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Todos los días, hijos queridísimos, deben presenciar nuestro afán por cumplir la misión divina que, por su misericordia, nos ha encomendado el Señor. El corazón del Señor es corazón de misericordia, que se compadece de los hombres y se acerca a ellos. Nuestra entrega, al servicio de las almas, es una manifestación de esa misericordia del Señor, no sólo hacia nosotros, sino hacia la humanidad toda. Porque nos ha llamado a santificarnos en la vida corriente, diaria; y a que enseñemos a los demás −providentes, non coacte, sed spontanee secundum Deum1, prudentemente, sin coacción; espontáneamente, según la voluntad de Dios− el camino para santificarse cada uno en su estado, en medio del mundo.

Vio Jesús a la muchedumbre −nos cuenta el Evangelio−, y tuvo misericordia de ella2. Hijos míos, el Señor tiene puestos los ojos y el corazón en la muchedumbre, en todas las gentes; nosotros también, como Jesús: ésa es la razón de la llamada divina, que hemos recibido.

Notas
1

1 P 5,2 (Vg).

2

Mc 6,34.

Referencias a la Sagrada Escritura
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