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Hay 108 puntos en «Forja» cuya materia es Lucha ascética .

Elección divina significa —¡y exige!— santidad personal.

Si respondes a la llamada que te ha hecho el Señor, tu vida —¡tu pobre vida!— dejará en la historia de la humanidad un surco hondo y ancho, luminoso y fecundo, eterno y divino.

Siente cada día la obligación de ser santo. —¡Santo!, que no es hacer cosas raras: es luchar en la vida interior y en el cumplimiento heroico, acabado, del deber.

La santidad no consiste en grandes ocupaciones. —Consiste en pelear para que tu vida no se apague en el terreno sobrenatural; en que te dejes quemar hasta la última brizna, sirviendo a Dios en el último puesto…, o en el primero: donde el Señor te llame.

No se ha limitado el Señor a decirnos que nos ama: sino que nos lo ha demostrado con las obras, con la vida entera. —¿Y tú?

Si amas al Señor, "necesariamente" has de notar el bendito peso de las almas, para llevarlas a Dios.

Para quien quiere vivir de Amor con mayúscula, el término medio es muy poco, es cicatería, cálculo ruin.

Esta es la receta para tu camino de cristiano: oración, penitencia, trabajo sin descanso, con un cumplimiento amoroso del deber.

¡Dios mío, enséñame a amar! —¡Dios mío, enséñame a orar!

Debemos pedir a Dios la fe, la esperanza, la caridad, con humildad, con oración perseverante, con una conducta honrada y con costumbres limpias.

Me has dicho que no sabías cómo pagarme el celo santo que te inundaba el alma.

—Me apresuré a responderte: yo no te doy ninguna vibración: te la concede el Espíritu Santo.

—Quiérele, trátale. —Así, irás amándole más y mejor, y agradeciéndole que sea El quien se asienta en tu alma, para que tengas vida interior.

Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto —prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente—, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar…

El Señor te ha hecho ver claro tu camino de cristiano en medio del mundo. Sin embargo, me aseguras que muchas veces has considerado, con envidia —me has dicho que en el fondo era comodidad—, la felicidad de ser un desconocido, trabajando, ignorado por todos, en el último rincón… ¡Dios y tú!

—Ahora, aparte de la idea de misionar en el Japón, viene a tu cabeza el pensamiento de esa vida oculta y sufrida… Pero si, al quedar libre de otras santas obligaciones naturales, trataras de "esconderte", sin ser ésa tu vocación, en una institución religiosa cualquiera, no serías feliz. —Te faltaría la paz; porque habrías hecho tu voluntad, no la de Dios.

—Tu "vocación", entonces, tendría otro nombre: defección, producto no de divina inspiración, sino de puro miedo humano a la lucha que se avecina. Y eso… ¡no!

Contra la vida limpia, la pureza santa, se alza una gran dificultad, a la que todos estamos expuestos: el peligro del aburguesamiento, en la vida espiritual o en la vida profesional: el peligro —también para los llamados por Dios al matrimonio— de sentirse solterones, egoístas, personas sin amor.

—Lucha de raíz contra ese riesgo, sin concesiones de ningún género.

Para vencer la sensualidad —porque llevaremos siempre este borriquillo de nuestro cuerpo a cuestas—, has de vivir generosamente, a diario, las pequeñas mortificaciones —y, en ocasiones, las grandes—; y has de mantenerte en la presencia de Dios, que jamás deja de mirarte.

Tu castidad no se puede limitar a evitar la caída, la ocasión…; no puede ser de ninguna manera una negación fría y matemática.

—¿Te has dado cuenta de que la castidad es una virtud y de que, como tal, debe crecer y perfeccionarse?

—No te basta, pues, ser continente —según tu estado—, sino casto, con virtud heroica.

El «bonus odor Christi» —el buen olor de Cristo es también el de nuestra vida limpia, el de la castidad —cada uno en su estado, repito—, el de la santa pureza, que es afirmación gozosa: algo enterizo y delicado a la vez, fino, que evita incluso manifestaciones de palabras inconvenientes, porque no pueden agradar a Dios.

Acostúmbrate a dar gracias anticipadas a los Angeles Custodios…, para obligarles más.

A todo cristiano se debería poder aplicar el apelativo que se usó en los comienzos: "portador de Dios".

—Obra de modo tal que puedan atribuirte "con verdad" ese admirable calificativo.

Considera qué pasaría si los cristianos no quisiéramos vivir como tales…, ¡y rectifica tu conducta!

Contempla al Señor detrás de cada acontecimiento, de cada circunstancia, y así sabrás sacar de todos los sucesos más amor de Dios, y más deseos de correspondencia, porque El nos espera siempre, y nos ofrece la posibilidad de cumplir continuamente ese propósito que hemos hecho: «serviam!», ¡te serviré!

Renueva cada jornada el deseo eficaz de anonadarte, de abnegarte, de olvidarte de ti mismo, de caminar «in novitate sensus», con una vida nueva, cambiando esta miseria nuestra por toda la grandeza oculta y eterna de Dios.

¡Señor!, dame ser tan tuyo que no entren en mi corazón ni los afectos más santos, sino a través de tu Corazón llagado.

Procura ser delicado, persona de buenas maneras. ¡No seas grosero!

—Delicado siempre, que no quiere decir amanerado.

¡Santo! El hijo de Dios deberá exagerar en virtud, si cabe en esto exageración…, porque los demás se mirarán en él, como en un espejo y, sólo apuntando muy alto, se quedarán ellos en el punto medio.

No te avergüence descubrir que en el corazón tienes el «fomes peccati» —la inclinación al mal, que te acompañará mientras vivas, porque nadie está libre de esa carga.

No te avergüences, porque el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha dado todos los medios idóneos para superar esa inclinación: los Sacramentos, la vida de piedad, el trabajo santificado.

—Empléalos con perseverancia, dispuesto a comenzar y recomenzar, sin desanimarte.

¡Señor, líbrame de mí mismo!

El apóstol sin oración habitual y metódica cae necesariamente en la tibieza…, y deja de ser apóstol.

Señor, que desde ahora sea otro: que no sea "yo", sino "aquél" que Tú deseas.

—Que no te niegue nada de lo que me pidas. Que sepa orar. Que sepa sufrir. Que nada me preocupe, fuera de tu gloria. Que sienta tu presencia de continuo.

—Que ame al Padre. Que te desee a Ti, mi Jesús, en una permanente Comunión. Que el Espíritu Santo me encienda.

«Meus es tu» —eres mío, te ha manifestado el Señor.

—¡Que ese Dios, que es toda la hermosura y toda la sabiduría, toda la grandeza y toda la bondad, te diga a ti que eres suyo!…, ¡y que tú no le sepas responder!

No puedes admirarte si sientes, en tu vida, aquel peso del que hablaba San Pablo: "veo que hay otra ley en mis miembros que es contraria a la ley de mi mente".

—Acuérdate entonces de que eres de Cristo, y vete a la Madre de Dios, que es Madre tuya: no te abandonarán.

Recibe los consejos que te den en la dirección espiritual, como si viniesen del mismo Jesucristo.

Me has pedido una sugerencia para vencer en tus batallas diarias, y te he contestado: al abrir tu alma, cuenta en primer lugar lo que no querrías que se supiera. Así el diablo resulta siempre vencido.

—¡Abre tu alma con claridad y sencillez, de par en par, para que entre —hasta el último rincón— el sol del Amor de Dios!

Si el demonio mudo —del que nos habla el Evangelio— se mete en el alma, lo echa todo a perder. En cambio, si se le arroja inmediatamente, todo sale bien, se camina feliz, todo marcha.

—Propósito firme: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual, con delicada educación…, y que esa sinceridad sea inmediata.

Ama y busca la ayuda de quien lleva tu alma. En la dirección espiritual, pon al descubierto tu corazón, del todo —¡podrido, si estuviese podrido!—, con sinceridad, con ganas de curarte; si no, esa podredumbre no desaparecerá nunca.

Si acudes a una persona que sólo puede limpiar superficialmente la herida…, eres un cobarde, porque en el fondo vas a ocultar la verdad, en daño de ti mismo.

Nunca tengas miedo a decir la verdad, sin olvidar que algunas veces es mejor callar, por caridad con el prójimo. Pero no te calles jamás por desidia, por comodidad o por cobardía.

Si sabes querer a los demás y difundes ese cariño —caridad de Cristo, fina, delicada— entre todos, os apoyaréis unos a otros: y el que vaya a caer se sentirá sostenido —y urgido— con esa fortaleza fraterna, para ser fiel a Dios.

Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia.

Que sepas, a diario y con generosidad, fastidiarte alegre y discretamente para servir y para hacer agradable la vida a los demás.

—Este modo de proceder es verdadera caridad de Jesucristo.

Has de procurar que, donde estés, haya ese "buen humor" —esa alegría—, que es fruto de la vida interior.

Cuídame el ejercicio de una mortificación muy interesante: que tus conversaciones no giren en torno a ti mismo.

Un buen modo de hacer examen de conciencia:

—¿Recibí como expiación, en este día, las contradicciones venidas de la mano de Dios?; ¿las que me proporcionaron, con su carácter, mis compañeros?; ¿las de mi propia miseria?

—¿Supe ofrecer al Señor, como expiación, el mismo dolor, que siento, de haberle ofendido ¡tantas veces!?; ¿le ofrecí la vergüenza de mis interiores sonrojos y humillaciones, al considerar lo poco que adelanto en el camino de las virtudes?

Mortificaciones habituales, acostumbradas: ¡sí!, pero no seas monomaníaco.

—No han de limitarse necesariamente a las mismas: lo constante, lo habitual, lo acostumbrado —sin acostumbramiento— debe ser el espíritu de mortificación.

Tú quieres pisar sobre las huellas de Cristo, vestirte de su vestidura, identificarte con Jesús: pues que tu fe sea operativa y sacrificada, con obras de servicio, echando fuera lo que estorba.

La santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos. El que quiere ser santo sabe desenvolverse de tal manera que, mientras hace una cosa que le mortifica, omite —si no es ofensa a Dios— otra que también le cuesta y da gracias al Señor por esta comodidad. Si los cristianos actuáramos de otro modo, correríamos el riesgo de volvernos tiesos, sin vida, como una muñeca de trapo.

La santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe sonreír, ceder, esperar. Es vida: vida sobrenatural.

No me dejes, ¡Madre!: haz que busque a tu Hijo; haz que encuentre a tu Hijo; haz que ame a tu Hijo… ¡con todo mi ser! —Acuérdate, Señora, acuérdate.

Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos pierden claridad, necesitamos ir a la luz. Y Jesucristo nos ha dicho que El es la Luz del mundo y que ha venido a curar a los enfermos.

—Por eso, que tus enfermedades, tus caídas —si el Señor las permite—, no te aparten de Cristo: ¡que te acerquen a El!

Por mi miseria, me quejaba yo a un amigo de que parece que Jesús está de paso… y de que me deja solo.

—Al instante, reaccioné con dolor, lleno de confianza: no es así, Amor mío: yo soy quien, sin duda, se apartó de Ti: ¡ya no más!

¡Cuánta villanía en mi conducta, y cuánta infidelidad a la gracia!

—Madre mía, Refugio de pecadores, ruega por mí; que nunca más entorpezca la obra de Dios en mi alma.

¡Tan cerca de Cristo, tantos años, y… tan pecador!

—La intimidad de Jesús contigo, ¿no te arranca sollozos?

No me falta la verdadera alegría, al contrario… Y, sin embargo, ante el conocimiento de la propia bajeza, resulta lógico clamar con San Pablo: "¡qué hombre tan infeliz soy!"

—Así crecen las ansias de arrancar de raíz la barrera que levanta el propio yo.

No te asustes, ni te desanimes, al descubrir que tienes errores…, ¡y qué errores!

—Lucha para arrancarlos. Y, mientras luches, convéncete de que es bueno que sientas todas esas debilidades, porque, si no, serías un soberbio: y la soberbia aparta de Dios.

Pásmate ante la bondad de Dios, porque Cristo quiere vivir en ti…, también cuando percibes todo el peso de la pobre miseria, de esta pobre carne, de esta vileza, de este pobre barro.

—Sí, también entonces, ten presente esa llamada de Dios: Jesucristo, que es Dios, que es Hombre, me entiende y me atiende porque es mi Hermano y mi Amigo.

Vives contento, muy feliz, aunque en ocasiones notes el zarpazo de la tristeza, e incluso palpes casi habitualmente un sedimento real de pesadumbre.

—Pueden coexistir esa alegría y esa congoja, cada una en su "hombre": aquélla, en el nuevo; la otra, en el viejo.

La humildad nace como fruto de conocer a Dios y de conocerse a sí mismo.

Señor, te pido un regalo: Amor…, un Amor que me deje limpio. —Y otro regalo aún: conocimiento propio, para llenarme de humildad.

Son santos los que luchan hasta el final de su vida: los que siempre se saben levantar después de cada tropiezo, de cada caída, para proseguir valientemente el camino con humildad, con amor, con esperanza.

Si tus errores te hacen más humilde, si te llevan a buscar con más fuerza el asidero de la mano divina, son camino de santidad: «felix culpa!» —¡bendita culpa!, canta la Iglesia.

La oración —¡aun la mía!— es omnipotente.

La humildad lleva, a cada alma, a no desanimarse ante los propios yerros.

—La verdadera humildad lleva… ¡a pedir perdón!

Invoca al Señor, suplicándole el espíritu de penitencia propio del que todos los días se sabe vencer, ofreciéndole calladamente y con abnegación ese vencimiento constante.

Repite en tu oración personal, cuando sientas la flaqueza de la carne: ¡Señor, Cruz para este pobre cuerpo mío, que se cansa y que se subleva!

Qué buena razón la de aquel sacerdote, cuando predicaba así: "Jesús me ha perdonado toda la muchedumbre de mis pecados —¡cuánta generosidad!—, a pesar de mi ingratitud. Y, si a María Magdalena le fueron perdonados muchos pecados, porque amó mucho, a mí, que todavía me ha perdonado más, ¡qué gran deuda de amor me queda!"

¡Jesús, hasta la locura y el heroísmo! Con tu gracia, Señor, aunque me sea preciso morir por Ti, ya no te abandonaré.

Lázaro resucitó porque oyó la voz de Dios: y enseguida quiso salir de aquel estado. Si no hubiera "querido" moverse, habría muerto de nuevo.

Propósito sincero: tener siempre fe en Dios; tener siempre esperanza en Dios; amar siempre a Dios…, que nunca nos abandona, aunque estemos podridos como Lázaro.

Admira esta paradoja amable de la condición de cristiano: nuestra propia miseria es la que nos lleva a refugiarnos en Dios, a "endiosarnos", y con El lo podemos todo.

Cuando hayas caído, o te encuentres agobiado por la carga de tus miserias, repite con segura esperanza: Señor, mira que estoy enfermo; Señor, Tú, que por amor has muerto en la Cruz por mí, ven a curarme.

Confía, insisto: persevera llamando a su Corazón amantísimo. Como a los leprosos del Evangelio, te dará la salud.

Llénate de confianza en Dios y ten, cada día más hondo, un gran deseo de no huir jamás de El.

Virgen Inmaculada, ¡Madre!, no me abandones: mira cómo se llena de lágrimas mi pobre corazón. —¡No quiero ofender a mi Dios!

—Ya sé, y pienso que no lo olvidaré nunca, que no valgo nada: ¡cuánto me pesa mi poquedad, mi soledad! Pero… no estoy solo: tú, Dulce Señora, y mi Padre Dios no me dejáis.

Ante la rebelión de mi carne y ante las razones diabólicas contra mi Fe, amo a Jesús y creo: Amo y Creo.

Sigue el consejo de San Pablo: hora est iam nos de somno surgere! —¡ya es hora de trabajar! —De trabajar por dentro, en la edificación de tu alma; y por fuera, desde tu lugar, en la edificación del Reino de Dios.

Me dices, contrito: "¡cuánta miseria me veo! Me encuentro, tal es mi torpeza y tal el bagaje de mis concupiscencias, como si nunca hubiera hecho nada por acercarme a Dios. Comenzar, comenzar: ¡oh, Señor, siempre en los comienzos! Procuraré, sin embargo, empujar con toda mi alma en cada jornada".

—Que El bendiga esos afanes tuyos.

Padre, me has comentado: yo tengo muchas equivocaciones, muchos errores.

—Ya lo sé, te he respondido. Pero Dios Nuestro Señor, que también lo sabe y cuenta con eso, sólo te pide la humildad de reconocerlo, y la lucha para rectificar, para servirle cada día mejor, con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo.

¡Ojalá adquieras —las quieres alcanzar— las virtudes del borrico!: humilde, duro para el trabajo y perseverante, ¡tozudo!, fiel, segurísimo en su paso, fuerte y —si tiene buen amo— agradecido y obediente.

De acuerdo: tu preocupación deben ser "ellos". Pero tu primera preocupación debes ser tú mismo, tu vida interior; porque, de otro modo, no podrás servirles.

¡Cuánto te cuesta esa mortificación que el Espíritu Santo te sugiere! Mira con detenimiento un Crucifijo…, y amarás esa expiación.

¡Clavarse en la Cruz! Esta aspiración, como luz nueva, venía a la inteligencia, al corazón y a los labios de aquella alma, muchas veces.

—¿Clavarse en la Cruz?: ¡cuánto cuesta!, se decía. Y eso que sabía muy bien el camino: agere contra! —negarse a sí mismo. Por eso suplicaba: ¡ayúdame, Señor!

Situados en el Calvario, donde Jesús ha muerto, la experiencia de nuestros personales pecados debe conducirnos al dolor: a una decisión más madura y más honda de no ofenderle de nuevo.

Cada día un poco más —igual que al tallar una piedra o una madera—, hay que ir limando asperezas, quitando defectos de nuestra vida personal, con espíritu de penitencia, con pequeñas mortificaciones, que son de dos tipos: las activas —ésas que buscamos, como florecicas que recogemos a lo largo del día—, y las pasivas, que vienen de fuera y nos cuesta aceptarlas. Luego, Jesucristo va poniendo lo que falta.

—¡Qué Crucifijo tan estupendo vas a ser, si respondes con generosidad, con alegría, del todo!

El Señor, con los brazos abiertos, te pide una constante limosna de amor.

Acércate a Jesús muerto por ti, acércate a esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del Gólgota…

Pero acércate con sinceridad, con ese recogimiento interior que es señal de madurez cristiana: para que los sucesos divinos y humanos de la Pasión penetren en tu alma.

Hemos de aceptar la mortificación con los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en su Pasión Santa.

La mortificación es premisa necesaria para todo apostolado, y para la perfecta ejecución de cada apostolado.

El espíritu de penitencia está principalmente en aprovechar esas abundantes pequeñeces —acciones, renuncias, sacrificios, servicios…— que encontramos cada día en el camino, convirtiéndolas en actos de amor, de contrición, en mortificaciones, y formar así un ramillete al final del día: ¡un hermoso ramo, que ofrecemos a Dios!

El mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia en el trabajo comenzado: cuando se hace con ilusión, y cuando resulta cuesta arriba.

Somete a la consideración de tu Director espiritual tu plan de mortificaciones, para que él las modere.

—Pero moderarlas no quiere decir siempre disminuirlas, sino también aumentarlas, si lo considera conveniente. —Y, sea lo que sea, ¡acéptalo!

La santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo —que viene a inhabitar en nuestras almas—, mediante la gracia que se nos concede en los sacramentos, y con una lucha ascética constante.

Hijo mío, no nos hagamos ilusiones: tú y yo —no me cansaré de repetirlo— tendremos que pelear siempre, siempre, hasta el final de nuestra vida. Así amaremos la paz, y daremos la paz, y recibiremos el premio eterno.

No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele!

En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres…

Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla…, pero no habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente…, facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender…

¡No sabré hacerlo!, pensabas. —Oyele, te insisto. El te dará fuerzas, El lo hará todo, si tú quieres…, ¡que sí quieres!

—Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte.

Para acercarte a Dios, para volar hasta Dios, necesitas las alas recias y generosas de la Oración y de la Expiación.

Para evitar la rutina en las oraciones vocales, procura recitarlas con el mismo amor con que habla por primera vez el enamorado…, y como si fuera la última ocasión en que pudieras dirigirte al Señor.

Si estás orgulloso de ser hijo de Santa María, pregúntate: ¿cuántas manifestaciones de devoción a la Virgen tengo durante la jornada, de la mañana a la noche?

Dos razones hay, entre otras, se decía aquel amigo, para que desagravie a mi Madre Inmaculada todos los sábados y vísperas de sus fiestas.

—La segunda es que los domingos y las fiestas de la Virgen (que suelen ser fiestas de pueblos), en vez de dedicarlos las gentes a la oración, los dedican —basta abrir los ojos y ver— a ofender con pecados públicos y crímenes escandalosos a Nuestro Jesús.

La primera: que los que queremos ser buenos hijos no vivimos, quizá empujados por satanás, con la atención debida esos días dedicados al Señor y a su Madre.

—Ya te das cuenta de que, por desgracia, siguen muy de actualidad esas razones, para que también nosotros desagraviemos.

Siempre he entendido la oración del cristiano como una conversación amorosa con Jesús, que no debe interrumpirse ni aun en los momentos en los que físicamente estamos alejados del Sagrario, porque toda nuestra vida está hecha de coplas de amor humano a lo divino…, y amar podemos siempre.

Es tanto el Amor de Dios por sus criaturas, y habría de ser tanta nuestra correspondencia que, al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes.

Los sarmientos, unidos a la vid, maduran y dan frutos.

—¿Qué hemos de hacer tú y yo? Estar muy pegados, por medio del Pan y de la Palabra, a Jesucristo, que es nuestra vid…, diciéndole palabras de cariño a lo largo de todo el día. Los enamorados hacen así.

Ama mucho al Señor. Custodia en tu alma, y foméntala, esta urgencia de quererle. Ama a Dios, precisamente ahora, cuando quizá bastantes de los que le tienen en sus manos no le quieren, le maltratan y le descuidan.

¡Trátame muy bien al Señor, en la Santa Misa y durante la jornada entera!

La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios.

—¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración.

La santidad personal no es una entelequia, sino una realidad precisa, divina y humana, que se manifiesta constantemente en hechos diarios de Amor.

Has de convivir, has de comprender, has de ser hermano de tus hermanos los hombres, has de poner amor —como dice el místico castellano— donde no hay amor, para sacar amor.

No somos buenos hermanos de nuestros hermanos los hombres, si no estamos dispuestos a mantener una recta conducta, aunque quienes nos rodeen interpreten mal nuestra actuación, y reaccionen de un modo desagradable.

Tu amor y tu servicio a la Iglesia Santa no pueden estar condicionados por la mayor o menor santidad personal de los que la componen, aunque deseemos ardientemente la perfección cristiana en todos.

—Has de amar a la Esposa de Cristo, tu Madre, que está, y estará siempre, limpia y sin mancilla.

La labor de nuestra santificación personal repercute en la santidad de tantas almas y en la de la Iglesia de Dios.

¡Persuádete!, si quieres —como Dios te oye, te ama, te promete la gloria—, tú, protegido por la mano omnipotente de tu Padre del Cielo, puedes ser una persona llena de fortaleza, dispuesta a dar testimonio en todas partes de su amable doctrina verdadera.

El campo del Señor es fértil y buena su semilla. Por eso, cuando en este mundo nuestro aparece la cizaña, no lo dudes: ha habido falta de correspondencia de los hombres, de los cristianos especialmente, que se han dormido y han dejado el terreno abierto al enemigo.

—No te lamentes, que es estéril; y examina, en cambio, tu conducta.

Te hará pensar también a ti este comentario, que me dolió mucho: "veo con claridad la falta de resistencia, o la ineficacia de esa resistencia a las leyes infames, porque hay arriba, abajo, y en medio, muchos, ¡pero muchos!, adocenados".

Los enemigos de Dios y de su Iglesia, manejados por el odio imperecedero de satanás, se mueven y se organizan sin tregua.

Con una constancia "ejemplar", preparan sus cuadros, mantienen escuelas, directivos y agitadores y, con una acción disimulada —pero eficaz—, propagan sus ideas, y llevan —a los hogares y a los lugares de trabajo— su semilla destructora de toda ideología religiosa.

—¿Qué no habremos de hacer los cristianos por servir al Dios nuestro, siempre con la verdad?

No confundas la serenidad con la pereza, con el abandono, con el retraso en las decisiones o en el estudio de los asuntos.

La serenidad se complementa siempre con la diligencia, virtud necesaria para considerar y resolver, sin demora, las cuestiones pendientes.

—Hijo: ¿dónde está el Cristo que las almas buscan en ti?: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los otros?, ¿en esas pequeñeces de carácter en las que no te quieres vencer?, ¿en esa tozudez?… ¿Está ahí Cristo? —¡¡No!!

—De acuerdo: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo.

Te propongo una buena norma de conducta para vivir la fraternidad, el espíritu de servicio: que, cuando faltes, los demás puedan sacar adelante la tarea que llevas entre manos, por la experiencia que generosamente les transmitas, sin hacerte imprescindible.

Sobre ti recae —a pesar de tus pasiones— la responsabilidad de la santidad, de la vida cristiana de los demás, de la eficacia de los otros.

Tú no eres una pieza aislada. Si te paras, ¡a cuántos puedes detener o perjudicar!

Referencias a la Sagrada Escritura
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