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Padre, entonces, ¿usted quiere que caigamos o nos equivoquemos? No, hijos míos. ¡Cómo voy a quererlo! Pero si alguna vez, por debilidad humana, os vais al suelo, no os desaniméis. Sería una reacción de soberbia pensar entonces: yo no valgo. ¡Claro que vales!: vales toda la Sangre de Cristo: «Empti

enim estis pretio magno»1, habéis sido comprados a gran precio. Acercaos inmediatamente al Sacramento de la Penitencia, hablad sinceramente con vuestro hermano, y ¡recomenzad!, que Dios cuenta con vosotros para hacer su Obra.

No os entristezcáis si, en los momentos más estupendos de vuestra vida, os viene la tentación –que quizá podéis confundir con un deseo consentido, pero que no lo es– de las fealdades mayores que es posible imaginar. Acudid a la misericordia del Señor, contando con la intercesión de su Madre y Madre nuestra, y todo se arregla. Después, echaos a reír: ¡me trata Dios como a un santo! No tiene importancia ninguna: persuadíos de que en cualquier momento puede levantarse la criatura vieja que todos llevamos dentro. ¡Contentos, y a luchar como siempre! Ahora que nadie quiere hablar de batallas ni de guerras, no hay más remedio que recordar aquellas palabras de la Sagrada Escritura: «Militia est vita hominis super terram»2. Aunque lo vuestro, hijas e hijos míos, si hacéis caso a estos consejos de vuestro Padre –que tiene mucha experiencia de las flaquezas humanas: por sacerdote, por los años y por el conocimiento propio– será ordinariamente una guerrilla, una lucha en cosas sin demasiada importancia, bien lejos de los muros capitales de la fortaleza.

De vez en cuando encontraréis quizá más violencia, más fuerza en la soberbia y en las cosas que tiran hacia el barro. La mayor locura que entonces podéis hacer sería callaros. «Mientras callé –reza uno de los Salmos–, consumíanse mis huesos con mi gemir durante todo el día, pues día y noche tu mano pesaba sobre mí, y mi vigor se convirtió en sequedad de estío»3. En cambio, todo se arregla si habláis, si contáis vuestras dificultades, errores y miserias, en esa charla personal, íntima y fraterna, que hay en Casa, y en la confesión. Hablad claro antes, hijos de mi alma, en cuanto notéis el primer síntoma, aunque sea muy leve, aunque parezca no tener importancia. Hablad claro, y pensad que no hacerlo así es llenarse de rubores tontos y de mohines de novicia, cuando deberíais portaros valientemente, como soldados. No me refiero sólo a debilidades de la carne, aunque también incluyo éstas, pero en su sitio, en quinto o sexto lugar. Me refiero sobre todo a la soberbia, que es nuestro mayor enemigo, el que nos hace andar de cabeza.

No os maravilléis, por tanto, si alguna vez cometéis alguna tontería. Enseñad el golpe, la llaga, y dejad obrar a quien os cure, aunque duela. Así recuperaréis la salud, iréis adelante, y vuestra vida se traducirá en un gran bien a las almas.

Nuestro Dios es tan rebueno que, a poco que luchemos, responde inundándonos con su gracia. El Señor, con su corazón de Padre –más grande que todos nuestros corazones juntos–, es Omnipotente y nos quiere a todos cerca de Él: el gozo suyo –son sus delicias estar con los hijos de los hombres4– es llenar de alegría a quien se le acerca. ¿Y sabéis cómo nos acercamos a Dios? Con actos de contrición, que nos purifican y nos ayudan a ser más limpios.

Hemos de comportarnos como un pequeño que se sabe con la cara sucia y decide lavarse, para que su madre después le dé un par de besos. Aunque en el caso del alma contrita es Dios quien nos purifica, y luego y mientras, como una madre, no nos regaña, sino que nos coge, nos ayuda, nos aprieta contra su pecho, nos busca, nos limpia y nos concede la gracia, la Vida, el Espíritu Santo. No sólo nos perdona y nos consuela, si vamos a Él bien dispuestos, sino que nos cura y nos alimenta.

Notas
1

1 Co 6,20.

2

Jb 7,1.

3

Sal 32(31),3-4.

4

Cfr. Pr 8,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
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