Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Jesucristo → Resurrección de Cristo.

Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia. No temáis, con esta invocación saludó un ángel a las mujeres que iban al sepulcro; no temáis. Vosotras venís a buscar a Jesús Nazareno, que fue crucificado: ya resucitó, no está aquí1. Haec est dies quam fecit Dominus, exsultemus et laetemur in ea; este es el día que hizo el Señor, regocijémonos2.

El tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón del cristiano. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos.

No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, yo no me olvidaré de ti3, había prometido. Y ha cumplido su promesa. Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres4.

Cristo vive en su Iglesia. “Os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré”5. Esos eran los designios de Dios: Jesús, muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida. Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad.

De modo especial Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la Sagrada Eucaristía. Por eso la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. En toda misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo. Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso. Porque Cristo es el Camino, el Mediador: en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía. En Jesucristo, e instruidos por Él, nos atrevemos a decir —audemus dicere— Pater noster, Padre nuestro. Nos atrevemos a llamar Padre al Señor de los cielos y de la tierra.

La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo.

Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa. Cristo ha resucitado de entre los muertos y ha venido a ser como las primicias de los difuntos: porque así como por un hombre vino la muerte, por un hombre debe venir la resurrección de los muertos. Que así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados6.

La vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Última Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él7. El cristiano debe —por tanto— vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus8, no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí.

Es necesario, pues, que nuestra fe sea viva, que nos lleve realmente a creer en Dios y a mantener un constante diálogo con Él. La vida cristiana deber ser vida de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El cristiano no es nunca un hombre solitario, puesto que vive en un trato continuo con Dios, que está junto a nosotros y en los cielos.

Sine intermissione orate, manda el Apóstol, orad sin intermisión37. Y, recordando ese precepto apostólico, escribe Clemente Alejandrino: se nos manda alabar y honrar al Verbo, a quien conocemos como salvador y rey; y por Él al Padre, no en días escogidos, como hacen otros, sino constantemente a lo largo de toda la vida, y de todos los modos posibles38.

En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros hombres, en todos esos instantes el cristiano debe reencontrar a Dios. Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara.

Hay que tratar a Cristo, en la Palabra y en el Pan, en la Eucaristía y en la Oración. Y tratarlo como se trata a un amigo, a un ser real y vivo como Cristo lo es, porque ha resucitado. Cristo, leemos en la Epístola a los Hebreos, como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio. De aquí que puede perpetuamente salvar a los que por medio suyo se presentan a Dios, puesto que está siempre vivo para interceder por nosotros39.

Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver sólo entre sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva. El espíritu y la esposa dicen: ven. Diga también quien escucha: ven. Asimismo el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome de balde el agua de vida, la felicidad eterna... Y el que da testimonio de estas cosas dice: ciertamente, vengo pronto. Así sea. Ven, Señor Jesús40.

Los Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo —con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección— había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad.

Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas1. Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por Él, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén.

Los hombres y las mujeres que, venidos de las más diversas regiones, pueblan en aquellos días la ciudad, escuchan asombrados. Partos, medos y elamitas, los moradores de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y del Asia, los de Frigia, de Pamfilia y de Egipto, los de Libia, confinante con Cirene, y los que han venido de Roma, tanto judíos como prosélitos, los cretenses y los árabes, oímos hablar las maravillas de Dios en nuestras propias lenguas2. Estos prodigios, que se obran ante sus ojos, les llevan a prestar atención a la predicación apostólica. El mismo Espíritu Santo, que actuaba en los discípulos del Señor, tocó también sus corazones y los condujo hacia la fe.

Nos cuenta San Lucas que, después de haber hablado San Pedro proclamando la Resurrección de Cristo, muchos de los que le rodeaban se acercaron preguntando: ¿qué es lo que debemos hacer, hermanos? El Apóstol les respondió: Haced penitencia, y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Aquel día se incorporaron a la Iglesia, termina diciéndonos el texto sagrado, cerca de tres mil personas3.

La venida solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana: Él es quien inspira la predicación de San Pedro4, quien confirma en su fe a los discípulos5, quien sella con su presencia la llamada dirigida a los gentiles6, quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras lejanas para abrir nuevos caminos a la enseñanza de Jesús7. En una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo.

Notas
1

Mc XVI, 6 (Evangelio de la Misa del Domingo de Resurrección).

2

Ps CXVII, 24 (Gradual de esa misma Misa).

3

Is XLIX, 14-15.

4

Cfr. Prv VIII, 31.

5

Ioh XVI, 7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

1 Cor XV, 20-21.

7

Ioh XIV, 23.

8

Gal II, 20.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
37

1 Thes V, 17.

38

Clemente Alejandrino, Stromata, 7, 7, 35 (PG 9, 450).

39

Heb VII, 24-25.

40

Apoc XXII, 17 y 20.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Ioh XVI, 12-13.

2

Act II, 9-11.

3

Cfr. Act II, 37-41.

4

Cfr. Act IV, 8.

5

Cfr. Act IV, 31.

6

Cfr. Act X, 44-47.

7

Cfr. Act XIII, 2-4.

Referencias a la Sagrada Escritura