinar por qué hemos seguido nosotros a Jesucristo, y por qué estamos con Él, asentados con Él, en íntima familiaridad, con el deber gustoso de buscar de continuo su trato.

Estas gentes, de que habla el Evangelio, le seguían porque habían visto milagros: las curaciones que hacía Jesús. Vosotros y yo, ¿por qué? Cada uno de nosotros ha de plantearse esta pregunta y ha de buscar una respuesta sincera. Y una vez que te hayas interrogado y respondido, en la presencia del Señor, llénate de hacimiento de gracias porque estar con Cristo es estar seguro. Poderse mirar en Cristo es poder ser cada día mejor. Tratar a Cristo es necesariamente amar a Cristo. Y amar a Cristo es asegurarse la felicidad: la felicidad eterna, el amor más pleno, con la visión beatífica de la Trinidad Santísima.

He dicho antes, hijos, que no os daría la meditación, sino puntos para vuestra oración personal. Medita por tu cuenta, hijo mío. ¿Por qué estás con Cristo en el Opus Dei? ¿Desde cuándo sentiste la atracción de Jesucristo? ¿Por qué? ¿Cómo has sabido corresponder desde el principio hasta ahora? ¿Cómo el Señor con su cariño te ha traído a la Obra, para que estés muy cerca de Él, para que tengas intimidad con Él?

Y tú ¿cómo has correspondido? ¿Qué pones de tu parte para que esa intimidad con Cristo no se pierda y para que no la pierdan tus hermanos? ¿En qué piensas desde que tienes todos esos compromisos? ¿En ti o en la gloria de Dios? ¿En ti o en los demás? ¿En ti, en tus cosas, en tus pequeñeces, en tus miserias, en tus detalles de soberbia, en tus cosas de sensualidad? ¿En qué piensas habitualmente? Medítalo, y luego deja que el corazón actúe en la voluntad y en el entendimiento.

A ver si lo que el Señor ha hecho contigo, hijo mío, no ha sido mucho más que curar enfermos. A ver si no ha dado vista a nuestros ojos, que estaban ciegos para contemplar sus maravillas; a ver si no ha dado vigor a nuestros miembros, que no eran capaces de moverse con sentido sobrenatural; a ver si quizá no nos ha resucitado como a Lázaro, porque estábamos muertos a la vida de Dios. ¿No es para gritar: «Lætare, Ierusalem?»2. ¿No es para que yo os diga: «Gaudete cum lætitia, qui in tristitia fuistis»3; alegraos los que habéis estado tristes?

Hemos de agradecer al Señor, en este primer punto, el premio inmerecido de la vocación. Y le prometemos que la vamos a estimar cada día más, custodiándola como la joya más preciosaque nos haya podido regalar nuestro Padre Dios. Al mismo tiempo, entendemos una vez más que, mientras estamos desempeñando este mandato de gobierno que la Obra nos ha confiado, nuestro afán ha de ser especialmente buscar la santidad para santificar a los demás: vosotros, a vuestros hermanos; yo, a mis hijos. Porque «no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santidad»4.

Pero mirad el fruto de la obediencia de éstos: un milagro. Jesús hace un milagro pasmoso. Y en la Obra, ¡los hace tantas veces! Unos, por providencia ordinaria; otros, por providencia extraordinaria. Dios está dispuesto, lo que hace falta es que obedezcamos, que obliguemos al Señor procurando tener mucha fe en Él. Y entonces es cuando se luce. Entonces es cuando hace cosas en las que se ve que está Él por medio. Entonces es cuando hace una de las suyas: como ésta, como ésta.

«Jesús tomó entonces los panes; y después de haber dado gracias, los repartió entre los que estaban sentados; y lo mismo hizo con los peces, dando a todos cuanto querían»13. Así, con generosidad. ¿Qué me pedís?: ¿dos, tres? Él da cuatro, da seis, da cien. ¿Por qué? Porque Cristo ve las cosas con sabiduría divina, y con su omnipotencia puede y va más lejos que nosotros. Por eso, al considerar en estos días –meses, años– ese asunto del que no sabemos si se consigue ahora o más adelante –tengo fe en que pueda ser ahora–, al discurrir con mi cabeza humana y concluir que no saldrá, digo: ¡antes, más, mejor! ¡El Señor ve más allá que nuestra lógica! Hace las cosas antes, más generosamente, y las hace mejor.

«Después que quedaron saciados, dijo a sus discípulos: recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierdan. Hiciéronlo así y llenaron doce cestos de los pedazos que habían sobrado de los cinco panes de cebada, después que todos hubieron comido»14. Ya sabéis, es conocidísima, la manera de comentar esta parte del Evangelio un buen predicador. ¿Y para qué recoger los restos? ¿Para qué? Para que, con esos doce grandes cestos de pan que han sobrado, comamos nosotros ahora y nos alimentemos de la fe. De la fe en Él, que es capaz de hacer todo eso superabundantemente, por el amor que tiene a los hombres, por el amor que tiene a la Iglesia, por el deseo que tiene de redimir, de salvar a las gentes. ¡Señor, que sobren cestos ahora mismo! ¡Hazlo generosamente! ¡Que se vea que eres Tú!

«Habiendo visto el milagro que Jesús había hecho, decían aquellos hombres: Este es, sin duda, el Profeta que ha de venir al mundo»15. Querían raptarlo, ¿recordáis?, para hacerle rey. Nosotros le hemos hecho ya Rey nuestro, desde que pusieron la semilla de la fe en nuestros corazones. Después, cuando nos llamó, le hemos vuelto a entronizar.

¡Perfecto Dios! Si estos hombres, por un pedazo de pan –aun cuando el milagro sea grande–, se entusiasman y te aclaman hasta el punto de tener que esconderte, ¿qué haremos nosotros, por tantas cosas como nos has dado, a lo largo de todos estos años de la Obra?

Yo he formulado una colección de propósitos para cuando se resuelva la situación jurídica definitiva de la Obra. Además de mandar que se celebren tantas Misas, y de mover a rezar a todos, y de pedir mortificaciones, y de importunar continuamente –día y noche– a Dios Nuestro Señor; además de todo esto, entre mis propósitos figuraba éste: Señor, en cuanto esté hecho, pondremos dos lámparas delante del Sagrario, en los Centros del Consejo General y de la Asesoría Central, en las Comisiones y Asesorías Regionales, y en los Centros de Estudios. Y me dio una vergüenza tremenda: ¿cómo iba a portarme así, con tanta roñosería, con un Rey tan generoso? E inmediatamente dispuse que se enviara un aviso a todo el mundo, mandando que en esos Centros se colocaran enseguida dos lamparillas delante del Santísimo. Son pocas, pero como si fueran trescientas mil: ¡es el amor con que lo hacemos!

Señor, te pedimos que no te escondas, que vivas siempre con nosotros, que te veamos, que te toquemos, que te sintamos: que queramos estar siempre junto a Ti, en la barca y en lo alto del monte, llenos de fe, confiadamente y con sentido de responsabilidad, de cara a la muchedumbre: «Ut salvi fiant»16, para que todos se salven.

¿Qué vamos a hacer nosotros hoy, el día en que los hombres celebran la fiesta de Navidad? En primer lugar una oración filial que nos sale de maravilla, porque nos sabemos hijos de Dios, hijos muy queridos de Dios.

Esto dice San Pablo a los de Corinto: «Si qua ergo in Christo nova creatura, vetera transierunt: ecce facta sunt omnia nova. Omnia autem ex Deo, qui nos reconciliavit sibi per Christum»1. Si alguna criatura está en Cristo, ya han salido fuera todas las cosas sucias, todas las cosas viejas, todo lo que mancha, todo lo que hace sufrir. Desde ahora, vida nueva de verdad. Se lo hemos dicho tantas veces y parece que nos hemos quedado tan sólo con los deseos. Pero siempre hemos avanzado un poquito más. Y esta noche el Señor, por su Madre, nos mandará tantas gracias nuevas: para que aumentemos en el amor y en la filiación divina.

Hemos de pedir al Señor que sepamos discernir lo que es para gloria suya de aquello que le ofende; que conozcamos lo que es para bien de las criaturas, y lo que es para mal; lo que va a hacernos felices, y lo que nos va a arrancar la felicidad, la felicidad eterna y la relativa que podemos alcanzar en esta tierra.

Más: más trato y más unión. Os leo unas palabras que son también de San Juan, que es –humanamente hablando– el Apóstol que más conocía a Jesucristo. «Si manseritis in me, et verba mea in vobis manserint, quodcumque volueritis petetis, et fiet vobis»9; si permanecéis unidos a Mí, y mis palabras, mi doctrina, están en vosotros, cualquier cosa que pidáis se os dará.

Luego esa unión con Jesús, ese trato, ese permanecer en Cristo nos ha de dar una seguridad completa. Yo la tengo, hijos. Porque estas palabras que os estoy comentando –ya os lo he dicho antes– me están sirviendo para mi meditación, para volverme a llenar de alegría en los momentos en los que hay que luchar.

Por eso, porque este alimento me va bien, quiero dároslo también a vosotros: quiero daros la seguridad de que la oración es omnipotente. Pedid mucho, bien unidos unos a otros por la caridad fraterna; pedid además poniendo por medio la intención del Padre, lo que el Padre pide en la Misa, lo que está pidiendo continuamente al Señor. Continuamente, he dicho, y no rectifico: incluso ahora mismo estoy pidiendo, no estoy sólo hablando con vosotros. Hablo con Dios Nuestro Señor, y le pido tantas cosas que son necesarias para la Iglesia y para la Obra; le pido para que quite ciertos impedimentos, que nos obligaron a aceptar al venir a Roma. No os preocupe, pero ya lo sabéis: que no me interesan –ni me han interesado nunca– los votos, ni las botas, ni los botones, ni los botines.

Pedid también por la paz del mundo: que no haya guerras, que se acaben las guerras y los odios. Pedid por la paz social: por que no haya odios de clases, por que la gente se quiera; que sepan convivir, que sepan disculpar, que sepan perdonar; si no, el amor de Cristo no lo veo por ninguna parte.

Hijos míos, vamos a pedir eso mismo a la Santísima Virgen. Cuando no sepáis qué decir al Señor, quizá ni siquiera repetir lo que os estoy diciendo ahora, de este modo, como en una conversación de familia, acudid a la Virgen: Madre mía, que eres Madre de Dios, dime qué le tengo que decir, cómo se lo tengo que decir para que me escuche. Y la Virgen bendita, que es también Madre nuestra, os orientará, os inspirará, y haremos una oración muy bien hecha siempre, y seréis contemplativos.

Hijos míos, estamos cerca de Cristo. Somos portadores de Cristo, somos sus borricos –como aquél de Jerusalén– y, mientras no le echemos, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Trinidad Beatísima está con nosotros. Somos portadores de Cristo y hemos de ser luz y calor, hemos de ser sal, hemos de ser fuego espiritual, hemos de ser apostolado constante, hemos de ser vibración, hemos de ser el viento impetuoso de la Pentecostés.

Llega el momento del coloquio, muy personal. Y hoy, una vez que Jesús Niño ha recibido el homenaje de los Magos, cógelo tú, hijo mío, en tus brazos y apriétalo contra tu pecho, de donde han nacido en tantos momentos nuestras ofensas. Yo se lo digo en voz alta, de veras: no me abandones nunca, no toleres que te eche de mi corazón. Porque esto es lo que hacemos con el pecado: arrojarle de nuestra alma.

Hijos míos, ved si hay en la tierra un amor más fiel que el amor de Dios por nosotros. Nos mira por las rendijas de las ventanas –son palabras de la Escritura8–, nos mira con el amor de una madre que está esperando al hijo que debe llegar: ya viene, ya viene… Nos mira con el amor de la esposa casta y fiel, que espera a su marido. Es Él quien nos espera, y nosotros hemos sido, tantas veces, quienes le hemos hecho aguardar.

Hemos comenzado la oración pidiendo perdón. ¿No será este el momento más oportuno, hijos míos, para que cada uno digamos concretamente: Señor, ¡basta!?

Señor, Tú eres el Amor de mis amores. Señor, Tú eres mi Dios y todas mis cosas. Señor, sé que contigo no hay derrotas. Señor, yo me quiero dejar endiosar, aunque sea humanamente ilógico y no me entiendan. Toma posesión de mi alma una vez más, y fórjame con tu gracia.

Madre, Señora mía; San José, mi Padre y Señor: ayudadme a no dejar nunca el amor de vuestro Hijo.

Os podéis entretener durante el día, tantas veces, en conversación con la trinidad de la tierra, que es camino para tratar a la Trinidad del Cielo. Considerad que la Madre nos lleva al Hijo, y el Hijo, por el Espíritu Santo, nos conduce al Padre, según aquellas palabras suyas: «Quien me ve a Mí, ve también al Padre»9. Dirigíos a cada Persona de la Santísima Trinidad, y repetid sin miedo: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo. Espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo. Amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo. Creo, espero y amo a la Santísima Trinidad. Creo, espero y amo a mi Madre, Santa María, que es la Madre de Dios.

Pero vamos a seguir con San Pablo. Ese querer llegar exige un contenido. El libro de la Sabiduría dice que el corazón del loco es como un vaso quebrado5, dividido en partes, que tiene cada trozo suelto. Dentro no cabe la Sabiduría, porque se derrama. Con esto, el Espíritu Santo nos dice que no podemos ser como un vaso quebrado; no podemos tener una voluntad, como el vaso quebrado, orientada aquí y allá, diversamente; sino una voluntad que remite a un único fin: «Porro unum est necessarium!»6.

No os preocupéis si esa voluntad es un vaso con lañas. Soy muy amigo de las lañas, porque las necesito. Y no se escapa el agua porque haya lañas. Aquel vaso, quebrado y recompuesto, a mí me parece una maravilla; es incluso elegante, se ve que ha servido para algo. Hijos míos, esas lañas son testimonio de que habéis luchado, de que tenéis motivos de humillación; pero si no os quebráis, mejor aún.

Lo que sí debéis tener es buena disposición. He escrito hace muchos años que, cuando un vaso contiene vino bueno y en él se echa buen vino, buen vino queda. Ocurre lo mismo en vuestro corazón: debéis tener el buen vino de las bodas de Caná. Si hay vinagre en vuestra alma, aunque os echen vino bueno –el vino de las bodas de Caná–, todo os parecerá repugnante, porque dentro de vosotros se convertirá el buen vino en vinagre. Si reaccionáis mal, hablad. Porque no es razonable que una persona, que acude al médico para que la vea bien, no cuente las dificultades que tiene.

Luego nuestras labores, nuestros deseos y nuestros pensamientos, tienen que convenir hacia un solo fin: «Porro unum est necessarium», repito. Ya tenéis un motivo de lucha deportiva. Hemos de llevar las cosas a Dios, pero como hombres, no como ángeles. No somos ángeles, así que no os extrañéis de vuestras limitaciones. Es mejor que seamos hombres que pueden merecer y… fenecer espiritualmente: morir. Porque de esta manera nos daremos cuenta de que todas las cosas grandes, que el Señor quiere hacer a través de nuestra miseria, son obra suya. Como aquellos discípulos que regresaron pasmados de los milagros que hacían en nombre de Jesús7, nos daremos cuenta de que el fruto no es nuestro; de que no puede dar peras el olmo. El fruto es de Dios Padre, que ha sido tan padre y tan generoso que lo ha puesto en nuestra alma.

Luego no nos hemos de admirar, «quasi novi aliquid vobis contingat»*, como si nos aconteciera algo extraordinario, si sentimos bullir las pasiones –es lógico que esto ocurra, no somos como una pared–, ni si el Señor, por nuestras manos, obra maravillas, que es cosa habitual también.

Mirad el ejemplo de San Juan Bautista, cuando envía a sus discípulos a preguntar al Señor quién es. Jesús les contesta haciéndoles considerar todos aquellos milagros8. Ya recordáis este pasaje; desde hace más de cuarenta años lo he enseñado a mis hijos para que lo mediten. Estos milagros sigue haciéndolos ahora el Señor, por vuestras manos: gentes que no veían, y ahora ven; gentes que no eran capaces de hablar, porque tenían el demonio mudo, y lo echan fuera y hablan; gentes incapaces de moverse, tullidos para las cosas que no fueran humanas, y rompen aquella quietud, y realizan obras de virtud y de apostolado. Otros que parecen vivir, y están muertos, como Lázaro: «Iam fœtet, quatriduanus est enim»9. Vosotros, con la gracia divina y con el testimonio de vuestra vida y de vuestra doctrina, de vuestra palabra prudente e imprudente, los traéis a Dios, y reviven.

Tampoco os podéis maravillar entonces: es que sois Cristo, y Cristo hace estas cosas por vuestro medio, como las hizo a través de los primeros discípulos. Esto es bueno, hijas e hijos míos, porque nos fundamenta en la humildad, nos quita la posibilidad de la soberbia, y nos ayuda a tener buena doctrina. El conocimiento de esas maravillas que Dios obra por vuestra labor os hace eficaces, fomenta vuestra lealtad y, por tanto, fortifica vuestra perseverancia.

En la Obra todos tenemos un compromiso de amor, aceptado libremente, con Dios Señor nuestro. Un compromiso que se fortalece con la gracia personal, propia del estado de cada uno, y con esa otra gracia específica que el Señor da a las almas que llama a su Opus Dei. ¡Cómo me sabe a miel y panal aquella divina declaración amorosa: «Ego redemi te, et vocavi te nomine tuo, meus es tu!»7; Yo te he redimido, y te he llamado por tu nombre, ¡tú eres mío! No nos pertenecemos, hijos; somos suyos, del Señor, porque nos ha dado la gana responder: «Ecce ego, quia vocasti me!»8; aquí estoy, porque me has llamado.

Un compromiso de amor, que es también un vínculo de justicia. No me gusta hablar sólo de justicia, cuando hablo de Dios: en su presencia acudo a su misericordia, a su compasión, como acudo a vuestra piedad de hijos para que recéis por mí, ya que sabéis que mi oración no os falta en ningún momento del día ni de la noche.

Pero ese compromiso de amor, ¿qué materia tiene?, ¿a qué nos obliga? A luchar, hijas e hijos míos. A luchar, con el fin de poner en práctica los medios ascéticos que la Obra nos propone para ser santos; a luchar, para cumplir nuestras Normas y costumbres; a esforzarnos por adquirir y defender la buena doctrina, y mejorar la propia conducta; a procurar vivir de oración, de sacrificio y de trabajo, y –si es posible– sonriendo: porque yo entiendo, hijos, que a veces no es fácil sonreír.

Padre, me diréis, ¿hemos de luchar para dar ejemplo? Sí, hijos, pero sin buscar aplausos en la tierra. No vaciléis si encontráis burlas, calumnias, odios, desprecios. Hemos de batallar –de nuevo habla la liturgia del día– «en medio de honras y de deshonras, de infamia y de buena fama: juzgados como impostores, siendo veraces; por desconocidos, cuando todos nos conocen; casi moribundos, teniendo buena salud; como castigados, sin sentir humillación; como tristes, estando siempre alegres; como menesterosos, mientras que enriquecemos a muchos; como que nada tenemos y todo lo poseemos»9.

No esperéis parabienes, ni palabras de aliento, en vuestra pelea cristiana. Hemos de tener la conciencia bien clara: ¿sabemos que nuestra lucha interior es necesaria para servir a Dios, a la Iglesia y a las almas?, ¿estamos convencidos de que el Señor se quiere servir –en estos momentos de tremenda deslealtad– del pequeño esfuerzo nuestro por ser fieles, para llenar de fe, de esperanza y de amor a miles de almas? Pues, a luchar, hijas e hijos míos, cara a Dios y siempre contentos, sin pensar en alabanzas humanas.

Señor, teniendo trato contigo te traicionamos, pero volvemos a Ti. Sin ese trato, ¿qué sería de nosotros?, ¿cómo podríamos buscar tu intimidad?, ¿cómo seríamos capaces de sacrificarnos contigo en la Cruz, enclavándonos por amor tuyo, para servir a las criaturas?

«Dios mío, dejarte a ti es ir a la muerte; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dame, Señor, una fe sólida, una esperanza abundante, una continua caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros totalmente. Dios, tú nos avisas que vigilemos. Dios, con tu gracia evitamos el mal y hacemos el bien. Dios, tú nos fortificas para que no sucumbamos ante las adversidades; Dios, a quien se debe nuestra obediencia y buen gobierno»10.

¿No os conmueve contemplar a Jesucristo recién nacido, inerme, necesitado de nuestra protección y ayuda? ¿No os dais cuenta de que está implorando que le queramos? Estos pensamientos no son ilusiones bobas, sino prueba de que amamos a Jesucristo con todo el corazón, y de que le agradecemos que haya decidido tomar nuestra carne, asumirla. Dios no se ha vestido de hombre: se ha encarnado. «Perfectus Deus, perfectus Homo!»10.

A la cabecera de mi cama, hace muchos años, quise poner unas baldosas con esta leyenda: Iesus Christus, Deus Homo: Jesucristo, Dios y Hombre. Porque me remueve saber que tiene un cuerpo, ahora glorioso, pero de carne como la nuestra. Que el Señor ha padecido todas las miserias y dolores humanos, menos el pecado11. Que pasó hambre y sintió sed; que conoció el calor, como en un mediodía junto al pozo de Sicar, y sufrió el frío, en esta noche de Belén. Todo eso, a vosotros y a mí, nos ha enamorado, moviéndonos a dejar todas las cosas, «relictis omnibus»12 como los Apóstoles, y «festinantes»13 –presurosos– como los pastores. Hay que emprender el camino, hijas e hijos míos, e imitar a este Jesús Nuestro que se ha entregado, y está todavía entregándose cotidianamente en el altar, perpetuando el Sacrificio divino del Calvario.

Jesucristo, «como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio»14. Su mediación sacerdotal se actualiza a través de los sacerdotes, que somos en el altar ipse Christus. Al celebrar la Santa Misa yo no presido ninguna asamblea, sino que, in persona Christi, renuevo el Sacrificio de la Cruz.

¿Qué hemos de aprender de Jesucristo en el portal de Belén, donde nació desamparado? ¿Qué debemos considerar de ese otro portal, que es el Tabernáculo, donde Él nos espera más indefenso todavía? ¿No os duele que lo arrinconen, que le vuelvan –físicamente también– la espalda, que le desprecien, que lo maltraten? Pues, mirad, hijas e hijos, os repetiré lo que ya os he recordado en otras ocasiones, lo que durante siglos han vivido los cristianos: Jesucristo, Señor Nuestro, ha querido contar con vosotros y conmigo para corredimir; se quiere valer de vuestra inteligencia y de vuestro corazón, de vuestra palabra y de vuestros brazos. Cristo, inerme, nos trae a la memoria que la Redención también depende de nosotros.

Notas
1

Ev. (Jn 6,1-2).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Ant. ad Intr. (Is 66,10).

3

Ibid.

4

1 Ts 4,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
13

Ev. (Jn 6,11).

14

Ev. (Jn 6,12-13).

15

Ev. (Jn 6,14).

16

1 Co 10,33.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

2 Co 5,17-18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Jn 15,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Cfr. Ct 2,9.

9

Jn 14,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Cfr. Si 21,17.

6

Lc 10,42.

7

Cfr. Lc 10,17.

*

* * 1 P 4,12 (N. del E.).

8

Cfr. Mt 11,4-6.

9

Jn 11,39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Cfr. Is 43,1.

8

1 S 3,6.

9

Dom. I in Quadrag. Ep. (2 Co 6,8-10).

10

San Agustín, Soliloquia 1,1,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

Symb. Athan.

11

Cfr. Hb 4,15.

12

Lc 5,11.

13

Lc 2,16.

14

Hb 7,24.

Referencias a la Sagrada Escritura