Lista de puntos

Hay 7 puntos en «Surco» cuya materia es Trabajo → santificar el trabajo.

Trabajemos, y trabajemos mucho y bien, sin olvidar que nuestra mejor arma es la oración. Por eso, no me canso de repetir que hemos de ser almas contemplativas en medio del mundo, que procuran convertir su trabajo en oración.

Al reanudar tu tarea ordinaria, se te escapó como un grito de protesta: ¡siempre la misma cosa!

Y yo te dije: —sí, siempre la misma cosa. Pero esa tarea vulgar —igual que la que realizan tus compañeros de oficio— ha de ser para ti una continua oración, con las mismas palabras entrañables, pero cada día con música distinta.

Es misión muy nuestra transformar la prosa de esta vida en endecasílabos, en poesía heroica.

Las jaculatorias no entorpecen la labor, como el latir del corazón no estorba el movimiento del cuerpo.

Santificar el propio trabajo no es una quimera, sino misión de todo cristiano…: tuya y mía.

—Así lo descubrió aquel ajustador, que comentaba: “me vuelve loco de contento esa certeza de que yo, manejando el torno y cantando, cantando mucho —por dentro y por fuera—, puedo hacerme santo…: ¡qué bondad la de nuestro Dios!”

La labor se te antoja ingrata, especialmente cuando contemplas lo poco que aman a Dios tus compañeros, al paso que huyen de la gracia y del bien que deseas prestarles.

Has de procurar compensar tú todo lo que ellos omiten, dándote también a Dios en el trabajo —como no lo habías hecho hasta ahora—, convirtiéndolo en oración que sube al Cielo por la humanidad.

Algunos se mueven con prejuicios en el trabajo: por principio, no se fían de nadie y, desde luego, no entienden la necesidad de buscar la santificación de su oficio. Si les hablas, te responden que no les añadas otra carga a la de su propia labor, que soportan de mala gana, como un peso.

—Esta es una de las batallas de paz que hay que vencer: encontrar a Dios en la ocupación y —con El y como El— servir a los demás.

Pon en tu mesa de trabajo, en la habitación, en tu cartera…, una imagen de Nuestra Señora, y dirígele la mirada al comenzar tu tarea, mientras la realizas y al terminarla. Ella te alcanzará —¡te lo aseguro!— la fuerza para hacer, de tu ocupación, un diálogo amoroso con Dios.