Lista de puntos

Hay 18 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Lucha ascética .

El Señor te quiere feliz en la tierra. Feliz también cuando quizá te maltraten y te deshonren. Mucha gente a alborotar: se ha puesto de moda escupir sobre ti, que eres «omnium peripsema»9, como basura…

Eso, hijo, cuesta; cuesta mucho. Es duro hasta que –por fin– un hombre se acerca al Sagrario y se ve considerado como toda la porquería del mundo, como un pobre gusano, y dice de verdad: Señor, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo, para qué la quiero? Hasta entonces, no sabe el hijo de Dios lo que es ser feliz: hasta llegar a esa desnudez, a esa entrega, que es de amor, pero fundamentada en el dolor y en la penitencia.

No quisiera que todo lo que te estoy diciendo, hijo mío, pasara como una tormenta de verano: cuatro goterones, luego el sol y, al rato, la sequedad otra vez. No, esta agua tiene que entrar en tu alma, formar poso, eficacia divina. Y eso sólo lo conseguirás si no me dejas a mí, que soy tu Padre, hacer la oración solo. Este rato de charla que hacemos juntos, pegadicos al Sagrario, producirá en ti una huella fecunda si, mientras yo hablo, tú hablas también en tu interior. Mientras yo trato de desarrollar un pensamiento común que a cada uno de vosotros haga bien, tú, paralelamente, vas sacando otros pensamientos más íntimos, personales. De una parte, te llenas de vergüenza, porque no has sabido ser hombre de Dios plenamente; y, por otra parte, te llenas de agradecimiento, porque a pesar de todo has sido elegido con vocación divina, y sabes que no te faltará nunca la gracia del cielo. Dios te ha concedido el don de la llamada, escogiéndote desde la eternidad, y ha hecho resonar en tus oídos aquellas palabras que a mí me saben a miel y a panal: «Redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu!»10. Eres suyo, del Señor. Si te ha hecho esa gracia, te concederá también toda la ayuda que necesites para ser fiel como hijo suyo en el Opus Dei.

Con esta lealtad que tienes, hijo mío, procurarás mejorar cada día, y serás un modelo viviente del hombre del Opus Dei. Así lo deseo, así lo creo, así lo espero. Tú, después que has oído hablar al Padre de este espíritu nuestro de almas contemplativas, vas a esforzarte por serlo de verdad. Pídeselo ahora a Jesús: ¡Señor, mete estas verdades en la vida mía, no sólo en la cabeza, sino en la realidad de mi modo de ser! Si lo haces así, hijo, te aseguro que te ahorrarás muchas penas y disgustos.

4e ¡Cuántas tonterías, cuántas contrariedades desaparecen inmediatamente, si nos acercamos a Dios en la oración! Ir a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa…, y enseguida, luz. Nos damos cuenta muchas veces de que las dificultades nos las creamos nosotros mismos. Tú, que te crees de un valor excepcional, con unas cualidades extraordinarias, y cuando los demás no lo reconocen así te sientes humillado, ofendido… Acude enseguida a la oración: ¡Señor!… Y rectifica; nunca es tarde para rectificar, pero rectifica ahora mismo. Sabrás entonces lo que es ser feliz, aunque notes todavía en las alas el barro que se está secando, como un ave que ha caído por tierra. Con la mortificación y la penitencia, con el afán de fastidiarte para hacer más amable la vida a tus hermanos, caerá ese barro, y –perdona la comparación que se me viene ahora a la cabeza– serán tus alas como las de un ángel, limpias, brillantes, y ¡a subir!

¿Verdad, hijo mío, que vas haciendo tus propósitos concretos? ¿Verdad que en la charla fraterna y en la confesión, vividas con el sentido sobrenatural que se os enseña, irás viéndote como eres, cara a Dios, con humildad? En la dirección espiritual no dejes nunca de tratar de tu vida de oración, de cómo va la presencia de Dios, de cómo es tu espíritu contemplativo.

Mirad: ¿qué hace José, con María y con Jesús, para seguir el mandato del Padre, la moción del Espíritu Santo? Entregarle su ser entero, poner a su servicio su vida de trabajador. José, que es una criatura, alimenta al Creador; él, que es un pobre artesano, santifica su trabajo profesional, cosa de la que se habían olvidado por siglos los cristianos, y que el Opus Dei ha venido a recordar. Le da su vida, le entrega el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados, le presta la fortaleza de sus brazos, le da… todo lo que es y puede: el trabajo profesional ordinario, propio de su condición.

«Beatus vir qui timet Dominum»10. Bienaventurado el hombre que teme al Señor, bienaventurada la criatura que ama al Señor y evita darle un disgusto. Este es el timor Domini, el único temor que yo comprendo y siento. «Beatus vir qui timet Dominum; in mandatis eius cupit nimis»11. Bienaventurada el alma que tiene ambición, deseos de cumplir los mandatos divinos. Esta inquietud persiste siempre. Si alguna vez viene un titubeo, porque el entendimiento no ve con claridad, o porque las pasiones nuestras se alzan como víboras, es el momento de decir: ¡Dios mío, yo deseo servirte, quiero servirte, tengo hambre de amarte con toda la pureza de mi corazón!

Entonces, ¿qué nos faltará? ¡Nada! «Gloria et divitiæ erunt in domo eius»12. No buscamos gloria terrena: será la gloria del Cielo. Todos los medios –que eso son las riquezas de la tierra– deben servirnos para hacernos santos, y para santificar el trabajo, y para santificar a los demás con el trabajo. Y en nuestro corazón habrá siempre una gran serenidad. «Et iustitia eius», la justicia de Dios, la lógica de Dios, «manet in sæculum sæculi»13, permanecerá por los siglos de los siglos, si no la echamos fuera de nuestra vida, por el pecado. Esa justicia de Dios, esa santidad que Él ha puesto en nuestra alma, exige –siempre con alegría y con paz– una lucha interior personal que no es de ruido, de alboroto: es algo más intenso, como muy nuestro, que no se pierde a no ser que nos rompamos, a no ser que lo quebremos como si fuera un cántaro de barro. Para arreglarlo están las Normas, está la confesión y la conversación fraterna con el Director. ¡Y de nuevo la paz, la alegría! ¡Y otra vez a sentir más deseos de cumplir los mandamientos del Señor, más ambición buena de servir a Dios y, por Él, a las criaturas todas!

Si cuando vas a saltar, saltas como una gallina, ¿te vas a asustar? Mira lo que dice San Pedro: «Carissimi, nolite peregrinari in fervore, qui ad tentationem vobis fit, quasi novi aliquid vobis contingat»4. No os maravilléis de que no podáis saltar, de que no podáis vencer: ¡si lo nuestro es la derrota! La victoria es de la gracia de Dios. Y no olvidéis que una cosa es el pensamiento, y otra muy distinta el consentimiento. Esto evita muchos quebraderos de cabeza.

También nos evitamos muchas tonterías durmiendo bien, las horas justas; comiendo lo necesario, haciendo el deporte que podáis a vuestros años, y descansando. Pero yo querría que en cada plato pusierais la cruz; que no quiere decir que no comamos: se trata de comer un poquito más de lo que no os gusta, un poquito, aunque sólo sea una cucharadita de las de café; y un poquito menos de lo que os gusta, dando siempre gracias a Dios.

No os vais a maravillar porque sabéis que vosotros y yo –yo tanto como vosotros, por lo menos, o quizá más– tenemos el fomes peccati, la natural inclinación a todo lo que es pecaminoso. Insisto en que el pecado de la carne no es el más grave. Hay otros pecados más grandes, aunque, naturalmente, la concupiscencia hay que sujetarla. Vosotros y yo no nos vamos a maravillar si encontramos que, en todas las cosas –no sólo en la sensualidad, sino en todo–, tenemos una inclinación natural al mal. Algunos se maravillan, se llenan de soberbia y se pierden.

Cuando yo confesaba en iglesia pública a la gente, hace tantos años, solía actuar como los viejos confesores. Después de oír unas carretadas de cieno, preguntaba: ¿sólo esto, hijo mío? Porque estoy convencido de que, si Dios me deja de su mano, cualquiera de aquellos pecadores parecerá un pigmeo en el mal, si lo comparo conmigo, que me siento capaz de todos los errores y de todos los horrores.

No os asustéis de nada. Evitad que vengan los sustos, hablando claro antes; y si no, después. Este es un buen pensamiento para comenzar el año.

Pero vamos a seguir con San Pablo. Ese querer llegar exige un contenido. El libro de la Sabiduría dice que el corazón del loco es como un vaso quebrado5, dividido en partes, que tiene cada trozo suelto. Dentro no cabe la Sabiduría, porque se derrama. Con esto, el Espíritu Santo nos dice que no podemos ser como un vaso quebrado; no podemos tener una voluntad, como el vaso quebrado, orientada aquí y allá, diversamente; sino una voluntad que remite a un único fin: «Porro unum est necessarium!»6.

No os preocupéis si esa voluntad es un vaso con lañas. Soy muy amigo de las lañas, porque las necesito. Y no se escapa el agua porque haya lañas. Aquel vaso, quebrado y recompuesto, a mí me parece una maravilla; es incluso elegante, se ve que ha servido para algo. Hijos míos, esas lañas son testimonio de que habéis luchado, de que tenéis motivos de humillación; pero si no os quebráis, mejor aún.

Lo que sí debéis tener es buena disposición. He escrito hace muchos años que, cuando un vaso contiene vino bueno y en él se echa buen vino, buen vino queda. Ocurre lo mismo en vuestro corazón: debéis tener el buen vino de las bodas de Caná. Si hay vinagre en vuestra alma, aunque os echen vino bueno –el vino de las bodas de Caná–, todo os parecerá repugnante, porque dentro de vosotros se convertirá el buen vino en vinagre. Si reaccionáis mal, hablad. Porque no es razonable que una persona, que acude al médico para que la vea bien, no cuente las dificultades que tiene.

Luego nuestras labores, nuestros deseos y nuestros pensamientos, tienen que convenir hacia un solo fin: «Porro unum est necessarium», repito. Ya tenéis un motivo de lucha deportiva. Hemos de llevar las cosas a Dios, pero como hombres, no como ángeles. No somos ángeles, así que no os extrañéis de vuestras limitaciones. Es mejor que seamos hombres que pueden merecer y… fenecer espiritualmente: morir. Porque de esta manera nos daremos cuenta de que todas las cosas grandes, que el Señor quiere hacer a través de nuestra miseria, son obra suya. Como aquellos discípulos que regresaron pasmados de los milagros que hacían en nombre de Jesús7, nos daremos cuenta de que el fruto no es nuestro; de que no puede dar peras el olmo. El fruto es de Dios Padre, que ha sido tan padre y tan generoso que lo ha puesto en nuestra alma.

Luego no nos hemos de admirar, «quasi novi aliquid vobis contingat»*, como si nos aconteciera algo extraordinario, si sentimos bullir las pasiones –es lógico que esto ocurra, no somos como una pared–, ni si el Señor, por nuestras manos, obra maravillas, que es cosa habitual también.

Mirad el ejemplo de San Juan Bautista, cuando envía a sus discípulos a preguntar al Señor quién es. Jesús les contesta haciéndoles considerar todos aquellos milagros8. Ya recordáis este pasaje; desde hace más de cuarenta años lo he enseñado a mis hijos para que lo mediten. Estos milagros sigue haciéndolos ahora el Señor, por vuestras manos: gentes que no veían, y ahora ven; gentes que no eran capaces de hablar, porque tenían el demonio mudo, y lo echan fuera y hablan; gentes incapaces de moverse, tullidos para las cosas que no fueran humanas, y rompen aquella quietud, y realizan obras de virtud y de apostolado. Otros que parecen vivir, y están muertos, como Lázaro: «Iam fœtet, quatriduanus est enim»9. Vosotros, con la gracia divina y con el testimonio de vuestra vida y de vuestra doctrina, de vuestra palabra prudente e imprudente, los traéis a Dios, y reviven.

Tampoco os podéis maravillar entonces: es que sois Cristo, y Cristo hace estas cosas por vuestro medio, como las hizo a través de los primeros discípulos. Esto es bueno, hijas e hijos míos, porque nos fundamenta en la humildad, nos quita la posibilidad de la soberbia, y nos ayuda a tener buena doctrina. El conocimiento de esas maravillas que Dios obra por vuestra labor os hace eficaces, fomenta vuestra lealtad y, por tanto, fortifica vuestra perseverancia.

Acabaremos con un texto del Apóstol: «Æmulamini autem charismata meliora»10; aspirad a los dones mejores, constantemente. Hijos míos, vosotros y yo queremos portarnos bien, como agrada al Señor. Y, si a veces las cosas nos salen un poco mal, no importa: luchemos, porque la santidad está en la lucha.

«Æmulamini charismata meliora»: aspirad a cosas mejores, más gratas a Dios. No os conforméis con lo que sois delante de Dios; pedidle con humildad, a través de la Omnipotencia suplicante de la Virgen Santísima, que Él y el Padre nos envíen el Espíritu Santo, que de ellos procede; que con sus dones, especialmente con el don de Sabiduría, nos haga discernir prontamente para saber siempre qué es lo que va y qué es lo que no va. Nosotros, como somos viatores, queremos dedicarnos a lo que va y evitar lo que no va.

Guardad estos puntos de meditación en la cabeza y en el corazón; os harán mucho bien. «Æmulamini charismata meliora!». ¡Más, de cara a Dios! ¡Más amor, más espíritu de sacrificio! Nuestras madres no se lamentan de la abnegación que han derrochado por causa nuestra; y nosotros no podemos quejarnos de gustar un poquito de la Cruz del Señor: porque ya no es un patíbulo, sino un trono triunfador.

Invocad al Espíritu Santo y que Dios os bendiga.

En la Obra todos tenemos un compromiso de amor, aceptado libremente, con Dios Señor nuestro. Un compromiso que se fortalece con la gracia personal, propia del estado de cada uno, y con esa otra gracia específica que el Señor da a las almas que llama a su Opus Dei. ¡Cómo me sabe a miel y panal aquella divina declaración amorosa: «Ego redemi te, et vocavi te nomine tuo, meus es tu!»7; Yo te he redimido, y te he llamado por tu nombre, ¡tú eres mío! No nos pertenecemos, hijos; somos suyos, del Señor, porque nos ha dado la gana responder: «Ecce ego, quia vocasti me!»8; aquí estoy, porque me has llamado.

Un compromiso de amor, que es también un vínculo de justicia. No me gusta hablar sólo de justicia, cuando hablo de Dios: en su presencia acudo a su misericordia, a su compasión, como acudo a vuestra piedad de hijos para que recéis por mí, ya que sabéis que mi oración no os falta en ningún momento del día ni de la noche.

Pero ese compromiso de amor, ¿qué materia tiene?, ¿a qué nos obliga? A luchar, hijas e hijos míos. A luchar, con el fin de poner en práctica los medios ascéticos que la Obra nos propone para ser santos; a luchar, para cumplir nuestras Normas y costumbres; a esforzarnos por adquirir y defender la buena doctrina, y mejorar la propia conducta; a procurar vivir de oración, de sacrificio y de trabajo, y –si es posible– sonriendo: porque yo entiendo, hijos, que a veces no es fácil sonreír.

Padre, me diréis, ¿hemos de luchar para dar ejemplo? Sí, hijos, pero sin buscar aplausos en la tierra. No vaciléis si encontráis burlas, calumnias, odios, desprecios. Hemos de batallar –de nuevo habla la liturgia del día– «en medio de honras y de deshonras, de infamia y de buena fama: juzgados como impostores, siendo veraces; por desconocidos, cuando todos nos conocen; casi moribundos, teniendo buena salud; como castigados, sin sentir humillación; como tristes, estando siempre alegres; como menesterosos, mientras que enriquecemos a muchos; como que nada tenemos y todo lo poseemos»9.

No esperéis parabienes, ni palabras de aliento, en vuestra pelea cristiana. Hemos de tener la conciencia bien clara: ¿sabemos que nuestra lucha interior es necesaria para servir a Dios, a la Iglesia y a las almas?, ¿estamos convencidos de que el Señor se quiere servir –en estos momentos de tremenda deslealtad– del pequeño esfuerzo nuestro por ser fieles, para llenar de fe, de esperanza y de amor a miles de almas? Pues, a luchar, hijas e hijos míos, cara a Dios y siempre contentos, sin pensar en alabanzas humanas.

Señor, teniendo trato contigo te traicionamos, pero volvemos a Ti. Sin ese trato, ¿qué sería de nosotros?, ¿cómo podríamos buscar tu intimidad?, ¿cómo seríamos capaces de sacrificarnos contigo en la Cruz, enclavándonos por amor tuyo, para servir a las criaturas?

«Dios mío, dejarte a ti es ir a la muerte; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dame, Señor, una fe sólida, una esperanza abundante, una continua caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros totalmente. Dios, tú nos avisas que vigilemos. Dios, con tu gracia evitamos el mal y hacemos el bien. Dios, tú nos fortificas para que no sucumbamos ante las adversidades; Dios, a quien se debe nuestra obediencia y buen gobierno»10.

A luchar, hijos, a luchar. No hagáis como ésos que dicen que la Confirmación no nos hace milites Christi. Quizá es que no quieren combatir, y así son lo que son: unos derrotados, unos vencidos, hombres sin fe, almas caídas, como Satanás. No han seguido el consejo del Apóstol: «Soporta el trabajo y la fatiga como buen soldado de Jesucristo»11.

Como soldados de Cristo, hay que pelear las batallas de Dios. In hoc pulcherrimo caritatis bello! * No hay más remedio que tomarse con empeño esta hermosísima guerra de amor, si de verdad queremos conseguir la paz interior, y la serenidad de Dios para la Iglesia y para las almas.

Quiero recordaros que «no es nuestra pelea contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos… Por tanto, tomad las armas todas de Dios, para poder resistir en el día aciago y sosteneros apercibidos en todo»12.

En la tierra no podemos tener nunca esa tranquilidad de los comodones, que se abandonan, porque piensan que el porvenir es seguro. El porvenir de todos nosotros es incierto, en el sentido de que podemos ser traidores a Nuestro Señor, a la vocación y a la fe. Hemos de hacer el propósito de pelear siempre. El último día del año que pasó, escribí una ficha: éste es nuestro destino en la tierra: luchar, por Amor, hasta el último instante. Deo gratias!

Yo procuraré batallar hasta el postrer momento de mi vida; y vosotros, lo mismo. Pelea interior, pero también por fuera, oponiéndome como sea a la destrucción de la Iglesia, a la perdición de las almas. «En la guerra y en el campo de batalla, el soldado que sólo mira cómo salvarse por medio de la fuga, se pierde a sí mismo y a los demás. El valiente, en cambio, que lucha por salvar a los demás, se salva también a sí mismo».

»Puesto que nuestra religión es una guerra, y la más dura de todas las guerras, y embestida y batalla, formemos la línea de combate tal y como nuestro rey nos ha mandado, dispuestos siempre a derramar nuestra sangre, mirando por la salvación de todos, alentando a los que están firmes y levantando a los caídos. Ciertamente, muchos de nuestros amigos yacen en el suelo, acribillados de heridas y chorreando sangre, y nadie hay que cuide de ellos: nadie, ni del pueblo, ni de entre los sacerdotes, ni de otro grupo alguno; no tienen protector, ni amigo, ni hermano»13.

Si alguno de mis hijos se abandona y deja de guerrear, o vuelve la espalda, que sepa que nos hace traición a todos: a Jesucristo, a la Iglesia, a sus hermanos en la Obra, a todas las almas. Ninguno es una pieza aislada; somos todos miembros de un mismo Cuerpo Místico, que es la Iglesia Santa14, y –por compromiso de amor– miembros también de la Obra de Dios. Por eso, si alguien no combatiera, causaría un grave daño a sus hermanos, a su santidad y a su trabajo apostólico, y sería un obstáculo para superar estos momentos de prueba.

Hijas e hijos míos, todos tenemos altibajos en el alma. Hay momentos en los que el Señor nos quita el entusiasmo humano: notamos cansancio, parece como si el pesimismo quisiera adormecer el alma, y sentimos algo que intenta cegarnos y sólo nos deja ver las sombras del cuadro. Entonces es la hora de hablar con sinceridad y dejarse llevar de la mano, como un niño.

Para eso está la charla confidencial, fraterna, periódica. Para eso está la Confesión que, como tenéis buen espíritu, hacéis siempre que podéis con un sacerdote de la Obra**. Si procuráis reaccionar así, enseguida volverán las luces al cuadro, y comprenderemos que aquellas sombras eran providenciales, porque, si no existieran, faltaría relieve al retablo de nuestra vida. «El que habita al amparo del Altísimo y mora a la sombra del Todopoderoso, diga a Dios: Tú eres mi refugio y mi ciudadela, mi Dios, en quien confío. Pues Él le librará de la red del cazador y de la peste exterminadora; le cubrirá con sus plumas, y le hará hallar refugio bajo sus alas, y su fidelidad le será escudo y adarga»15.

Pido a Jesús, por la intercesión de su Madre Bendita, y de nuestro Padre y Señor San José –a quien tanto quiero–, que me entendáis. Siempre, pero mucho más en estos momentos, sería una traición dejar de estar vigilantes, abrir la mano, consentir la más pequeña infidelidad. Cuando hay tanta gente desleal, estamos más obligados a ser fieles a nuestros compromisos de amor. No os importe si os parece que habéis perdido otros motivos, que antes os ayudaban a ir adelante, y ahora sólo os queda éste: la lealtad con Dios.

¡Lealtad! ¡Fidelidad! ¡Hombría de bien! En lo grande y en lo pequeño, en lo poco y en lo mucho. Querer luchar, aunque a veces parezca que no podemos querer. Si viene el momento de la debilidad, abrid el alma de par en par, y dejaos llevar suavemente: hoy subo dos escalones, mañana cuatro… Al día siguiente, quizá ninguno, porque nos hemos quedado sin fuerzas. Pero queremos querer. Tenemos, al menos, deseos de tener deseos. Hijos, eso es ya combatir.

Al que no estuviera decidido a ser constante con sus compromisos, a mantenerse íntegro en la fe e intachable en la conducta, yo le aconsejaría que desista de hacer el hipócrita, que se marche, y que nos deje a los demás tranquilos en nuestro camino. Hay un refrán en mi tierra que dice así: o herrar, o quitar el banco. O desempeñar el oficio propio de los cristianos, o suprimir el banco donde no se trabaja.

Nuestro quehacer sobrenatural es amar de verdad a Dios, que para eso nos ha dado un corazón y nos lo ha pedido entero. No podemos ser unos fingidos: yo sé que ninguno de mis hijos lo será. Insisto, sin embargo, en que si no meditáis lo que os digo, si no procuráis manteneros atentos, perderéis el tiempo y haréis mucho daño a la Iglesia y a la Obra. El Señor, hijas e hijos de mi alma, está a la espera de nuestra correspondencia, contando con que somos frágiles y nos encontramos inclinados a todas las miserias. Por eso, Él nos ayuda siempre: «Porque se adhirió a mí, yo le libertaré; yo le defenderé, porque ha reconocido mi nombre»16, dice el salmo.

En el Opus Dei, hijas e hijos míos, todos debemos ser personas bien maduras, cada uno con sus características propias, que la Obra no sólo respeta, sino que fomenta y defiende. En la vida espiritual, en cambio, hemos de ser todos como niños pequeños: sencillos, transparentes. Por eso me gusta repetir que acabo de cumplir siete años: os aconsejo no pasar de esa edad, porque un niño de ocho o nueve años ya ha aprendido a decir mentirotas muy grandes.

Precisamente, con mis siete años de experiencia, quiero recordaros algo que me habéis oído muchas veces. Este Padre vuestro se siente capaz de todos los errores y de todos los horrores, en los que puedan caer las personas más desgraciadas. Y vosotros, si os conocéis un poquito, también os sentiréis así. Por tanto, si alguna vez tuvierais la desgracia de tropezar –y de tropezar gravemente, cosa que no sucederá–, no os sorprendáis: ¡a rectificar, a hablar enseguida! Si sois sinceros, el Señor os llenará de su gracia y volveréis a la lucha, con más fuerza, con más alegría, con más amor.

Padre, entonces, ¿usted quiere que caigamos o nos equivoquemos? No, hijos míos. ¡Cómo voy a quererlo! Pero si alguna vez, por debilidad humana, os vais al suelo, no os desaniméis. Sería una reacción de soberbia pensar entonces: yo no valgo. ¡Claro que vales!: vales toda la Sangre de Cristo: «Empti

enim estis pretio magno»1, habéis sido comprados a gran precio. Acercaos inmediatamente al Sacramento de la Penitencia, hablad sinceramente con vuestro hermano, y ¡recomenzad!, que Dios cuenta con vosotros para hacer su Obra.

No os entristezcáis si, en los momentos más estupendos de vuestra vida, os viene la tentación –que quizá podéis confundir con un deseo consentido, pero que no lo es– de las fealdades mayores que es posible imaginar. Acudid a la misericordia del Señor, contando con la intercesión de su Madre y Madre nuestra, y todo se arregla. Después, echaos a reír: ¡me trata Dios como a un santo! No tiene importancia ninguna: persuadíos de que en cualquier momento puede levantarse la criatura vieja que todos llevamos dentro. ¡Contentos, y a luchar como siempre! Ahora que nadie quiere hablar de batallas ni de guerras, no hay más remedio que recordar aquellas palabras de la Sagrada Escritura: «Militia est vita hominis super terram»2. Aunque lo vuestro, hijas e hijos míos, si hacéis caso a estos consejos de vuestro Padre –que tiene mucha experiencia de las flaquezas humanas: por sacerdote, por los años y por el conocimiento propio– será ordinariamente una guerrilla, una lucha en cosas sin demasiada importancia, bien lejos de los muros capitales de la fortaleza.

De vez en cuando encontraréis quizá más violencia, más fuerza en la soberbia y en las cosas que tiran hacia el barro. La mayor locura que entonces podéis hacer sería callaros. «Mientras callé –reza uno de los Salmos–, consumíanse mis huesos con mi gemir durante todo el día, pues día y noche tu mano pesaba sobre mí, y mi vigor se convirtió en sequedad de estío»3. En cambio, todo se arregla si habláis, si contáis vuestras dificultades, errores y miserias, en esa charla personal, íntima y fraterna, que hay en Casa, y en la confesión. Hablad claro antes, hijos de mi alma, en cuanto notéis el primer síntoma, aunque sea muy leve, aunque parezca no tener importancia. Hablad claro, y pensad que no hacerlo así es llenarse de rubores tontos y de mohines de novicia, cuando deberíais portaros valientemente, como soldados. No me refiero sólo a debilidades de la carne, aunque también incluyo éstas, pero en su sitio, en quinto o sexto lugar. Me refiero sobre todo a la soberbia, que es nuestro mayor enemigo, el que nos hace andar de cabeza.

No os maravilléis, por tanto, si alguna vez cometéis alguna tontería. Enseñad el golpe, la llaga, y dejad obrar a quien os cure, aunque duela. Así recuperaréis la salud, iréis adelante, y vuestra vida se traducirá en un gran bien a las almas.

Nuestro Dios es tan rebueno que, a poco que luchemos, responde inundándonos con su gracia. El Señor, con su corazón de Padre –más grande que todos nuestros corazones juntos–, es Omnipotente y nos quiere a todos cerca de Él: el gozo suyo –son sus delicias estar con los hijos de los hombres4– es llenar de alegría a quien se le acerca. ¿Y sabéis cómo nos acercamos a Dios? Con actos de contrición, que nos purifican y nos ayudan a ser más limpios.

Hemos de comportarnos como un pequeño que se sabe con la cara sucia y decide lavarse, para que su madre después le dé un par de besos. Aunque en el caso del alma contrita es Dios quien nos purifica, y luego y mientras, como una madre, no nos regaña, sino que nos coge, nos ayuda, nos aprieta contra su pecho, nos busca, nos limpia y nos concede la gracia, la Vida, el Espíritu Santo. No sólo nos perdona y nos consuela, si vamos a Él bien dispuestos, sino que nos cura y nos alimenta.

Es preciso volver a Dios, cuanto antes; volver, volver siempre. Yo vuelvo muchas veces al día, y alguna semana incluso me confieso dos veces; a veces una, otras veces tres, siempre que lo necesito para mi tranquilidad. No soy beato ni escrupuloso, pero sé lo que viene bien a mi alma.

Ahora, en muchos sitios, personas sin piedad y sin doctrina aconsejan a la gente que no se confiese. Atacan el Santo Sacramento de la Penitencia de la manera más brutal. Pretenden hacer una comedia: unas palabritas, todos juntos, y después la absolución. ¡No, hijos! ¡Amad la confesión auricular! Y no de los pecados graves solamente, sino también la confesión de nuestros pecados leves, y aun de las faltas. Los sacramentos confieren la gracia ex opere operato –por la propia virtud del sacramento–, y también ex opere operantis, según las disposiciones de quien los recibe. La confesión, además de resucitar el alma y limpiarla de las miserias que haya cometido –de pensamiento, de deseo, de palabra, de obra–, produce un aumento de la gracia, nos robustece, nos proporciona más armas para alcanzar esa victoria interna, personal. ¡Amad el Santo Sacramento de la Penitencia!

¿Habéis visto una manifestación más grandiosa de la misericordia de Nuestro Señor? Dios Creador nos lleva a llenarnos de admiración y de agradecimiento. Dios Redentor nos conmueve. Un Dios que se queda en la Eucaristía, hecho alimento por amor nuestro, nos llena de ansias de corresponder. Un Dios que vivifica y da sentido sobrenatural a todas nuestras acciones, asentado en el centro del alma en gracia, es inefable… Un Dios que perdona, ¡es una maravilla! Los que hablan contra el Sacramento de la Penitencia, ponen obstáculos a ese prodigio de la misericordia divina. He comprobado, hijos míos, que muchos que no conocían a Cristo, cuando han sabido que los católicos tenemos un Dios que comprende las debilidades humanas y las perdona, se remueven por dentro y piden que se les explique la doctrina de Jesús.

Los que procuran que no agradezcamos al Señor la institución de este sacramento, si lograran su propósito, aunque fuera en una pequeña parte, destruirían la espiritualidad de la Iglesia. Si me preguntáis: Padre, ¿dicen cosas nuevas?, os he de responder: ninguna, hijos. El diablo se repite una vez y otra: son siempre las mismas cosas. El diablo es muy listo, porque ha sido ángel y porque es muy viejo, pero al mismo tiempo es tonto de capirote: le falta la ayuda de Dios y no hace más que insistir machaconamente en lo mismo. Todos los errores que ahora propagan, todos esos modos de mentir y de decir herejías, son viejos, muy viejos, y están mil veces condenados por la Iglesia.

Los que afirman que no entienden la necesidad de la confesión oral y secreta, ¿no será porque no quieren enseñar la ponzoña que llevan dentro?, ¿no serán de ésos que van al médico y no le quieren decir cuánto tiempo hace que están enfermos, cuáles son los síntomas de sus dolencias, dónde les duele…? ¡Locos! Esas personas necesitan ir a un veterinario, ya que son como las bestias, que no hablan.

¿Sabéis por qué ocurren esas cosas en la Iglesia? Porque muchos no practican lo que predican; o porque enseñan falsedades, y entonces se comportan de acuerdo con lo que dicen. Los medios ascéticos siguen siendo necesarios para llevar una vida cristiana; en esto no ha habido progresos ni los habrá jamás: «Iesus Christus, heri et hodie, ipse et in sæcula!»5, Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y lo será siempre. No se puede alcanzar un fin sin poner los medios adecuados. Y, en la vida espiritual, los medios han sido, son y serán siempre los mismos: el conocimiento de la doctrina cristiana, la recepción frecuente de los sacramentos, la oración, la mortificación, la vida de piedad, la huida de las tentaciones –y de las ocasiones–, y abrir el corazón para que entre la gracia de Dios hasta el fondo y se pueda sajar, quemar, cauterizar, limpiar y purificar.

Estoy persuadido de que son muchas las almas que se pierden en estos momentos, por no poner los medios. Por eso va muy bien la confesión que, además de ser un sacramento instituido por Jesucristo, es –incluso psicológicamente– un remedio colosal para ayudar a las almas. Nosotros, además, tenemos esa conversación fraterna con el Director, que surgió con espontaneidad, con naturalidad, como mana una fuente: el agua está allí, y no puede dejar de brotar, porque es parte de la vida nuestra.

¿Cómo nació esa Costumbre, en los primeros años? No había más sacerdotes que yo en la Obra. No quería confesar a vuestros hermanos, porque si los confesaba me encontraba atado de pies y manos: ya no les podía indicar nada, si no era en la próxima confesión. Por eso les mandaba por ahí: confesaos con quien queráis, les decía. Lo pasaban muy mal, porque cuando se acusaban, por ejemplo, de haber descuidado el examen, o de otra pequeña falta, algunos sacerdotes les respondían bruscamente o con tono de guasa: ¡pero si eso no es pecado! Y los que eran buenos sacerdotes o religiosos con buen espíritu –con el suyo– les preguntaban: ¿y usted no tendría vocación para nosotros…?

Vuestros hermanos preferían contarme las cosas con sencillez, con claridad, fuera de la confesión. ¡Si a última hora es lo que se cuentan un grupo de amigos o de amigas, en una reunión, o alrededor de una mesa de café, o en un baile! Se lo dicen así, con claridad, incluso exagerando.

Con la misma sencillez, por lo menos, habéis de hablar vosotros en esa conversación fraterna. La Obra es una Madre que deja libérrimos a sus hijos; por tanto sus hijos sentimos la necesidad de ser leales. Si alguno no lo hubiera hecho hasta ahora, le aconsejo que abra el corazón y suelte aquello: el sapo que todos hemos tenido dentro, quizá antes de venir al Opus Dei. Lo aconsejo a todos mis hijos: echad fuera ese sapo gordo y feo. Y veréis qué paz, qué tranquilidad, qué bien y qué alegría. El Señor os dará, en el resto de vuestra vida, mucha más gracia para ser leales a vuestra vocación, a la Iglesia, al Romano Pontífice, que tanto amamos sea quien sea. En cambio el que intentase ocultar una miseria, grande o chica, sería un foco de infección, para él y para las demás almas. Son charca los defectos que se ocultan, y también las cosas buenas que no se manifiestan: hasta el remanso de agua clara, si no corre, se pudre. Abrid el corazón con claridad, con brevedad, sin complicaciones.

Santidad personal: esto es lo importante, hijas e hijos míos, lo único necesario6. La Sabiduría está en conocer a Dios y en amarle. Y os recordaré con San Pablo, para que nunca os coja de sorpresa, que llevamos este tesoro en vasos de barro: «Habemus autem thesaurum istum in vasis fictilibus»7. Un recipiente tan débil, que con facilidad puede romperse, «ut sublimitas sit virtutis Dei et non ex nobis»8, para que se reconozca que toda esa hermosura y ese poder es de Dios, y no nuestra. Dice también la Escritura Santa que «el corazón del necio es como un vaso quebrado, que no retiene la Sabiduría»9. Con esto, el Espíritu Santo nos enseña que no podemos ser como niños o como locos. Hemos de ser fuertes, hijos de Dios; estaremos en nuestro trabajo y en la labor profesional, con una presencia de Dios continua que nos haga vivir en la perfección de las cosas pequeñas. Hemos de mantener el vaso íntegro, para que no se derrame ese licor divino.

El vaso no se rompe si todo lo dirigimos hacia Dios, incluso nuestras pasiones. Las pasiones, en sí mismas, no son ni buenas ni malas: depende de cada persona sujetarlas, y entonces son buenas, aunque sólo sea por ese motivo negativo: «Quia virtus in infirmitate perficitur»10. Porque al sentir esta enfermedad moral, si vencemos y logramos la salud, adquirimos más trato con Dios, más santidad.

Cuando alguno de vosotros, o yo, hablamos de vida interior, de trato con Dios, hay muchas personas, muchas –incluso aquéllas que deberían persuadir a las almas a seguir este camino interior– que nos miran como si fuéramos locos o cómicos, porque no creen de ninguna manera que se pueda alcanzar este trato íntimo con el Señor. Es penoso que deba deciros esto, pero es verdadero.

Vosotros sabéis perfectamente que sí, que se puede y se debe tener esa amistad; que es una necesidad para nuestra alma. Si no tenéis este trato con Dios, no seréis eficaces ni podréis hacer el gran servicio a la Iglesia, a vuestros hermanos, a las almas todas, que el Señor y la Obra esperan.

Haced vuestra oración con estas palabras que os estoy diciendo. Adentraos en vuestro corazón, con la luz que os da el Espíritu Santo, para quitar todo aquello que pueda romper el vaso, todo lo que pueda robaros la unidad de vida. Debéis ser personas –os lo recuerdo siempre– que no se maravillen cuando sientan que llevan dentro de sí una bestia.

Que seáis personas rectas porque lucháis, procurando conciliar a esos dos hermanos que todos tenemos dentro: la inteligencia, con la gracia de Dios, y la sensualidad. Dos hermanos que están con nosotros desde que nacemos, y que nos acompañarán durante todo el curso de nuestra vida. Hay que lograr que convivan juntos, aunque se oponga el uno al otro, procurando que el hermano superior, el entendimiento, arrastre consigo al inferior, a los sentidos. Nuestra alma, por el dictado de la fe y de la inteligencia y con la ayuda de la gracia de Dios, aspira a los dones mejores, al Paraíso, a la felicidad eterna. Y allí hemos de conducir también a nuestro hermano pequeño, la sensualidad, para que goce de Dios en el Cielo.

Que esta unidad de vida sea el resultado de la bondad del Señor con cada uno y con la Obra entera, y efecto también de vuestra lucha personal. Nunca mejor que ahora se puede recordar que la paz es consecuencia de la guerra: de esa guerra maravillosa contra nosotros mismos, contra nuestras malas inclinaciones. Una guerra que es guerra de paz, porque busca la paz.

Perdemos la serenidad cuando no es la inteligencia con la gracia divina, quien dirige nuestra vida, sino las fuerzas inferiores. ¡No os asustéis de encontraros monstruosos, inclinados a cometer todas las atrocidades! Con la ayuda del Señor iremos hasta el final, seguros, con esa paz –repito– que es consecuencia de la victoria. Un triunfo que no es nuestro, porque es Dios quien vence en nosotros si no ponemos dificultades, si hacemos el esfuerzo de tender nuestra mano a la mano que desde el Cielo se nos ofrece.

Hijos míos, unidad de vida. Lucha. Que aquel vaso, del que os hablaba antes, no se rompa. Que el corazón esté entero y sea para Dios. Que no nos detengamos en miserias de orgullo personal. Que nos entreguemos de verdad, que sigamos adelante. Como el que camina para ir a una ciudad procura insistir, y un paso detrás de otro logra andar todo el camino. La ayuda de nuestro Padre Dios no nos faltará.

La mayor alegría de mi vida es saber que lucháis y que sois leales. No me importa demasiado enterarme de que –en esos puntos que están lejos de la muralla principal– habéis ido de narices. Ya sé que os levantáis y recomenzáis con más empeño. Quizá perderemos alguna batalla, pero ganaremos la guerra. Y, si somos sinceros, no se pierden ni las batallas perdidas. Al contrario, cada laña más, en nuestro barro, es como una condecoración. Por eso debemos tener la humildad de no esconderlas: los cacharros de cerámica arreglados con lañas tienen, a los ojos de Dios y a mis ojos, más gracia que los que están nuevos.

¿Sabéis lo que acostumbro a hacer yo? Lo que un buen general: plantear la lucha en la vanguardia, lejos de la fortaleza, en pequeños frentes aquí y allá. Tengo una gran devoción a recibir la bendición de los demás sacerdotes, y hago con esas bendiciones como una muralla que me protege.

También yo he de luchar, y procuro hacerlo donde me conviene: lejos, en cosas que en sí no tienen demasiada importancia, que ni siquiera llegan a ser faltas si se dejan de cumplir. Cada uno debe sostener su pelea personal en el frente que le corresponde, pero con santa pillería.

Mientras estemos en la certeza de la fe completa de Cristo y luchemos, el Señor nos dará su gracia abundantemente y nos seguirá bendiciendo: con sufrimientos –que tiene que haber siempre, pero no los exageréis, porque de ordinario son pequeños–, con abundantes vocaciones en todo el mundo, y con el florecer de obras y labores apostólicas que exigen mucho trabajo y mucho espíritu de sacrificio. Sin contar lo más hermoso de nuestra tarea, que es aquello que hacen –cada uno por su cuenta, espontáneamente– mis hijos y mis hijas, cada uno en el lugar donde está. Porque, los hijos de Dios en su Opus Dei, son luz y fuego y, muchas veces, llamarada. Son algo que quema, son levadura que hace fermentar todo lo que tienen alrededor.

No nos llenemos de orgullo o de arrogancia, aunque el contraste con otras pobres gentes sea tan evidente. Vamos a agradecer todo al Señor, sabiendo que nada de eso es nuestro. Dios nos lo da, porque quiere, y nos envía también su gracia: claro resplandor, para que luchemos. De modo que, en medio de nuestras miserias, imperfecciones y errores personales, no nos salgamos del camino, no rompamos nunca el vaso que el Espíritu Santo, con su misericordia, ha querido llenar de sabiduría y de bien.

Para terminar, deseo que esto quede en vosotros bien fijo: una gran devoción al Espíritu Santo, «espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad,… espíritu de temor de Dios»11. Y, con esa devoción, el convencimiento de que –si somos dóciles– seremos instrumentos suyos. No con la docilidad de una cosa inerte, sino con la docilidad de la cabeza y del raciocinio, que sabe sujetar a su hermana la sensibilidad para ponerla al servicio de Dios. Así, estos dos hermanos nuestros tendrán la misma herencia: ser hijos de Dios ya en la tierra, y gozar del Amor en el cielo. Nuestro corazón no será nunca un vaso quebrado, y el licor divino de la Sabiduría nos embriagará siempre en nuestra vida: «Porque a la luz sucede la noche, pero la maldad no triunfa de la Sabiduría»12.

Hijas e hijos míos, os quiero muy felices, gozosos en la esperanza20. Porque sabemos que el Señor al final tendrá misericordia de su Iglesia. Pero si esta situación se prolonga, habremos de recurrir mucho a ese remedio del perdón que os acabo de dar; un remedio que no es mío, porque perdonar es algo completamente sobrenatural, un don divino. Los hombres no saben ser clementes. Nosotros perdonamos en tanto en cuanto participamos de la vida de Dios, por medio de la vida interior, de la vocación, de la llamada divina, a la que procuramos corresponder en la medida de lo posible.

Ante las cosas tan tremendas que suceden, ¿qué hemos de hacer? ¿Enfadarnos? ¿Ponernos tristes? Hay que rezar, hijos. «Oportet semper orare et non deficere»21; hay que rezar continuamente, sin desfallecer. También cuando hemos tocado el violón, para que el Señor nos conceda su gracia, y volvamos al buen camino. Lo que no hay que hacer nunca es abandonar la lucha o nuestro puesto, porque hayamos tocado el violón* o lo podamos tocar. Querría daros la fortaleza, que en último término nace de la humildad, de saber que estamos hechos –os lo diré con la frase gráfica de siempre– de barro de la tierra; o, para subrayarlo más, de una pasta muy frágil: de barro de botijo.

Si procuráis tener ese trato divino y humano, de que os he hablado antes, con la trinidad de la tierra y con la Trinidad del Cielo, aun cuando alguna vez cometáis una tontería, y grande, sabréis poner el remedio con sinceridad, lealmente. Quizá después habrá que esperar a que se seque el lodo que se pegó a las alas, y emplear los medios –el pico, como los pájaros– hasta dejar de nuevo las plumas bien limpias. Y enseguida, con una experiencia que nos hace más decididos, más humildes, se recupera el vuelo con más alegría.

Por lo tanto, hijos de mi alma, ¡a luchar!, ¡a estar contentos! «Servite Domino in lætitia!»22, os vuelvo a encarecer. A pegar esta locura, a rezar por todo el mundo, a seguir con esta siembra de paz y de alegría, de amor mutuo, porque no queremos mal a nadie. Sabéis que es parte del espíritu del Opus Dei la prontitud para perdonar. Y os he recordado que, perdonando, también demostramos que tenemos un espíritu de Dios, porque la clemencia –repito– es una manifestación de la divinidad. Participando de la gracia del Señor, perdonamos a todos y les amamos. Pero también tenemos lengua, y hemos de hablar y escribir, cuando lo pide el honor de Dios y de su Iglesia, el bien de las almas.

Iterum dico, gaudete! De nuevo os insisto: que estéis contentos y serenos, aunque el panorama que presenta el mundo, y especialmente la Iglesia, esté lleno de sombras y de miserias. Obrad con rectitud de mente y de conducta; cumplid al pie de la letra las indicaciones que la Obra maternalmente os da, pensando sólo en vuestra felicidad temporal y eterna; sed humildes y sinceros; recomenzad con nuevo ímpetu, si alguna vez dais un tropiezo. Entonces la alegría será un fruto –el más hermoso– de vuestra vida de hijos de Dios, aun en medio de las mayores contradicciones. Porque el gozo interior, fruto de la Cruz, es un don cristiano, y especialmente de los hijos de Dios en el Opus Dei.

«Que el Dios de la esperanza os colme de toda suerte de gozo y de paz en vuestra fe, para que crezcáis siempre más y más en la esperanza, por la virtud del Espíritu Santo»23.

El mundo está muy revuelto y la Iglesia también. Quizá el mundo esté como está porque así se encuentra la Iglesia… Querría que en el centro de vuestro corazón, estuviera aquel grito del cieguecito del Evangelio1, con el fin de que nos haga ver las cosas del mundo con certeza, con claridad. Para eso no tenéis más que obedecer en lo poco que se os manda, siguiendo las indicaciones que os dirigen los Directores.

Decid muchas veces al Señor, buscando su presencia: Domine, ut videam! ¡Señor, haz que yo vea! Ut videamus!: que veamos las cosas claras en esta especie de revolución, que no lo es: es una cosa satánica… Queramos cada día más a la Iglesia, al Romano Pontífice –¡qué título más bonito el de Romano Pontífice!–, y amemos cada día más todo lo que Cristo Jesús nos enseñó en sus años de peregrinación sobre la tierra.

Tened mucho amor a la Trinidad Beatísima. Tened un cariño constante a la Madre de Dios, invocándola muchas veces. Sólo así andaremos bien. No separéis a José de Jesús y de María, porque el Señor los unió de una manera maravillosa. Y luego, cada uno a su deber, cada uno a su trabajo, que es oración. Cada instante es oración. El trabajo, si lo realizamos con el orden debido, no nos quita el pensamiento de Dios: nos refuerza el deseo de hacerlo todo por Él, de vivir por Él, con Él, en Él.

Os diré lo de siempre, porque la verdad no tiene más que un camino: Dios está en nuestros corazones. Ha tomado posesión de nuestra alma en gracia, y allí lo podemos buscar; no sólo en el Tabernáculo, donde sabemos que se encuentra –vamos a hacer un acto de fe explícita– verdaderamente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad, el Hijo de María, el que trabajó en Nazaret y nació en Belén, el que murió en el Calvario, el que resucitó; el que vino a la tierra y padeció tanto por nuestro amor. ¿No os dice nada esto, hijos míos? ¡Amor! Nuestra vida ha de ser de Amor; nuestra protesta tiene que ser amar, responder con un acto de amor a todo lo que es desamor, falta de amor.

El Señor va empujando la Obra. ¡Tantas vocaciones en todo el mundo! Espero este año muchas vocaciones en Italia, como en todos los sitios, pero eso depende en buena parte de vosotros y de mí, de que vivamos vida de fe, de que estemos constantemente en trato –lo acabo de decir– con Jesús, María y José.

Hijos míos, os parece que estoy serio pero no es así. Estoy sólo un poquito cansado.

A decir cada uno, por sí mismo y por los demás: Domine, ut videam! Señor, haz que yo vea; haz que vea con los ojos de mi alma, con los ojos de la fe, con los ojos de la obediencia, con la limpieza de mi vida. Que yo vea con mi inteligencia, para defender al Señor en todos los ámbitos del mundo, porque en todos hay una revuelta para echar a Cristo, incluso de su casa.

El demonio existe y trabaja mucho. El demonio tiene un empeño particular en deshacer la Iglesia y robar nuestras almas, en apartarnos de nuestro camino divino, de cristianos que quieren vivir como cristianos. Vosotros y yo tenemos que luchar, hijos, todos los días. ¡Hasta el último día de nuestra vida tendremos que pelear! El que no lo haga, no solamente sentirá en lo hondo de su alma un grito que le recuerda que es un cobarde –Domine, ut videam!, ut videamus!, ut videant!; yo pido por todos, haced vosotros lo mismo–, sino que comprenderá también que se va a hacer desgraciado y va a hacer desgraciados a los demás. Tiene obligación de enviar a todos la ayuda de su buen espíritu; y si tiene mal espíritu, nos enviará sangre podrida, una sangre que no debería venir a nosotros.

Padre, ¿usted ha llorado? Un poco, porque todos los hombres lloran alguna vez. No soy llorón, pero alguna vez, sí. No os avergoncéis de llorar: sólo las bestias no lloran. No os avergoncéis de querer: tenemos que querernos con todo nuestro corazón, poniendo entre nosotros el Corazón de Cristo y el Corazón Dulcísimo de Santa María. Y así no hay miedo. A quererse bien, a tratarse con afecto. ¡Que ninguno se encuentre solo!

Hijos míos, amad a todos. Nosotros no queremos mal a nadie; pero lo que es verdad, y lo era ayer, y lo era hace veinte siglos, ¡sigue siéndolo ahora! Lo que era falso no se puede convertir en verdad. Lo que era un vicio, no es una virtud. Yo no puedo decir lo contrario. ¡Sigue siendo un vicio!

Hijos míos, a pesar de este preludio, os tengo que repetir que estéis alegres. El Padre está muy contento, y quiere que sus hijas y sus hijos de todo el mundo estén muy contentos. Insisto: invocad en vuestro corazón, con un trato constante, a esa trinidad de la tierra, a Jesús, María y José, para que estemos cerca de los tres, y todas las cosas del mundo, y todos los engaños de Satanás los podamos vencer. De esta manera, cada uno de nosotros ayudará a todos los que forman parte de esta gran familia del Opus Dei, que es una familia que trabaja. El que no trabaje, que se dé cuenta de que no se comporta bien… Un trabajo que no es solamente humano –somos hombres, tiene que ser un trabajo humano–, sino sobrenatural, porque no nos falta nunca la presencia de Dios, el trato con Dios, la conversación con Dios. Con San Pablo diremos que nuestra conversación está en los cielos.

De modo que, hijos míos, el Padre está contento. El Padre tiene corazón, y da gracias a Dios Nuestro Señor por habérselo concedido. De esta manera os puedo querer, y os quiero –sabedlo– con todo el corazón. Todos unidos a decir esa jaculatoria: Domine, ut videam!, que cada uno vea. Ut videamus!, que nos acordemos de pedir que los demás vean. Ut videant!, que pidamos esa luz divina para todas las almas sin excepción.

A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, como en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de estar pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones.

Una mirada atrás… Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías… Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser.

Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Antes de repetir ese grito litúrgico –gratias tibi, Deus, gratias tibi!–, te lo venía diciendo con el corazón. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Que no tenemos motivos más que para dar gracias. No hemos de apurarnos por nada; no hemos de preocuparnos por nada; no hemos de perder la serenidad por ninguna cosa del mundo. Lo estoy diciendo estos días a todos los que vienen de Portugal*: ¡serenos, serenos! Lo están. Que les des serenidad a los hijos míos. Que no la pierdan ni cuando tengan un error de categoría. Si se dan cuenta de que lo han cometido, eso ya es una gracia, una luz del Cielo.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno. Porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís«Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ non sunt»2. Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en toda América, y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias.

Notas
9

1 Co 4,13.

10

Is 43,1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

Tract. (Sal 112[111],1).

11

Ibid.

12

Tract. (Sal 112[111],3). «Gloria et divitiæ ... sæculum sæculi»: «Gloria y riquezas llenan su casa; y su justicia durará eternamente».

13

Ibid.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

1 P 4,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Cfr. Si 21,17.

6

Lc 10,42.

7

Cfr. Lc 10,17.

*

* * 1 P 4,12 (N. del E.).

8

Cfr. Mt 11,4-6.

9

Jn 11,39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

1 Co 12,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Cfr. Is 43,1.

8

1 S 3,6.

9

Dom. I in Quadrag. Ep. (2 Co 6,8-10).

10

San Agustín, Soliloquia 1,1,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

2 Tm 2,3.

*

* * «In hoc pulcherrimo...»: «en esta bellísima guerra de amor» (N. del E.).

12

Ef 6,12-13.

13

San Juan Crisóstomo, In Math. hom. 59,5.

14

Cfr. 1 Co 12,26-27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
**

** «hacéis siempre que podéis con un sacerdote de la Obra»: la labor de acompañamiento espiritual, según el espíritu y los modos específicos del Opus Dei, se realiza en parte a través de los consejos que se dan por medio de la Confesión, por lo que resulta coherente acudir a sacerdotes con ese espíritu, aunque, como es obvio, hay libertad para confesarse con quien se desee, como san Josemaría recuerda un poco más adelante, en el n.º 85 (N. del E.).

15

Dom. I in Quadrag., Tract. (Sal 91[90],1-4).

16

Dom. I in Quadrag. Tract. (Sal 91[90],14).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

1 Co 6,20.

2

Jb 7,1.

3

Sal 32(31),3-4.

4

Cfr. Pr 8,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Hb 13,8.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Cfr. Lc 10,42.

7

2 Co 4,7.

8

Ibid.

9

Si 21,17.

10

Cfr. 2 Co 12,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Is 11,2-3.

12

Sb 7,30.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
20

Cfr. Rm 12,12.

21

Lc 18,1.

* «Hemos tocado el violón»: expresión coloquial que significa cometer una tontería, como dice más adelante; el DRAE (22ª ed., 2001) la define así: «Hablar u obrar fuera de propósito, o confundir las ideas por distracción o embobamiento» (N. del E.).

22

Sal 100(99),2.

23

Rm 15,13.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Lc 28,41.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas

 * «Los que vienen de Portugal»: desde el golpe militar del 25 de abril de 1974 (Revolución de los Claveles), Portugal atravesaba una situación turbulenta. Afortunadamente, la revolución terminaría con una transición democrática pacífica, en 1976 (N. del E.).

2

Cfr. 1 Co 1,27-28. «Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ non sunt»: «[Dios escogió] la necedad del mundo (...) a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada».

Referencias a la Sagrada Escritura