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Es preciso volver a Dios, cuanto antes; volver, volver siempre. Yo vuelvo muchas veces al día, y alguna semana incluso me confieso dos veces; a veces una, otras veces tres, siempre que lo necesito para mi tranquilidad. No soy beato ni escrupuloso, pero sé lo que viene bien a mi alma.

Ahora, en muchos sitios, personas sin piedad y sin doctrina aconsejan a la gente que no se confiese. Atacan el Santo Sacramento de la Penitencia de la manera más brutal. Pretenden hacer una comedia: unas palabritas, todos juntos, y después la absolución. ¡No, hijos! ¡Amad la confesión auricular! Y no de los pecados graves solamente, sino también la confesión de nuestros pecados leves, y aun de las faltas. Los sacramentos confieren la gracia ex opere operato –por la propia virtud del sacramento–, y también ex opere operantis, según las disposiciones de quien los recibe. La confesión, además de resucitar el alma y limpiarla de las miserias que haya cometido –de pensamiento, de deseo, de palabra, de obra–, produce un aumento de la gracia, nos robustece, nos proporciona más armas para alcanzar esa victoria interna, personal. ¡Amad el Santo Sacramento de la Penitencia!

¿Habéis visto una manifestación más grandiosa de la misericordia de Nuestro Señor? Dios Creador nos lleva a llenarnos de admiración y de agradecimiento. Dios Redentor nos conmueve. Un Dios que se queda en la Eucaristía, hecho alimento por amor nuestro, nos llena de ansias de corresponder. Un Dios que vivifica y da sentido sobrenatural a todas nuestras acciones, asentado en el centro del alma en gracia, es inefable… Un Dios que perdona, ¡es una maravilla! Los que hablan contra el Sacramento de la Penitencia, ponen obstáculos a ese prodigio de la misericordia divina. He comprobado, hijos míos, que muchos que no conocían a Cristo, cuando han sabido que los católicos tenemos un Dios que comprende las debilidades humanas y las perdona, se remueven por dentro y piden que se les explique la doctrina de Jesús.

Los que procuran que no agradezcamos al Señor la institución de este sacramento, si lograran su propósito, aunque fuera en una pequeña parte, destruirían la espiritualidad de la Iglesia. Si me preguntáis: Padre, ¿dicen cosas nuevas?, os he de responder: ninguna, hijos. El diablo se repite una vez y otra: son siempre las mismas cosas. El diablo es muy listo, porque ha sido ángel y porque es muy viejo, pero al mismo tiempo es tonto de capirote: le falta la ayuda de Dios y no hace más que insistir machaconamente en lo mismo. Todos los errores que ahora propagan, todos esos modos de mentir y de decir herejías, son viejos, muy viejos, y están mil veces condenados por la Iglesia.

Los que afirman que no entienden la necesidad de la confesión oral y secreta, ¿no será porque no quieren enseñar la ponzoña que llevan dentro?, ¿no serán de ésos que van al médico y no le quieren decir cuánto tiempo hace que están enfermos, cuáles son los síntomas de sus dolencias, dónde les duele…? ¡Locos! Esas personas necesitan ir a un veterinario, ya que son como las bestias, que no hablan.

¿Sabéis por qué ocurren esas cosas en la Iglesia? Porque muchos no practican lo que predican; o porque enseñan falsedades, y entonces se comportan de acuerdo con lo que dicen. Los medios ascéticos siguen siendo necesarios para llevar una vida cristiana; en esto no ha habido progresos ni los habrá jamás: «Iesus Christus, heri et hodie, ipse et in sæcula!»5, Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y lo será siempre. No se puede alcanzar un fin sin poner los medios adecuados. Y, en la vida espiritual, los medios han sido, son y serán siempre los mismos: el conocimiento de la doctrina cristiana, la recepción frecuente de los sacramentos, la oración, la mortificación, la vida de piedad, la huida de las tentaciones –y de las ocasiones–, y abrir el corazón para que entre la gracia de Dios hasta el fondo y se pueda sajar, quemar, cauterizar, limpiar y purificar.

Notas
5

Hb 13,8.

Referencias a la Sagrada Escritura
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