Lista de puntos

Hay 15 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Vida de San Josemaría.

Es razonable que os dirija unas palabras en el día de hoy, cuando comienzo un año nuevo de mi vocación al Opus Dei. Sé que vosotros lo esperáis, aunque debo deciros, hijos de mi alma, que siento una gran dificultad, como un gran encogimiento de mostrarme en este día. No es la natural modestia. Es el constante convencimiento, la claridad meridiana de mi propia indignidad. Jamás me había pasado por la cabeza, antes de aquel momento, que debería llevar adelante una misión entre los hombres. Y ahora…

Esto no es humildad, es algo que me cuesta porque va contra mi modo de ser, que huye de las exhibiciones. ¡Por eso me produce tanta vergüenza! Otras veces os he contado que, de pequeño, sentía mucha resistencia a aparecer en público, delante de alguna visita, o cuando me ponía un traje nuevo. Me metía debajo de la cama hasta que mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, con delicadeza. Sí, naturalmente soy enemigo de solemnidades y de singularidades. Por eso, cuando he tenido que disponer alguna cosa que afecta al Presidente General del Opus Dei, es porque ha sido necesaria.

Pero vamos al primer punto de nuestra meditación. Desde que Tú comenzaste, Señor, a manifestarte a mi alma, a los quince o dieciséis años; desde que a los dieciséis o diecisiete supe ya de algún modo que me buscabas, sintiendo los primeros impulsos de tu Amor, pasaron muchos años… Después de poner yo tantas dificultades, por comodidad y por cobardía –lo he dicho muchas veces, y he pedido perdón a mis hijos–, rompió la Obra en el mundo, aquel 2 de octubre de 1928.

Vosotros me ayudaréis a dar gracias al Señor y a pedirle que, por grandes que sean mis flaquezas y mis miserias, no se enfríe nunca la confianza y el amor que le tengo, el trato fácil con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo. Que se me note –sin singularidades, no sólo por fuera, sino también por dentro–, y que no pierda esa claridad, esa convicción de que soy un pobre hombre: «Pauper servus et humilis»!* Lo he sido siempre: desde el primer hasta el último instante de mi vida, necesitaré de la misericordia de Dios.

Pedid al Señor que me deje trabajar bien y que esas cosas que tienen un fundamento humano, natural, yo las sepa convertir –con sentido sobrenatural cada vez más hondo– en fuente de propio conocimiento, de humildad sin rarezas, con sencillez.

¿Cuándo se ha muerto el Fundador?, preguntan algunos, pensando que la Obra es vieja. No se dan cuenta de que es jovencísima; el Señor ha querido enriquecerla ya con esta madurez sobrenatural y humana, aunque en algunas Regiones estemos todavía comenzando, como la misma Iglesia Santa comienza también a la vuelta de veinte siglos.

Sólo yo sé cómo hemos empezado. Sin nada humano. No había más que gracia de Dios, veintiséis años y buen humor. Pero una vez más se ha cumplido la parábola de la pequeña simiente: y hemos de llenarnos de agradecimiento a Nuestro Señor. Ha pasado el tiempo y el Señor nos ha confirmado en la fe, concediéndonos tanto y más de lo que veíamos entonces. Ante esta realidad maravillosa en todo el mundo –realidad que es como un ejército en orden de batallapara la paz, para el bien, para la alegría, para la gloria de Dios–; ante esta labor divina de hombres y de mujeres en tan diferentes situaciones, de seglares y de sacerdotes, con una expansión encantadora que necesariamente encontrará puntos de aflicción, porque siempre estamos comenzando; tenemos que bajar la cabeza, amorosamente, dirigirnos a Dios y darle gracias. Y dirigirnos también a Nuestra Madre del Cielo, que ha estado presente, desde el primer momento, en todo el camino de la Obra.

Hemos de sonreír siempre. Hemos de sonreír en medio de la dureza de algunas circunstancias, repitiendo al Señor: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Aprovechad estos momentos de vuestra oración para recorrer el mundo, para ver cómo van las cosas. Es preciso que vivamos la caridad, que impulsemos las labores, que formemos a la gente. Recorred –os decía– todas las Regiones del mundo. Deteneos especialmente en aquella que debe estar más en vuestro corazón; deteneos con hacimiento de gracias, poniendo en actividad, con vuestra oración, a los Santos Ángeles Custodios.

Llevará la fecha de hoy un aviso disponiendo que, en el despacho de los Directores locales, haya una representación del Ángel Custodio con las palabras de la Escritura: «Deus meus misit angelum suum»1. Es una Costumbre que tiene por objeto meter, en el corazón de todos los que gobiernan, y en el de mis hijos todos, una devoción práctica, real y constante, al Ángel Custodio de la Obra, y al de cada Centro, y al de cada uno.

«Deus meus misit angelum suum». Siento necesidad de explicároslo. Por años he experimentado la ayuda constante, inmediata, del Ángel Custodio, hasta en detalles materiales pequeñísimos. El trato y la devoción a los Santos Ángeles Custodios está en la entraña de nuestra labor, es manifestación concreta de la misión sobrenatural de la Obra de Dios. Gratias tibi, Deus; gratias tibi, Sancta Maria Mater nostra! Y gracias a los Ángeles Custodios: defendite nos in prœlio, Sancti Angeli Custodes nostri!

Padre, ¿realmente comenzó la Obra el 2 de octubre de 1928? Sí, hijo mío, se comenzó el día 2 de octubre de 1928. Desde ese momento no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los fundamentos.

Me puse a trabajar, y no era fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguno afirma lo contrario, desconoce la verdad.

Tenía yo veintiséis años –repito–, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los ojos humanos, era un disparatón. Por eso, algunos decían que yo estaba loco y que era un hereje, y tantas cosas más.

El Señor dispuso los acontecimientos para que yo no contara ni con un céntimo, para que también así se viera que era Él. ¡Pensad cómo hice sufrir a los que vivían a mi alrededor! Es justo que aquí dedique un recuerdo a mis padres. ¡Con qué alegría, con qué amor llevaron tanta humillación! Era preciso triturarme, como se machaca el trigo para preparar la harina y poder elaborar el pan; por eso el Señor me daba en lo que más quería… ¡Gracias Señor! Porque esta hornada de pan maravillosa está difundiendo ya «el buen olor de Cristo»2 en el mundo entero: gracias, por estos miles de almas que están glorificando a Dios en toda la tierra. Porque todos son tuyos.

Llegamos al tercer punto de nuestra meditación y, en este tercer punto, no soy yo el que os propone determinadas consideraciones: sois vosotros quienes habéis de enfrentaros con vosotros mismos, ya que el Señor nos ha escogido para la misma finalidad y, en vosotros y en mí, ha nacido toda esta maravilla universal. Este es el momento en que cada uno debe mirarse a sí mismo, para ver si es o no es el instrumento que Dios quiere: una labor personalísima, una labor íntima y singular de vosotros con Dios.

Convenceos, hijos míos, de que el único camino es el de la santidad: en medio de nuestras miserias –yo tengo muchas–, con toda nuestra alma, pedimos perdón. Y a pesar de esas miserias, sois almas contemplativas. Yo lo entiendo así, no considero sólo vuestros defectos: puesto que contra ese lastre reaccionamos constantemente, buscando al Señor Dios nuestro y a su Bendita Madre, procurando vivir las Normas que os he señalado. Como una necesidad, vamos a Dios y a Santa María –a nuestra Madre–, tenemos trato constante con ellos; ¿no es esto lo propio de las almas contemplativas?

Cuando me desperté esta mañana, pensé que querríais que os dijera unas palabras y debí ponerme colorado, porque me sentí abochornado. Entonces, yendo mi corazón a Dios, viendo que queda tanto por hacer, y pensando también en vosotros, estaba persuadido de que yo no daba todo lo que debo a la Obra. Él, sí; Dios, sí. Por eso hemos venido esta mañana a renovar nuestra acción de gracias. Estoy seguro de que el primer pensamiento vuestro, en el día de hoy, ha sido también una acción de gracias.

El Señor sí que es fiel. Pero, ¿y nosotros? Debéis responder personalmente, hijos míos. ¿Cómo se ve, cada uno, en su vida? No pregunto si os veis mejor o peor, porque a veces creemos una cosa y no somos objetivos. A veces el Señor permite que nos parezca que andamos hacia atrás: nos cogemos entonces más fuerte de su mano, y nos llenamos de paz y de alegría. Por eso, insisto, no os pregunto si vais mejor o peor, sino si hacéis la Voluntad de Dios, si tenéis deseos de luchar, de invocar la ayuda divina, de no poner nunca un medio humano sin poner a la vez los medios sobrenaturales.

Pensad si procuráis agrandar el corazón, si sois capaces de pedirle al Señor –porque muchas veces no somos capaces o, si pedimos, lo pedimos para que no nos lo conceda–, si sois capaces de pedirle, para que os lo conceda, ser vosotros los últimos y vuestros hermanos los primeros; ser vosotros la luz que se consume, la sal que se gasta. Esto hay que pedir: saber fastidiarnos nosotros, para que los demás sean felices. Este es el gran secreto de nuestra vida, y la eficacia de nuestro apostolado.

Después de mi muerte, podéis romper el silencio que vengo guardando desde hace tanto tiempo, y gritar, gritar. He tenido que callar por años y años. Entre mis papeles encontraréis muchas exhortaciones a la prudencia, al silencio, a vencer las dificultades con la oración y la mortificación, con la humildad, con el trabajo y los hechos, y no sólo con la lengua. Había una cosa que me impedía hablar, que me llevaba a callar, y que tiene relación con todo el preámbulo que he venido haciendo. Yo tenía –no es cosa mía, es gracia de Dios Nuestro Señor– la psicología del que no se encuentra nunca solo, ni humana ni sobrenaturalmente solo. Tenía un gran compromiso divino y humano. Y quisiera que vosotros participaseis también de este gran compromiso que persiste y persistirá siempre.

No me he encontrado nunca solo. Esto me ha hecho callar ante cosas objetivamente intolerables: ¡hubiera podido producir un buen escándalo! Era muy fácil, muy fácil… Pero no, he preferido callar, he preferido ser yo personalmente el escándalo, porque pensaba en los demás.

No tenemos más remedio que contar con ese –vamos a llamarlo así– prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás, tener este punto de vista determinado, propio, exclusivo nuestro. Querría que lo considerarais cuando estéis dispersos por todas las Regiones. No os asustéis nunca de la imprudencia de la gente, pero los que tenemos misión de velar por los demás, no podemos permitirnos ese lujo: al contrario, hemos de concedernos el lujo de la prudencia, de la serenidad, de la caridad que a nadie excluye.

Cuando hago mi oración en voz alta es, como siempre, para que la sigáis por vuestra cuenta y aprovechemos todos un poquito, queriendo buscar la raíz de la vida mía: cómo Dios Nuestro Señor fue preparando las cosas para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo.

Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome en libertad muy grande desde chico, vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un colegio de religiosas, y desde los siete a uno de religiosos.

Todo normal, todo corriente, y pasaban los años. Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, nunca pensé en dedicarme a Dios. No se me había presentado el problema porque creía que eso no era para mí. Pero el Señor iba preparando las cosas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente…

Este camino por el que Dios me llevaba ha hecho que tenga repugnancia al espectáculo, a lo que parece que se sale de lo ordinario, configurando de esta manera una de las características de nuestro espíritu: la sencillez, el no llamar la atención, el no exhibir,

el no ocultar. Como lo manifiesta aquella anécdota que os he contado tantas veces: cuando vestía un traje nuevo, me escondía debajo de la cama y me negaba a salir a la calle, tozudo…; y mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros golpes en el suelo, delicadamente, y entonces salía: por miedo al bastón, no por otra cosa.

Nunca me pegaron en casa: sólo una vez mi padre me dio un cachete, que no debió de ser muy fuerte. Nunca me imponían su voluntad. Me tenían corto de dinero, cortísimo, pero libre. El Señor y Padre de los cielos, que me miraba con más cariño que mis padres, permitía que yo padeciera también humillaciones: las que puede sufrir un niño, ya no tan pequeño; tenía por aquel entonces doce o trece años.

Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para darme a mí, que era el clavo –perdón, Señor–, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna. Yo sentí el zarpazo de mis pequeños colegas; porque los niños no tienen corazón o no tienen cabeza, o quizá carecen de cabeza y de corazón…

Y fuimos adelante. Mi padre, de un modo heroico, después de haber enfermado del clásico mal –ahora me doy cuenta– que según los médicos se produce cuando se pasa por grandes disgustos y preocupaciones. Le habían quedado dos hijos y mi madre; y se hizo fuerte, y no se perdonó humillación para sacarnos adelante decorosamente. Él, que habría podido quedar en una posición brillante para aquellos tiempos, si no hubiera sido un cristiano y un caballero, como dicen en mi tierra.

No creo que necesite sufragios; si los necesita, yo los hago en este momento. Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera a quedar aplastado entre dos planchas de hierro.

Con esas lecciones y la gracia del Señor, quizá haya yo perdido en alguna ocasión la serenidad, pero pocas veces.

Pasó el tiempo y vinieron las primeras manifestaciones del Señor: aquel barruntar que quería algo, algo. Nació mi hermano cuando mis padres estaban ya agotados por la vida. Tenía yo quince o dieciséis años, cuando mi madre me llamó para comunicarme: vas a tener otro hermano. Con aquello toqué con las manos la gracia de Dios; vi una manifestación de Nuestro Señor. No lo esperaba.

Mi padre murió agotado. Tenía una sonrisa en los labios y una simpatía particular. No me ofusca mi cariño filial, pues yo no era un hijo ejemplar: me rebelaba ante la situación de entonces. Me sentía humillado. Pido perdón.

Dios Nuestro Señor, de aquella pobre criatura que no se dejaba trabajar, quería hacer la primera piedra de esta nueva arca de la alianza, a la que vendrían gentes de muchas naciones, de muchas razas, de todas las lenguas.

Acuden a mi pensamiento tantas manifestaciones del Amor de Dios. El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para despertar en mi alma una sed insaciable de Dios. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión… y a la penitencia.

Un buen día le dije a mi padre que quería ser sacerdote: fue la única vez que le vi llorar. Él tenía otros planes posibles, pero no se rebeló. Me dijo: –Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos… Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré. Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño.

Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura que dicen en España. Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así.

Pasó el tiempo, y sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os la darían. Eran hachazos que Dios Nuestro Señor daba para preparar –de ese árbol– la viga que iba a servir, a pesar de ella misma, para hacer su Obra. Yo, casi sin darme cuenta, repetía: Domine, ut videam!, Domine, ut sit! No sabía lo que era, pero seguía adelante, adelante, sin corresponder a la bondad de Dios, pero esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer esfuerzo. Adelante, sin cosas raras, trabajando sólo con mediana intensidad… Fueron los años de Zaragoza.

Domine, ut sit!; y también, Domina, ut sit!* Hoy es un día de acción de gracias. Porque el Señor ha tenido mucha paciencia conmigo, y, desde el punto de vista sobrenatural, me ha hecho santificar a los que tenía a mi alrededor. Y yo estoy como estoy, en esta fecha.

Hijos míos: sólo unas palabras. Pocas, porque –aunque no lo creáis– también los viejos nos conmovemos.

Os he de decir en primer término que los años no dan ni la sabiduría ni la santidad. En cambio, el Espíritu Santo pone en boca de los jóvenes estas palabras: «Super senes intellexi, quia mandata tua quæsivi»1; tengo más sabiduría que los viejos, más santidad que los viejos, porque he procurado seguir los mandatos del Señor. No esperéis a la vejez para ser santos: sería una gran equivocación. Desde ahora, seriamente, gozosamente, alegremente, a través del trabajo –en este momento vuestro trabajo es el estudio–, a santificar esa tarea santificándoos vosotros, sabiendo que santificáis a los demás.

Me estoy acordando ahora de un viejo sacerdote de Valencia que murió en olor de santidad. Cuando le preguntaban que cuántos años tenía, él respondía siempre: «Poquets!, poquitos: los que llevo sirviendo a Dios». Yo, desgraciadamente, llevo sirviendo a Dios pocos años, pero tengo ganas de servirle mucho, mucho, mucho, para luego amarle también mucho –como le estoy amando ya, aunque de otra manera–, con plenitud de amor.

Pocos años de servicio, poca sabiduría, poca plenitud de santidad; tan poca, que siento el afán de decir a mi Dios que me escucha, a ese Dios que va a venir ahora sobre el altar, aquellas palabras de Jeremías: «A, a, a, Domine Deus! Ecce nescio loqui, quia puer ego sum»2; Señor, mira que soy un niño, que balbuceo, que no sé hablar.

Y me vienen a la memoria también aquellos sueños que he tenido desde joven, sueños que se han hecho realidad. Entonces decía: ¿qué sucederá cuando sea viejo? ¿Sabéis dónde ponía yo la meta de lo viejo? ¡En los cuarenta! Aunque hay un amigo nuestro encantador al que –cuando era niño– le encargaron uno de esos trabajos de escuela, un compito se dice en italiano, y que él tituló Storia di un vecchietto trentenne, historia de un viejo de treinta años…

Pero con todo, algunos de los que están aquí recordarán lo que yo decía a los hijos míos –pocos entonces– que había a mi alrededor, previendo este extenderse de la Obra de polo a polo, esta expansión, este formar una gran familia…

Les decía: hijos míos, no pongáis mi nombre sobre la losa cuando tengáis que enterrar este pobre cuerpo mortal. ¿Y qué ponemos?, me respondían. Poned: «Et genuit filios et filias»3; engendró hijos e hijas, como los Patriarcas. Y no era soñar. ¿No veis cómo los sueños se han hecho realidad? La Obra es hoy una familia sin límites de raza, de lengua, de nación; con una hermandad real y sobrenatural de maravilla, en la que cada uno tiene un gran amor a la libertad y a la responsabilidad personales.

Una semilla de Dios, una familia que se va extendiendo después de haber roto la tierra seca, porque tuvo que romper mi inutilidad, mi ineficacia; porque tuvo que romper tanta oposición brutal… Las cosas de Dios vienen así, pequeñas; vienen con una suave violencia, abriéndose camino con dolor y abnegación. Nace el tallo después de haber muerto la semilla, y luego las flores, que brillan con colores maravillosos y aromas embriagadores; y los frutos, los frutos sois vosotros y vuestras hermanas. Soñad. Tengo sesenta y seis años, y los sueños se han hecho realidades; y además no me siento viejo. ¿Veis cómo con la gracia y bendición de Dios, con la protección de nuestra Madre bendita Santa María –Spes Nostra, Sedes Sapientiæ, filios tuos adiuva!; Stella Maris, Stella Orientis: me gusta llamarla así–, la Obra ha roto, ha cuajado, ha producido flores y aromas y frutos abundantes en el mundo entero?

Pero yo siempre estoy recomenzando, hijos míos. Tenéis que rezar por mí; rezad por mí mucho. Yo rezo por vosotros, y esto sería correspondencia; pero corresponder es poco. Por piedad, necesito que me ganéis, que me ayudéis, que me sostengáis. Rezad por mí para que sea niño ante Dios, fuerte en el trabajo –ya soy viejo y se me hace de noche– para que sepa recibir con alegría la llamada definitiva, camino del amor que barrunto. Pedid, queridos míos, que sepa amar como hijo a la Santísima Virgen y, como hijo, contemplar también las grandezas del Señor mi Padre, Trino y Uno.

Encomendadme a mi Ángel Custodio, como hacía que me encomendasen vuestros primeros hermanos –algunos lo recordarán– y los chicos de San Rafael. Como he tenido siempre este bendito espíritu anticlerical –es una bendición de Dios tener amor a los sacerdotes y a la Iglesia santa, y ser santamente anticlerical–, les decía: no vengáis conmigo por la calle, no me saludéis. Si me veis, encomendadme a mi Ángel Custodio; y si subo a un tranvía y estáis ahí vosotros, no os pongáis a mi lado; encomendadme.

Ahora que tengo sesenta y seis años, no sólo no me arrepiento, sino que os doy el mismo consejo. Encomendadme a mi Ángel Custodio, para que me ayude a ser bueno, fiel y alegre; para que pueda recibir, a su tiempo, el abrazo de amor de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo y de Santa María.

Sancte Pater, Omnipotens, Æterne et Misericors Deus: Beata Maria intercedente, gratias tibi ago, pro universis beneficiis tuis, etiam ignotis*.

Demos gracias, hijos, porque el Señor ha querido contar siempre con la pequeñez vuestra y con la mía. Recuerdo ahora aquellos barruntos, aquellas inquietudes de los quince o dieciséis años, cuando se escapaba de mi alma un clamor hecho de jaculatorias: Domine, ut sit!, Domina, ut sit! Ya entonces me sentía muy poca cosa, y ahora más, porque tengo la experiencia de mi larga vida, y no he sido nunca propenso a creer ninguna cosa extraordinaria.

Han pasado cuarenta y cuatro años desde los comienzos, y todavía seguimos caminando por el desierto: más años que aquella larga peregrinación del Pueblo escogido por el Sinaí. Pero en este desierto nuestro han brotado las flores y los frutos, de maravilla: tanto, que es todo oasis frondoso, aunque esto parezca una contradicción.

En estos años no he perdido nunca la paz, hijos, pero no he vivido un momento tranquilo. Te agradezco, Señor, que hayas procurado que yo comprenda, de manera evidente, que todo es tuyo: las flores y los frutos, el árbol y las hojas, y esa agua clara que salta hasta la vida eterna. Gratias tibi, Deus!

Te agradezco, Señor, tu continua protección y la realidad de que hayas querido intervenir, en ocasiones de modo bien patente –yo no lo pedía, ¡no lo merezco!– para que no quede ninguna duda de que la Obra es tuya, sólo tuya y enteramente tuya. Viene a mi memoria esa maravilla de la filiación divina. Fue un día de mucho sol, en medio de la calle, en un tranvía: Abba, Pater!, Abba, Pater!…

Gracias, Señor, porque no hay nadie predicando en el presbiterio. Hubiera sido justo que me nombrara, y yo habría pasado un mal rato. También hubiese sido una injusticia, porque no he hecho nada, he sido siempre un obstáculo… Cualquiera de mis hijos hubiera dicho cosas enternecedoras, pero yo –avergonzado– habría salido despacito del oratorio, tomando la puerta sin hacer ruido… Gracias, por haber tenido esta delicadeza conmigo.

Beata Maria intercedente… Ahora todo me parece pasmoso. ¡Si no he hecho más que estorbar! No pensaba hablaros hoy, hijos míos, y no preparé nada, ni siquiera mentalmente. Estoy sólo haciendo mi oración personal, en voz alta. Hacedla vosotros también, por vuestra cuenta.

No me deis gracias. Agradeced todo al Señor, a Nuestra Madre, a Nuestro Padre y Señor San José, que es patrono de nuestra vida espiritual y da fortaleza a esta ascética nuestra, que es mística; a este hecho colosal de la vida contemplativa en medio de la calle.

Gracias, Señor, porque me han tratado como a un trapo, aunque ha sido poco para lo que yo me merecía. Me has contemplado en este deporte sobrenatural, y has visto que mis músculos eran desproporcionados para salir adelante en este combate por mis propias fuerzas, y llamarme vencedor. Siento de verdad la humillación de que no tengo, ni tenía, ni he tenido nunca las condiciones personales necesarias para hacer una labor tan divina. Señor, estoy profundamente humillado por no haber sabido corresponder como debía. Profundamente humillado y agradecido con toda mi alma: ex toto corde, ex tota anima!

«Dies sanctificatus illuxit nobis; nos ha amanecido un día santo: venid, gentes, y adorad al Señor; porque hoy ha descendido una Luz grande sobre la tierra»2. Querríamos que le trataran muy bien en todos los rincones, que le recibieran con cariño en el mundo entero. Y habremos procurado cubrir el silencio indiferente de los que no le conocen o no le aman, entonando villancicos, esas

canciones populares que cantan pequeños y grandes en todos los países de vieja tradición cristiana. ¿Os habéis fijado que siempre hablan de ir a ver, a contemplar, al Niño Dios? Como los pastores, aquella noche venturosa: «Vinieron a toda prisa, y hallaron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre»3.

Es razonable. Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. «Vultum tuum, Domine, requiram»4, buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no «como en un espejo, y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara»5. Sí, hijos, «mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?»6.

Hijas e hijos de mi alma: verle, contemplarlo, conversar con Él. Lo podemos realizar ya ahora, lo estamos tratando de vivir, es parte de nuestra existencia. Cuando definimos como contemplativa la vocación a la Obra es porque procuramos ver a Dios en todas las cosas de la tierra: en las personas, en los sucesos, en lo que es grande y en lo que parece pequeño, en lo que nos agrada y en lo que se considera doloroso. Hijos, renovad el propósito de vivir siempre en presencia de Dios; pero cada uno a su modo. Yo no debo dictaros vuestra oración; puedo, con un tanto de desvergüenza, enseñaros algo de cómo trato a Jesucristo.

Hablo ahora, hijos queridísimos, con un poco de orgullo: ¡soy el más viejo del Opus Dei! Por eso necesito que pidáis por mí, que me ayudéis especialmente en estos días en que el Niño Dios escucha a todas mis hijas y mis hijos, que son niños, almas recias, fuertes, con pasiones –como yo– que saben dominar con la gracia del Señor. Pedid por mí: para que sea fiel, para que sea bueno, para que sepa amarle y hacerle amar.

Esta noche he pensado en tantas cosas de hace muchos años. Ciertamente digo siempre que soy joven, y es verdad: «Ad Deum qui lætificat iuventutem meam!»1. Soy joven con la juventud de Dios. Pero son muchos años. Se lo contaba esta mañana, en la oración, a vuestros hermanos del Consejo.

El Señor me ha hecho ver cómo me ha llevado siempre de la mano. Tenía yo catorce o quince años cuando comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor. Vi con claridad que Dios quería algo, pero no sabía qué era. Por eso hablé con mi padre, diciéndole que quería ser sacerdote. Él no se esperaba esta salida. Fue la única vez –ya os lo he contado en otras ocasiones– que yo he visto lágrimas en sus ojos. Me respondió: mira, hijo mío, si no vas a ser un sacerdote santo, ¿por qué quieres serlo? Pero no me opondré a lo que deseas. Y me llevó a hablar con un amigo suyo, para que me orientara.

Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era –evidentemente– una elección. Ya vendría lo que fuera… De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es de falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no sé nada… Lo he ido escribiendo para vosotros tantas veces; muchas cosas de éstas las tenéis impresas.

En la oración, estaba leyendo Paco Vives* uno de esos volúmenes de meditaciones que empleamos habitualmente y que, con una pequeña corrección de estilo, son maravillosos. Y yo daba gracias a Dios porque tenemos ese instrumento, y viendo tantas cosas. Veía el camino que hemos recorrido, el modo, y me pasmaba. Porque, efectivamente, una vez más se ha cumplido lo que dice la Escritura****: lo que es necio, lo que no vale nada, lo que –se puede decir– casi ni siquiera existe…, todo eso lo coge el Señor y lo pone a su servicio. Así tomó a aquella criatura, como instrumento suyo. No tengo motivo alguno de soberbia.

Dios me ha hecho pasar por todas las humillaciones, por aquello que me parecía una vergüenza, y que ahora veo que eran tantas virtudes de mis padres. Lo digo con alegría. El Señor tenía que prepararme; y como lo que había a mi alrededor era lo que más me dolía, por eso pegaba allí. Humillaciones de todo estilo, pero a la vez llevadas con señorío cristiano: lo veo ahora, y cada día con más claridad, con más agradecimiento al Señor, a mis padres, a mi hermana Carmen… De mi hermano Santiago ya os he contado su historia, que también está relacionada con la Obra. Perdonadme si hablo de esto.

¿Y qué hace la gente, cuando quiere lograr algo? Pone los medios humanos. ¿Qué medios puse yo? No me porté bien. He sido hasta cobarde… Por eso, cuando os llamo cobardes, no os enfadéis: es que conozco el metal, el barro vuestro y el mío.

Pasó el tiempo. Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios. ¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás. ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más. Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si se pueden llamar casas a aquellos tugurios… Eran gente desamparada y enferma; algunos, con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis.

De modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios, en todos esos sitios. Mientras tanto, trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor. Había una representación de casi todo: había universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas… Yo entonces no sabía que casi ninguno iba a perseverar; pero el Señor conocía que mi pobre corazón –flojo, cobarde– necesitaba esa compañía y esa fortaleza.

Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta. Pero he querido deciros –algún día os lo contarán con más detalle, con documentos y papeles– que la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas.

No vengo aquí a predicar, sino a abrir un poco mi corazón con vosotros. No lo hago casi nunca, y sé que –si algún día lo abro– Dios se servirá de esto para vuestro bien y para el mío.

Éstas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos incurables, pobres abandonados, niños sin familia y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor. Y formar a los primeros que venían, hablándoles con una seguridad completa de todo lo que se haría, como si ya estuviera hecho… ¡Y lo estáis haciendo ahora vosotros! Ciertamente hay mucho hecho, pero es poco.

Ahora, Señor, quiero darte gracias delante de estos hijos, porque hay material y formación suficiente para que no se tuerza el camino de la Obra, para que no se pierda el buen espíritu. Por aquí hemos andado esta mañana en la oración, dando gracias, y diciendo: Señor, casi cincuenta años de trabajo, y yo no he sabido hacer nada: todo lo has hecho Tú, a pesar de mí, a pesar de mi falta de virtud, a pesar de…

No estoy haciendo comedia, queridos míos. El Padre está hablando con el Señor… ¡Cuántas gracias hemos de darle, cuántas gracias!

Y luego, Dios nos llevó por los caminos de nuestra vida interior, por los específicos. ¿Qué buscaba yo? Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudí a San José, mi Padre y mi Señor. Me interesaba verlo poderoso, poderosísimo, jefe de aquel gran clan divino, y a quien Dios mismo obedecía: «Erat subditus illis!»2. Y acudí a la intercesión de los Santos con simplicidad, en un latín morrocotudo pero piadoso: Sancte Nicolaë, curam domus age! Y a la devoción a los Santos Ángeles Custodios, porque fue un 2 de octubre cuando sonaban aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles, una parroquia madrileña junto a Cuatro Caminos… Yo estaba en un sitio que ha desaparecido casi por completo; lo mismo que aquellas campanas: sólo queda una, que ahora está colocada en Torreciudad. Acudí a los Santos Ángeles con confianza, con puerilidad; sin darme cuenta de que Dios me metía –vosotros no tenéis por qué imitarme, ¡viva la libertad!– por caminos de infancia espiritual.

¿Qué puede hacer una criatura, que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos… Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás. Pero no siempre: había temporadas en que no.

Hijos míos, os estoy contando un poquito de lo que ha sido mi oración de esta mañana. Es para llenarme de vergüenza y de agradecimiento, y de más amor. Todo lo hecho hasta ahora es mucho, pero es poco: en Europa, en Asia, en África, en América y en Oceanía. Todo es obra de Jesús, Señor nuestro. Todo lo ha hecho nuestro Padre del Cielo.

Si algunos que son gente mayor, gente hecha, gente culta, me oyeran hablar así dirían: ¡este hombre está loco! Pues sí, estoy loco. Deo gratias! Gracias a Nuestro Señor por esta locura de amor, que muchas veces no siento, hijos míos. Aun humanamente hablando, soy el hombre menos solo de la tierra; sé que en todos los sitios están rezando por mí, para que sea bueno y fiel. Y, sin embargo, a veces me siento tan solo… No han faltado nunca, oportunamente, de modo providencial y constante, los hermanos vuestros que –más que hijos míos– han sido para mí como padres, cuando he necesitado el consuelo y la fortaleza de un padre.

Hijos míos, toda nuestra fortaleza es prestada. ¡A luchar!, no os hagáis ilusiones. Si peleamos, todo saldrá. Tenéis por delante tanto camino recorrido, que ya no os podéis equivocar. Con lo que hemos hecho en el terreno teológico –una teología nueva, queridos míos, y de la buena– y en el terreno jurídico; con lo que hemos hecho con la gracia del Señor y de su Madre, con la providencia de nuestro Padre y Señor San José, con la ayuda de los Ángeles Custodios, ya no podéis equivocaros, a no ser que seáis unos malvados.

Vamos a dar gracias a Dios. Y ya sabéis que yo no soy necesario. No lo he sido nunca.

¡Hala!, no sé por qué estáis tan callados… Hablad vosotros.

Notas
*

** «Pauper servus et humilis!»: cfr. himno Sacris Solemniis, compuesto por santo Tomás de Aquino para la fiesta del Corpus Chisti (N. del E.).

Notas
1

Dn 6,22.

2

2 Co 2,15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

* * «¡Señor, que vea!», «¡Señor, que sea!» (N. del E.).

Notas
1

Sal 119[118],100.

2

Jr 1,6.

3

Gn 5,16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

** «Sancte Pater»...: «A Ti, Dios Padre, Santo, Omnipotente, Eterno y Misericordioso: por intercesión de santa María, te doy gracias por todos tus beneficios, incluidos los que ignoro» (N. del E.).

Notas
2

In III Missa Nativ. (Allel.).

3

Lc 2,16.

4

Cfr. Sal 27(26),8.

5

1 Co 13,12.

6

Cfr. Sal 42(41),3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Sal 43(42),4.

*

** «Paco Vives»: se refiere a Mons. Francisco Vives Unzué (1927-2016), que trabajó y vivió en Roma junto al fundador y a sus sucesores, como miembro del Consejo General del Opus Dei.

**

** ** Cfr. 1 Cor 1,27-28 (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Lc 2,51.

Referencias a la Sagrada Escritura