Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Jesucristo → vida pública .

Pasó por la tierra haciendo el bien

¿Veis qué necesario es conocer a Jesús, observar amorosamente su vida? Muchas veces he ido a buscar la definición, la biografía de Jesús en la Escritura. La encontré leyendo que, con dos palabras, la hace el Espíritu Santo: pertransiit benefaciendo13. Todos los días de Jesucristo en la tierra, desde su nacimiento hasta su muerte, fueron así: pertransiit benefaciendo, los llenó haciendo el bien. Y en otro lugar recoge la Escritura: bene omnia fecit14: todo lo acabó bien, terminó todas las cosas bien, no hizo más que el bien.

Tú y yo entonces, ¿qué? Una mirada para ver si tenemos algo que enmendar. Yo sí que encuentro en mí mucho que rehacer. Como me veo incapaz por mí solo de obrar el bien, y como nos ha dicho el mismo Jesús que sin Él no podemos nada15, vamos tú y yo al Señor, a implorar su asistencia, por medio de su Madre, con estos coloquios íntimos, propios de las almas que aman a Dios. No añado más porque es cada uno de vosotros el que tiene que hablar, según su propia necesidad. Por dentro y sin ruido de palabras, en este mismo momento, mientras os doy estos consejos, aplico personalmente la doctrina a mi propia miseria.

Cumplió la voluntad de su Padre Dios

No me aparto de la verdad más rigurosa, si os digo que Jesús sigue buscando ahora posada en nuestro corazón. Hemos de pedirle perdón por nuestra ceguera personal, por nuestra ingratitud. Hemos de pedirle la gracia de no cerrarle nunca más la puerta de nuestras almas.

No nos oculta el Señor que esa obediencia rendida a la voluntad de Dios exige renuncia y entrega, porque el Amor no pide derechos: quiere servir. Él ha recorrido primero el camino. Jesús, ¿cómo obedeciste tú? Usque ad mortem, mortem autem crucis20, hasta la muerte y muerte de cruz. Hay que salir de uno mismo, complicarse la vida, perderla por amor de Dios y de las almas. He aquí que tú querías vivir, y no querías que nada te sucediera; pero Dios quiso otra cosa. Existen dos voluntades: tu voluntad debe ser corregida, para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida, para acomodarse a la tuya21.

Yo he visto con gozo a muchas almas que se han jugado la vida —como tú, Señor, usque ad mortem—, al cumplir lo que la voluntad de Dios les pedía: han dedicado sus afanes y su trabajo profesional al servicio de la Iglesia, por el bien de todos los hombres.

Aprendamos a obedecer, aprendamos a servir: no hay mejor señorío que querer entregarse voluntariamente a ser útil a los demás. Cuando sentimos el orgullo que barbota dentro de nosotros, la soberbia que nos hace pensar que somos superhombres, es el momento de decir que no, de decir que nuestro único triunfo ha de ser el de la humildad. Así nos identificaremos con Cristo en la Cruz, no molestos o inquietos o con mala gracia, sino alegres: porque esa alegría, en el olvido de sí mismo, es la mejor prueba de amor.

Recordar a un cristiano que su vida no tiene otro sentido que el de obedecer a la voluntad de Dios, no es separarle de los demás hombres. Al contrario, en muchos casos el mandamiento recibido del Señor es que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado22, viviendo junto a los demás e igual que los demás, entregándonos a servir al Señor en el mundo, para dar a conocer mejor a todas las almas el amor de Dios: para decirles que se han abierto los caminos divinos de la tierra.

No se ha limitado el Señor a decirnos que nos amaba, sino que lo ha demostrado con las obras. No nos olvidemos de que Jesucristo se ha encarnado para enseñar, para que aprendamos a vivir la vida de los hijos de Dios. Recordad aquel preámbulo del evangelista San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: Primum quidem sermonem feci de omnibus, o Theophile, quae coepit Iesus facere et docere23, he hablado de todo lo más notable que hizo y predicó Jesús. Vino a enseñar, pero haciendo; vino a enseñar, pero siendo modelo, siendo el Maestro y el ejemplo con su conducta.

Ahora, delante de Jesús Niño, podemos continuar nuestro examen personal: ¿estamos decididos a procurar que nuestra vida sirva de modelo y de enseñanza a nuestros hermanos, a nuestros iguales, los hombres? ¿Estamos decididos a ser otros Cristos? No basta decirlo con la boca. Tú —lo pregunto a cada uno de vosotros y me lo pregunto a mí mismo—, tú, que por ser cristiano estás llamado a ser otro Cristo, ¿mereces que se repita de ti que has venido, facere et docere, a hacer las cosas como un hijo de Dios, atento a la voluntad de su Padre, para que de esta manera puedas empujar a todas las almas a participar de las cosas buenas, nobles, divinas y humanas de la redención? ¿Estás viviendo la vida de Cristo, en tu vida ordinaria en medio del mundo?

Hacer las obras de Dios no es un bonito juego de palabras, sino una invitación a gastarse por Amor. Hay que morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús, hasta la muerte de cruz, mortem autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum24. Y por esto Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios, que hemos pasado haciendo bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros errores personales, por numerosos que sean.

Y cuando venga la muerte, que vendrá inexorable, la esperaremos con júbilo como he visto que han sabido esperarla tantas personas santas, en medio de su existencia ordinaria. Con alegría: porque, si hemos imitado a Cristo en hacer el bien —en obedecer y en llevar la Cruz, a pesar de nuestras miserias—, resucitaremos como Cristo: surrexit Dominus vere!25, que resucitó de verdad.

Jesús, que se hizo niño, meditadlo, venció a la muerte. Con el anonadamiento, con la sencillez, con la obediencia: con la divinización de la vida corriente y vulgar de las criaturas, el Hijo de Dios fue vencedor.

Este ha sido el triunfo de Jesucristo. Así nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres.

Como toda fiesta cristiana, esta que celebramos es especialmente una fiesta de paz. Los ramos, con su antiguo simbolismo, evocan aquella escena del Génesis: esperó Noé otros siete días y, al cabo de ellos, soltó otra vez la paloma, que volvió a él a la tarde, trayendo en el pico una ramita verde de olivo. Conoció, por esto, Noé que las aguas no cubrían ya la tierra1. Ahora recordamos que la alianza entre Dios y su pueblo es confirmada y establecida en Cristo, porque Él es nuestra paz2. En esa maravillosa unidad y recapitulación de lo viejo en lo nuevo, que caracteriza la liturgia de nuestra Santa Iglesia Católica, leemos en el día de hoy estas palabras de profunda alegría: los hijos de los hebreos, llevando ramos de olivo salieron al encuentro del Señor, clamando y diciendo: Gloria en las alturas3.

La aclamación a Jesucristo se enlaza en nuestra alma con la que saludó su nacimiento en Belén. Mientras Jesús pasaba, cuenta San Lucas, las gentes tendían sus vestidos por el camino. Y estando ya cercano a la bajada del monte de los Olivos, los discípulos en gran número, transportados de gozo, comenzaron a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que habían visto: bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor, paz en el cielo y gloria en las alturas4.

Paz en la tierra

Pax in coelo, paz en el cielo. Pero miremos también el mundo: ¿por qué no hay paz en la tierra? No; no hay paz; hay sólo apariencia de paz, equilibrio de miedo, compromisos precarios. No hay paz tampoco en la Iglesia, surcada por tensiones que desgarran la blanca túnica de la Esposa de Cristo. No hay paz en muchos corazones, que intentan vanamente compensar la intranquilidad del alma con el ajetreo continuo, con la pequeña satisfacción de bienes que no sacian, porque dejan siempre el amargo regusto de la tristeza.

Las hojas de palma, escribe San Agustín, son símbolo de homenaje, porque significan victoria. El Señor estaba a punto de vencer, muriendo en la Cruz. Iba a triunfar, en el signo de la Cruz, sobre el Diablo, príncipe de la muerte5. Cristo es nuestra paz porque ha vencido; y ha vencido porque ha luchado, en el duro combate contra la acumulada maldad de los corazones humanos.

Cristo, que es nuestra paz, es también el Camino6. Si queremos la paz, hemos de seguir sus pasos. La paz es consecuencia de la guerra, de la lucha, de esa lucha ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón. Es inútil clamar por el sosiego exterior si falta tranquilidad en las conciencias, en el fondo del alma, porque del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias7.

Notas
13

Act X, 38.

14

Mc VII, 37.

15

Cfr. Ioh XV, 5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
20

Phil II, 8-9.

21

San Agustín, Enarrationes in psalmos, 31, 2, 26 (PL 36, 274).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
22

Cfr. Ioh XIII, 34-35.

23

Act I, 1.

24

Phil II, 8-9.

25

Lc XXIV, 34.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Gen VIII, 10-11.

2

Eph II, 14.

3

Antífona en la distribución de los ramos.

4

Lc XIX, 36-38.

5

S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 51, 2 (PL 35, 1764).

6

Cfr. Ioh XIV, 6.

7

Mt XV, 19.

Referencias a la Sagrada Escritura