Lista de puntos

Hay 36 puntos en «Surco» cuya materia es Caridad → amor a Dios y a los hombres.

¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios.

Propósito sincero: hacer amable y fácil el camino a los demás, que bastantes amarguras trae consigo la vida.

Todo lo que ahora te preocupa cabe dentro de una sonrisa, esbozada por amor de Dios.

Me abordó aquel amigo: “me han dicho que estás enamorado”. —Me quedé muy sorprendido, y sólo se me ocurrió preguntarle el origen de la noticia.

Me confesó que lo leía en mis ojos, que brillaban de alegría.

No le has maltratado físicamente… Pero le has ignorado tantas veces; le has mirado con indiferencia, como a un extraño.

—¿Te parece poco?

No pases indiferente ante el dolor ajeno. Esa persona —un pariente, un amigo, un colega…, ése que no conoces— es tu hermano.

—Acuérdate de lo que relata el Evangelio y que tantas veces has leído con pena: ni siquiera los parientes de Jesús se fiaban de El. —Procura que la escena no se repita.

Cada día descubro cosas nuevas en mí, me dices… Y te contesto: ahora comienzas a conocerte.

Cuando se ama de veras…, siempre se encuentran detalles para amar todavía más.

Ante la desgracia o el error, resulta una triste satisfacción poder decir: “lo había previsto”.

Significaría que no te importaba la desventura ajena: porque deberías haberla remediado, si estaba en tu mano.

Con el Amor, más que con el estudio, se llega a comprender las “cosas de Dios”.

Por eso, has de trabajar, has de estudiar, has de aceptar la enfermedad, has de ser sobrio… ¡amando!

Los enamorados no saben decirse adiós: se acompañan siempre.

—Tú y yo, ¿amamos así al Señor?

¿No has visto cómo, para agradar y bien parecer, se arreglan los que se aman?… —Pues así has de arreglar y componer tu alma.

¿No observas cómo muchos de tus compañeros saben demostrar gran delicadeza y sensibilidad, en su trato con las personas que aman: su novia, su mujer, sus hijos, su familia…?

—Diles —¡y exígete tú mismo!— que el Señor no merece menos: ¡que le traten así! Y aconséjales, además, que sigan con esa delicadeza y esa sensibilidad, pero vividas con El y por El, y alcanzarán una felicidad nunca soñada, también aquí en la tierra.

Arrancar de cuajo el amor propio y meter el amor a Jesucristo: aquí radica el secreto de la eficacia y de la felicidad.

Mientras sigas persuadido de que los demás han de vivir siempre pendientes de ti, mientras no te decidas a servir —a ocultarte y desaparecer—, el trato con tus hermanos, con tus colegas, con tus amigos, será fuente continua de disgustos, de malhumor…: de soberbia.

Cuando te cueste prestar un favor, un servicio a una persona, piensa que es hija de Dios, recuerda que el Señor nos mandó amarnos los unos a los otros.

—Más aún: ahonda cotidianamente en este precepto evangélico; no te quedes en la superficie. Saca las consecuencias —bien fácil resulta—, y acomoda tu conducta de cada instante a esos requerimientos.

Se vive de modo tan precipitado, que la caridad cristiana ha pasado a constituir un fenómeno raro, en este mundo nuestro; aunque —al menos de nombre— se predica a Cristo…

—Te lo concedo. Pero, ¿qué haces tú que, como católico, has de identificarte con El y seguir sus huellas?: porque nos ha indicado que hemos de ir a enseñar su doctrina a todas las gentes, ¡a todas!, y en todos los tiempos.

Medítalo bien, y actúa en consecuencia: esas personas, a las que resultas antipático, dejarán de opinar así, cuando se den cuenta de que “de verdad” les quieres. De ti depende.

Primero maltratas… Y, antes de que nadie reaccione, gritas: “ahora, ¡caridad entre todos!”

—Si empezaras por lo segundo, no llegarías nunca a lo primero.

No seas cizañero, como aquél del que afirmaba su propia madre: “usted preséntele a sus amigos, que él se encargará de que esos amigos riñan con usted”.

Al contemplar esa alegría ante el trabajo duro, preguntó aquel amigo: pero ¿se hacen todas esas tareas por entusiasmo? —Y le respondieron con alegría y con serenidad: “¿por entusiasmo?…, ¡nos habríamos lucido!”; «per Dominum Nostrum Iesum Christum!» —¡por Nuestro Señor Jesucristo!, que nos espera de continuo.

Así resumía la celotipia o la envidia un hombre recto: “muy mala voluntad deben de tener, para enturbiar un agua tan clara”.

¡Grítaselo fuerte, que ese grito es chifladura de enamorado!: Señor, aunque te amo…, ¡no te fíes de mí! ¡Atame a Ti, cada día más!

Evita con delicadeza todo lo que pueda herir el corazón de los demás.

¿Por qué, entre diez maneras de decir que “no”, has de escoger siempre la más antipática? —La virtud no desea herir.

La frecuencia con que visitamos al Señor está en función de dos factores: fe y corazón; ver la verdad y amarla.

El Amor se robustece también con negación y mortificación.

Si tuvieras un corazón grande y algo más de sinceridad, no te detendrías a mortificar, ni te sentirías mortificado…, por detallitos.

Los pobres —decía aquel amigo nuestro— son mi mejor libro espiritual y el motivo principal para mis oraciones. Me duelen ellos, y Cristo me duele con ellos. Y, porque me duele, comprendo que le amo y que les amo.

Esta situación te quema: ¡se te ha acercado Cristo, cuando no eras más que un miserable leproso! Hasta entonces, sólo cultivabas una cualidad buena: un generoso interés por los demás. Después de ese encuentro, alcanzaste la gracia de ver a Jesús en ellos, te enamoraste de El y ahora le amas en ellos…, y te parece muy poco —¡tienes razón!— el altruismo que antes te empujaba a prestar unos servicios al prójimo.

La táctica del tirano es conseguir que riñan entre sí los que, unidos, podrían hacerle caer. —Vieja artimaña usada por el enemigo —por el diablo y por sus corifeos—, para desbaratar muchos planes apostólicos.

El pensamiento de la muerte te ayudará a cultivar la virtud de la caridad, porque quizá ese instante concreto de convivencia es el último en que coincides con éste o con aquél…: ellos o tú, o yo, podemos faltar en cualquier momento.

Aprende a decir que no, sin herir innecesariamente, sin recurrir al rechazo tajante, que rasga la caridad.

—¡Recuerda que estás siempre delante de Dios!

Murmuran. Y luego ellos mismos se encargan de que alguno venga enseguida a contarte el “se dice”… —¿Villanía? —Sin duda. Pero no me pierdas la paz, ya que ningún daño podrá hacerte su lengua, si trabajas con rectitud… —Piensa: ¡qué bobos son, qué poco tacto humano tienen, qué falta de lealtad con sus hermanos…, y especialmente con Dios!

Y no me caigas tú en la murmuración, por un mal entendido derecho de réplica. Si has de hablar, sírvete de la corrección fraterna, como aconseja el Evangelio.

No te preocupen esas contradicciones, esas habladurías: ciertamente trabajamos en una labor divina, pero somos hombres… Y resulta lógico que, al andar, levantemos el polvo del camino.

Eso que te molesta, que te hiere…, aprovéchalo para tu purificación y, si es preciso, para rectificar.

Te presentas como un teórico formidable… —Pero ¡no cedes ni en menudencias insignificantes! —¡No creo en ese espíritu tuyo de mortificación!

Cuidar las cosas pequeñas supone una mortificación constante, camino para hacer más agradable la vida a los demás.

Referencias a la Sagrada Escritura
Referencias a la Sagrada Escritura