Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Jesucristo → Corazón de Cristo.

Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo, infinitos dilectionis thesauros1, tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama —de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta—, nos basta seguir el mismo razonamiento de San Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?2

La gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte —de pecador y rebelde— en siervo bueno y fiel3. Y la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios es Verbum spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor4.

El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la Cruz. Y, en la Cruz, se manifiesta con un nuevo signo: uno de los soldados abrió a Jesús el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua5. Agua y sangre de Jesús que nos hablan de una entrega realizada hasta el último extremo, hasta el consummatum est6, el todo está consumado, por amor.

En la fiesta de hoy, al considerar una vez más los misterios centrales de nuestra fe, nos maravillamos de cómo las realidades más hondas —ese amor de Dios Padre que entrega a su Hijo, y ese amor del Hijo que le lleva a caminar sereno hacia el Gólgota— se traducen en gestos muy cercanos a los hombres. Dios no se dirige a nosotros con actitud de poder y de dominio, se acerca a nosotros, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres7. Jesús jamás se muestra lejano o altanero, aunque en sus años de predicación le veremos a veces disgustado, porque le duele la maldad humana. Pero, si nos fijamos un poco, advertiremos en seguida que su enfado y su ira nacen del amor: son una invitación más para sacarnos de la infidelidad y del pecado. ¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva?8. Esas palabras nos explican toda la vida de Cristo, y nos hacen comprender por qué se ha presentado ante nosotros con un Corazón de carne, con un Corazón como el nuestro, que es prueba fehaciente de amor y testimonio constante del misterio inenarrable de la caridad divina.

Conocer el Corazón de Cristo Jesús

No puedo dejar de confiaros algo, que constituye para mí motivo de pena y de estímulo para la acción: pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no barruntan todavía la profundidad de la dicha que nos espera en los cielos, y que van por la tierra como ciegos persiguiendo una alegría de la que ignoran su verdadero nombre, o perdiéndose por caminos que les alejan de la auténtica felicidad. Qué bien se entiende lo que debió sentir el Apóstol Pablo aquella noche en la ciudad de Tróade cuando, entre sueños, tuvo una visión: un varón macedonio se le puso delante, rogándole: pasa a Macedonia y ayúdanos. Acabada la visión, al instante buscaron —Pablo y Timoteo— cómo pasar a Macedonia, seguros de que Dios los llamaba para predicar el Evangelio a aquellas gentes9.

¿No sentís también vosotros que Dios nos llama, que —a través de todo lo que sucede a nuestro alrededor— nos empuja a proclamar la buena nueva de la venida de Jesús? Pero a veces los cristianos empequeñecemos nuestra vocación, caemos en la superficialidad, perdemos el tiempo en disputas y rencillas. O, lo que es peor aún, no faltan quienes se escandalizan falsamente ante el modo empleado por otros para vivir ciertos aspectos de la fe o determinadas devociones y, en lugar de abrir ellos camino esforzándose por vivirlas de la manera que consideran recta, se dedican a destruir y a criticar. Ciertamente pueden surgir, y surgen de hecho, deficiencias en la vida de los cristianos. Pero lo importante no somos nosotros y nuestras miserias: el único que vale es Él, Jesús. Es de Cristo de quien hemos de hablar, y no de nosotros mismos.

Las reflexiones que acabo de hacer, están provocadas por algunos comentarios sobre una supuesta crisis en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. No hay tal crisis; la verdadera devoción ha sido y es actualmente una actitud viva, llena de sentido humano y de sentido sobrenatural. Sus frutos han sido y siguen siendo frutos sabrosos de conversión, de entrega, de cumplimiento de la voluntad de Dios, de penetración amorosa en los misterios de la Redención.

Cosa bien diversa, en cambio, son las manifestaciones de ese sentimentalismo ineficaz, ayuno de doctrina, con empacho de pietismo. Tampoco a mí me gustan las imágenes relamidas, esas figuras del Sagrado Corazón que no pueden inspirar devoción ninguna, a personas con sentido común y con sentido sobrenatural de cristiano. Pero no es una muestra de buena lógica convertir unos abusos prácticos, que acaban desapareciendo solos, en un problema doctrinal, teológico.

Si hay crisis, se trata de crisis en el corazón de los hombres, que no aciertan —por miopía, por egoísmo, por estrechez de miras— a vislumbrar el insondable amor de Cristo Señor Nuestro. La liturgia de la santa Iglesia, desde que se instituyó la fiesta de hoy, ha sabido ofrecer el alimento de la verdadera piedad, recogiendo como lectura para la misa un texto de San Pablo, en el que se nos propone todo un programa de vida contemplativa —conocimiento y amor, oración y vida—, que empieza con esta devoción al Corazón de Jesús. Dios mismo, por boca del Apóstol, nos invita a andar por ese camino: que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y la grandeza, la altura y la profundidad del misterio; y conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento, para que os llenéis de toda la plenitud de Dios10.

La plenitud de Dios se nos revela y se nos da en Cristo, en el amor de Cristo, en el Corazón de Cristo. Porque es el Corazón de Aquel en quien habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente11. Por eso, si se pierde de vista este gran designio de Dios —la corriente de amor instaurada en el mundo por la Encarnación, por la Redención y por la Pentecostés—, no se comprenderán las delicadezas del Corazón del Señor.

Evocábamos antes los sucesos de Naím. Podríamos citar ahora otros, porque los Evangelios están llenos de escenas semejantes. Esos relatos han removido y seguirán removiendo siempre los corazones de las criaturas: ya que no entrañan sólo el gesto sincero de un hombre que se compadece de sus semejantes, porque presentan esencialmente la revelación de la caridad inmensa del Señor. El Corazón de Jesús es el Corazón de Dios encarnado, del Emmanuel, Dios con nosotros.

La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido37. De ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida. ¿Cómo no recordar aquí, aunque sea de pasada, los sacramentos, a través de los cuales Dios obra en nosotros y nos hace partícipes de la fuerza redentora de Cristo? ¿Cómo no recordar con agradecimiento particular el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el Santo Sacrificio del Calvario y su constante renovación incruenta en nuestra Misa? Jesús que se nos entrega como alimento: porque Jesucristo viene a nosotros, todo ha cambiado, y en nuestro ser se manifiestan fuerzas —la ayuda del Espíritu Santo— que llenan el alma, que informan nuestras acciones, nuestro modo de pensar y de sentir. El Corazón de Cristo es paz para el cristiano.

El fundamento de la entrega que el Señor nos pide, no se concreta sólo en nuestros deseos ni en nuestras fuerzas, tantas veces cortos o impotentes: primeramente se apoya en las gracias que nos ha logrado el Amor del Corazón de Dios hecho Hombre. Por eso podemos y debemos perseverar en nuestra vida interior de hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, sin dar cabida al desánimo ni al desaliento. Me gusta hacer considerar cómo el cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad, porque allí reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con el auxilio divino; y que, en la práctica de esas virtudes teologales, encuentra la alegría, la fuerza y la serenidad.

Estos son los frutos de la paz de Cristo, de la paz que nos trae su Corazón Sacratísimo. Porque —digámoslo una vez más— el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo. El Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra en el Verbo un Corazón humano.

No es posible hablar de estas realidades centrales de nuestra fe, sin advertir la limitación de nuestra inteligencia y las grandezas de la Revelación. Pero, aunque no podamos abarcar esas verdades, aunque nuestra razón se pasme ante ellas, humilde y firmemente las creemos: sabemos, apoyados en el testimonio de Cristo, que son así. Que el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el amor del Corazón de Jesús.

Notas
1

Oración de la Misa del Sagrado Corazón.

2

Rom VIII, 32.

3

Cfr. Mt XXV, 21.

4

S. Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 43, a. 5 (citando a S. Agustín, De Trinitate, IX, 10).

5

Ioh XIX, 34.

6

Ioh XIX, 30.

7

Phil II, 7.

8

Ez XVIII, 23.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Act XVI, 9-10.

10

Eph III, 17-19.

11

Col II, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
37

Himno de Vísperas de la Fiesta.