Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Jesucristo → Humanidad de Jesucristo.

La misericordia de Dios

Empieza hoy el tiempo de Adviento, y es bueno que hayamos considerado las insidias de estos enemigos del alma: el desorden de la sensualidad y de la fácil ligereza; el desatino de la razón que se opone al Señor; la presunción altanera, esterilizadora del amor a Dios y a las criaturas. Todas estas situaciones del ánimo son obstáculos ciertos, y su poder perturbador es grande. Por eso la liturgia nos hace implorar la misericordia divina: a Ti, Señor, elevo mi alma; en Ti espero; que no sea confundido, ni se gocen de mí mis adversarios24, hemos rezado en el introito. Y en la antífona del Ofertorio repetiremos: espero en Ti, ¡que yo no sea confundido!

Ahora, que se acerca el tiempo de la salvación, consuela escuchar de los labios de San Pablo que después que Dios Nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor con los hombres, nos ha liberado no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia25.

Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra26, se extiende a todos sus hijos, super omnem carnem27; nos rodea28, nos antecede29, se multiplica para ayudarnos30, y continuamente ha sido confirmada31. Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia32: una misericordia suave33, hermosa como nube de lluvia34.

Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia35. Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso36. Nos han quedado muy grabadas también, entre otras muchas escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím37. ¡Cuántas razones de justicia para explicar este gran prodigio! Ha muerto el hijo único de aquella pobre viuda, el que daba sentido a su vida, el que podía ayudarle en su vejez. Pero Cristo no obra el milagro por justicia; lo hace por compasión, porque interiormente se conmueve ante el dolor humano.

¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor! Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso38. Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno39. Los enemigos de nuestra santificación nada podrán, porque esa misericordia de Dios nos previene; y si —por nuestra culpa y nuestra debilidad— caemos, el Señor nos socorre y nos levanta. Habías aprendido a evitar la negligencia, a alejar de ti la arrogancia, a adquirir la piedad, a no ser prisionero de las cuestiones mundanas, a no preferir lo caduco a lo eterno. Pero, como la debilidad humana no puede mantener un paso decidido en un mundo resbaladizo, el buen médico te ha indicado también remedios contra la desorientación, y el juez misericordioso no te ha negado la esperanza del perdón40.

Las tentaciones de Cristo

La Cuaresma conmemora los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, como preparación de esos años de predicación, que culminan en la Cruz y en la gloria de la Pascua. Cuarenta días de oración y de penitencia. Al terminar, tuvo lugar la escena que la liturgia de hoy ofrece a nuestra consideración, recogiéndola en el Evangelio de la Misa: las tentaciones de Cristo21.

Una escena llena de misterio, que el hombre pretende en vano entender —Dios que se somete a la tentación, que deja hacer al Maligno—, pero que puede ser meditada, pidiendo al Señor que nos haga saber la enseñanza que contiene.

Jesucristo tentado. La tradición ilustra esta escena considerando que Nuestro Señor, para darnos ejemplo en todo, quiso también sufrir la tentación. Así es, porque Cristo fue perfecto Hombre, igual a nosotros, salvo en el pecado22. Después de cuarenta días de ayuno, con el solo alimento —quizá— de yerbas y de raíces y de un poco de agua, Jesús siente hambre: hambre de verdad, como la de cualquier criatura. Y cuando el diablo le propone que convierta en pan las piedras, Nuestro Señor no sólo rechaza el alimento que su cuerpo pedía, sino que aleja de sí una incitación mayor: la de usar del poder divino para remediar, si podemos hablar así, un problema personal.

Lo habréis notado a lo largo de los Evangelios: Jesús no hace milagros en beneficio propio. Convierte el agua en vino, para los esposos de Caná23; multiplica los panes y los peces, para dar de comer a una multitud hambrienta24. Pero Él se gana el pan, durante largos años, con su propio trabajo. Y, más tarde, durante el tiempo de su peregrinar por tierras de Israel, vive con la ayuda de aquellos que le siguen25.

Relata San Juan que, después de una larga caminata, al llegar Jesús al pozo de Sicar, hace que sus discípulos vayan al pueblo a comprar comida; y viendo acercarse a la samaritana, le pide agua, porque Él no tenía con qué obtenerla26. Su cuerpo fatigado por el largo caminar experimenta el cansancio, y otras veces, para reponer las fuerzas, acude al sueño27. Generosidad del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana, que no se sirve de su poder de Dios para huir de las dificultades o del esfuerzo. Que nos enseña a ser recios, a amar el trabajo, a apreciar la nobleza humana y divina de saborear las consecuencias del entregamiento.

En la segunda tentación, cuando el diablo le propone que se arroje desde lo alto del Templo, rechaza Jesús de nuevo ese querer servirse de su poder divino. Cristo no busca la vanagloria, el aparato, la comedia humana que intenta utilizar a Dios como telón de fondo de la propia excelencia. Jesucristo quiere cumplir la voluntad del Padre sin adelantar los tiempos ni anticipar la hora de los milagros, sino recorriendo paso a paso el duro sendero de los hombres, el amable camino de la Cruz.

Algo muy parecido vemos en la tercera tentación: se le ofrecen reinos, poder, gloria. El demonio pretende extender, a ambiciones humanas, esa actitud que debe reservarse sólo a Dios: promete una vida fácil a quien se postra ante él, ante los ídolos. Nuestro Señor reconduce la adoración a su único y verdadero fin, Dios, y reafirma su voluntad de servir: apártate Satanás; porque está escrito: adorarás al Señor Dios tuyo, y a Él solo servirás28.

Cada uno de esos gestos humanos es gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente26. Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad.

Al recordar esta delicadeza humana de Cristo, que gasta su vida en servicio de los otros, hacemos mucho más que describir un posible modo de comportarse. Estamos descubriendo a Dios. Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios, nos invita a creer en el amor de Dios, que nos creó y que quiere llevarnos a su intimidad. Yo he manifestado tu nombre, a los hombres que me has dado del mundo; tuyos eran, y me los diste; y ellos han puesto por obra tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste viene de ti27, exclamó Jesús en la larga oración que nos conserva el evangelista Juan.

Por eso, el trato de Jesús no es un trato que se quede en meras palabras o en actitudes superficiales. Jesús toma en serio al hombre, y quiere darle a conocer el sentido divino de su vida. Jesús sabe exigir, colocar a cada uno frente a sus deberes, sacar a quienes le escuchan de la comodidad y del conformismo, para llevarles a conocer al Dios tres veces santo. Conmueven a Jesús el hambre y el dolor, pero sobre todo le conmueve la ignorancia. Vio Jesús la muchedumbre que le aguardaba, y enterneciéronsele con tal vista las entrañas, porque andaban como ovejas sin pastor, y así se puso a instruirlos sobre muchas cosas28.

La liturgia pone ante nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios de la vida de Jesucristo entre los hombres: su Ascensión a los cielos. Desde el Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna, adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado en los largos años de trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a través de las tierras de Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos. Y más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.

Al dolor, siguió la alegría luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más claro y más firme para nuestra fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como los Apóstoles, somos todavía débiles y, en este día de la Ascensión, preguntamos a Cristo: ¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?1; ¿es ahora cuando desaparecerán, definitivamente, todas nuestras perplejidades, y todas nuestras miserias?

El Señor nos responde subiendo a los cielos. También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino2, cuando llora por Lázaro3, cuando ora largamente4, cuando se compadece de la muchedumbre5.

Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. Él, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al Cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?

Notas
24

Ps XXIV, 1-2.

25

Tit III, 5.

26

Ps XXXII, 5.

27

Ecclo XVIII, 12.

28

Ps XXXI, 10.

29

Ps LVIII, 11.

30

Ps XXXIII, 8.

31

Ps CXVI, 2.

32

Ps XXIV, 7.

33

Ps CVIII, 21.

34

Ecclo XXXV, 26.

35

Mt V, 7.

36

Lc VI, 36.

37

Lc VII, 11-17.

38

Ex XXII, 27.

39

Heb IV, 16.

40

S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 7 (PL 15, 1540).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Cfr. Mt IV, 1-11.

22

Cfr. Heb IV, 15.

23

Cfr. Ioh II, 1-11.

24

Cfr. Mc VI, 33-46.

25

Cfr. Mt XXVII, 55.

26

Cfr. Ioh IV, 4 ss

27

Cfr. Lc VIII, 23

28

Mt IV, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Col II, 9.

27

Ioh XVII, 6-7.

28

Mc VI, 34.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Act 1, 6.

2

Cfr. Ioh IV, 6.

3

Cfr. Ioh, XI, 35.

4

Cfr. Lc VI, 12.

5

Cfr. Mt XV, 32; Mc VIII, 2.

Referencias a la Sagrada Escritura