Lista de puntos

Hay 9 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Santidad.

Después de esta oración preparatoria, que es un acto de fe, que es un acto de amor de Dios, un acto de arrepentimiento, un acto de esperanza –‟creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes; te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados”–, que es una acción de gracias, que es un acto de devoción a la Madre de Dios… Después de esta oración preparatoria, que ya es oración mental, nos vamos a meter, como todas las mañanas, como todas las tardes, en una consideración para ser mejores.

Hijos míos: hoy, que empieza el nuevo año litúrgico con un tiempo lleno de afecto hacia el Redentor, es buen día para que nosotros recomencemos. ¿Recomenzar? Sí, recomenzar. Yo –me imagino que tú también– recomienzo cada día, cada hora, cada vez que hago un acto de contrición recomienzo.

«Ad te Domine levavi animam meam: Deus meus, in te confido, non erubescam»1; a Ti, Señor, levanté mi alma: Dios mío, en Ti confío; no sea yo avergonzado. ¿No es la fortaleza del Opus Dei, esta confianza en el Señor? A lo largo de muchos años, así ha sido nuestra oración, en el momento de la incomprensión, de una incomprensión casi brutal: «Non erubescam!» Pero no somos sólo nosotros los incomprendidos. La incomprensión la padecen todas las personas, físicas y morales. No hay nadie en el mundo que, con razón o sin ella, no diga que es un incomprendido: incomprendido por el pariente, por el amigo, por el vecino, por el colega… Pero si va con rectitud de intención, dirá enseguida: «Ad te levavi animam meam». Y continuará con el salmista: «Etenim universi, qui te exspectant, non confundentur»2, porque todos los que esperan en Ti, no quedarán confundidos.

«In te confido»… Ya no se trata de incomprensión, sino de personas que odian, de la mala intención de algunos. Hace años no me lo creía, ahora sí: «Neque irrideant me inimici mei»3. Hijo mío, hijo de mi alma, dale gracias al Señor porque ha puesto en la boca del salmista estas palabras, que nos llenan de la fortaleza mejor fundada. Y piensa en las veces que te has sentido turbado, que has perdido la tranquilidad, porque no has sabido acudir a este Señor –Deus tuus, Dios tuyo– y confiar en Él: no se burlarán de ti esas gentes.

Luego, ahí, en esa lucha interna del alma, y en aquella otra por la gloria de Dios, por llevar a cabo apostolados eficaces en servicio de Dios y de las almas, de la Iglesia. En esas luchas, ¡fe, confianza! “Pero, Padre –me dirás–, ¿y mis pecados?” Y te contestaré: ¿y los míos? «Ne respicias peccata nostra, sed fidem»4. Y recordaremos otras palabras de la Escritura: «Quia tu es, Deus, fortitudo mea»5: ya no tengo miedo porque Tú, Señor, miras mi fe, más que mis miserias, y eres mi fortaleza; porque estos hijos míos –yo os presento a Dios, a todos vosotros– son también la fortaleza mía. Fuertes, decididos, seguros, serenos, ¡victoriosos!

Pero humildes, humildes. Porque conocemos muy bien el barro de que estamos hechos, y percibimos al menos un poquito de nuestra soberbia, y un poquito de nuestra sensualidad… Y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe, a nuestra esperanza y a nuestro amor! Y tendremos serenidad. Barruntaremos, en una palabra, que somos más hijos de Dios, y seremos capaces de tirar para adelante en este nuevo año. Nos sentiremos hijos del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo.

Ciertamente a nosotros el Señor nos ha enseñado el camino del Cielo, y de igual manera que dio al Profeta aquel pan cocido debajo de las cenizas6, así nos lo ha dado a nosotros, para seguir adelante en el camino. Camino que puede ser del hombre santo, o del hombre tibio, o –no lo quiero pensar– del hombre malo. «Vias tuas, Domine, demonstra mihi; et semitas tuas edoce me»7: muéstrame, Señor, tus caminos y enséñame tus sendas. El Señor nos ha enseñado el camino de la santidad. ¿Quieres pensar un poco en todo esto?

«Excita, quæsumus, Domine, potentiam tuam, et veni»8. Señor, demuestra tu poder y ven. ¡Cómo conoce el paño la Iglesia, la liturgia, que es la oración de la Iglesia! Fíjate si conoce tu deseo y el mío, el modo de ser tuyo y el modo de ser mío…: excita, Domine, potentiam tuam et veni. La potencia de Dios viene a nosotros. Es el Deus absconditus9 que pasa, pero que no pasa inútilmente.

Ven, Jesús, «para que con tu protección merezcamos ser libres en los peligros que nos amenazan por nuestros pecados, y ser salvos con tu gracia»10. Da gracias al Señor, protector y liberador nuestro. No pienses ahora si tus faltas son grandes o pequeñas: piensa en el perdón, que es siempre grandísimo. Piensa que la culpa podía haber sido enorme y da gracias, porque Dios ha tenido –y tiene– esta disposición de perdonar.

Hijo, este comienzo del Adviento es una hora propicia para hacer un acto de amor: para decir creo, para decir espero, para decir amo, para dirigirse a la Madre del Señor –Madre, Hija, Esposa de Dios, Madre nuestra– y pedirle que nos obtenga de la Trinidad Beatísima más gracias: la gracia de la esperanza, del amor, de la contrición. Para que cuando a veces en la vida parece que sopla un viento fuerte, seco, capaz de agostar esas flores del alma, no agoste las nuestras.

Y aprende a alabar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una devoción particular a la Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo: creo en la Trinidad Beatísima. Espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo: espero en la Trinidad Beatísima. Amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo: amo a la Trinidad Beatísima. Esta devoción hace falta como un ejercicio sobrenatural, que se traduce en estos movimientos del corazón, aunque no siempre se traduzca en palabras.

Llegamos al tercer punto de nuestra meditación y, en este tercer punto, no soy yo el que os propone determinadas consideraciones: sois vosotros quienes habéis de enfrentaros con vosotros mismos, ya que el Señor nos ha escogido para la misma finalidad y, en vosotros y en mí, ha nacido toda esta maravilla universal. Este es el momento en que cada uno debe mirarse a sí mismo, para ver si es o no es el instrumento que Dios quiere: una labor personalísima, una labor íntima y singular de vosotros con Dios.

Convenceos, hijos míos, de que el único camino es el de la santidad: en medio de nuestras miserias –yo tengo muchas–, con toda nuestra alma, pedimos perdón. Y a pesar de esas miserias, sois almas contemplativas. Yo lo entiendo así, no considero sólo vuestros defectos: puesto que contra ese lastre reaccionamos constantemente, buscando al Señor Dios nuestro y a su Bendita Madre, procurando vivir las Normas que os he señalado. Como una necesidad, vamos a Dios y a Santa María –a nuestra Madre–, tenemos trato constante con ellos; ¿no es esto lo propio de las almas contemplativas?

Cuando me desperté esta mañana, pensé que querríais que os dijera unas palabras y debí ponerme colorado, porque me sentí abochornado. Entonces, yendo mi corazón a Dios, viendo que queda tanto por hacer, y pensando también en vosotros, estaba persuadido de que yo no daba todo lo que debo a la Obra. Él, sí; Dios, sí. Por eso hemos venido esta mañana a renovar nuestra acción de gracias. Estoy seguro de que el primer pensamiento vuestro, en el día de hoy, ha sido también una acción de gracias.

El Señor sí que es fiel. Pero, ¿y nosotros? Debéis responder personalmente, hijos míos. ¿Cómo se ve, cada uno, en su vida? No pregunto si os veis mejor o peor, porque a veces creemos una cosa y no somos objetivos. A veces el Señor permite que nos parezca que andamos hacia atrás: nos cogemos entonces más fuerte de su mano, y nos llenamos de paz y de alegría. Por eso, insisto, no os pregunto si vais mejor o peor, sino si hacéis la Voluntad de Dios, si tenéis deseos de luchar, de invocar la ayuda divina, de no poner nunca un medio humano sin poner a la vez los medios sobrenaturales.

Pensad si procuráis agrandar el corazón, si sois capaces de pedirle al Señor –porque muchas veces no somos capaces o, si pedimos, lo pedimos para que no nos lo conceda–, si sois capaces de pedirle, para que os lo conceda, ser vosotros los últimos y vuestros hermanos los primeros; ser vosotros la luz que se consume, la sal que se gasta. Esto hay que pedir: saber fastidiarnos nosotros, para que los demás sean felices. Este es el gran secreto de nuestra vida, y la eficacia de nuestro apostolado.

Ayer por la tarde estaba en la sala de Mapas. Sin darme cuenta, eché una mirada sobre la puerta y tropecé con uno de esos despertadores que hay desparramados por estas casas: «Elegit nos ante mundi constitutionem ut essemus sancti in conspectu eius»3. Me conmoví. No hay más remedio que luchar por ser santos. Esta es la finalidad nuestra, no tenemos otra: santidad, santidad, santidad. Las obras apostólicas –que son muchas– no son fines, son medios, como la azada es el instrumento para que el hortelano saque de la tierra el fruto que le alimenta. Hijos míos, por eso hemos de procurar con todas nuestras fuerzas la santidad: elegit nos… ut essemus sancti! Pido perdón al Señor por mis faltas de correspondencia, y la gracia para corresponder a esa elección. Si es necesario, pido más gracia que la de la providencia ordinaria: en esto, no me importa excederme.

Hijos míos, no me quiero alargar. Ayudadme a llenarme de gratitud y de reconocimiento a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Y a la Madre de Dios y Madre nuestra, que nos ha concedido sonrisas maternales siempre que las hemos necesitado. Cuando yo tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: «Ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur?»4; he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: «Ecce ego quia vocasti me!»5, aquí estoy, porque me has llamado. ¿Se lo volvemos a decir ahora, todos, a nuestro Dios?

Somos sólo una pobre cosa, Señor, pero te amamos mucho, y deseamos amarte mucho más, porque somos hijos tuyos. Contamos con todo tu poder y con toda nuestra miseria. Reconociendo nuestra miseria, iremos como los hijos pequeños a los brazos de nuestra Madre, al regazo de la Madre de Dios, que es Madre nuestra, y al Corazón de Cristo Jesús. Recibiremos toda la fortaleza, todo el poder, toda la audacia, toda la generosidad, todo el amor que Dios Señor nuestro guarda para sus criaturas fieles. Y estaremos seguros, seremos eficaces y alegres, y habremos cumplido –con esa fortaleza divina– la Santa Voluntad de Dios, con la ayuda de Santa María.

Nos sentimos removidos, hijos de mi alma, cada vez que escuchamos en el fondo de nuestro corazón aquel grito de San Pablo: hæc est voluntas Dei, sanctificatio vestra1. Desde hace cuarenta años no hago más que predicar lo mismo. Me lo digo a mí, y os lo repito también a vosotros y a todos los hombres: ésta es la voluntad de Dios, que seamos santos.

No tengo otra receta. Para pacificar a las almas, para remover la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, no sé de otra receta que la santidad personal. Por eso siempre digo que tengo un solo puchero.

Hijos míos: sólo unas palabras. Pocas, porque –aunque no lo creáis– también los viejos nos conmovemos.

Os he de decir en primer término que los años no dan ni la sabiduría ni la santidad. En cambio, el Espíritu Santo pone en boca de los jóvenes estas palabras: «Super senes intellexi, quia mandata tua quæsivi»1; tengo más sabiduría que los viejos, más santidad que los viejos, porque he procurado seguir los mandatos del Señor. No esperéis a la vejez para ser santos: sería una gran equivocación. Desde ahora, seriamente, gozosamente, alegremente, a través del trabajo –en este momento vuestro trabajo es el estudio–, a santificar esa tarea santificándoos vosotros, sabiendo que santificáis a los demás.

Me estoy acordando ahora de un viejo sacerdote de Valencia que murió en olor de santidad. Cuando le preguntaban que cuántos años tenía, él respondía siempre: «Poquets!, poquitos: los que llevo sirviendo a Dios». Yo, desgraciadamente, llevo sirviendo a Dios pocos años, pero tengo ganas de servirle mucho, mucho, mucho, para luego amarle también mucho –como le estoy amando ya, aunque de otra manera–, con plenitud de amor.

Pocos años de servicio, poca sabiduría, poca plenitud de santidad; tan poca, que siento el afán de decir a mi Dios que me escucha, a ese Dios que va a venir ahora sobre el altar, aquellas palabras de Jeremías: «A, a, a, Domine Deus! Ecce nescio loqui, quia puer ego sum»2; Señor, mira que soy un niño, que balbuceo, que no sé hablar.

Y me vienen a la memoria también aquellos sueños que he tenido desde joven, sueños que se han hecho realidad. Entonces decía: ¿qué sucederá cuando sea viejo? ¿Sabéis dónde ponía yo la meta de lo viejo? ¡En los cuarenta! Aunque hay un amigo nuestro encantador al que –cuando era niño– le encargaron uno de esos trabajos de escuela, un compito se dice en italiano, y que él tituló Storia di un vecchietto trentenne, historia de un viejo de treinta años…

Pero con todo, algunos de los que están aquí recordarán lo que yo decía a los hijos míos –pocos entonces– que había a mi alrededor, previendo este extenderse de la Obra de polo a polo, esta expansión, este formar una gran familia…

Les decía: hijos míos, no pongáis mi nombre sobre la losa cuando tengáis que enterrar este pobre cuerpo mortal. ¿Y qué ponemos?, me respondían. Poned: «Et genuit filios et filias»3; engendró hijos e hijas, como los Patriarcas. Y no era soñar. ¿No veis cómo los sueños se han hecho realidad? La Obra es hoy una familia sin límites de raza, de lengua, de nación; con una hermandad real y sobrenatural de maravilla, en la que cada uno tiene un gran amor a la libertad y a la responsabilidad personales.

Una semilla de Dios, una familia que se va extendiendo después de haber roto la tierra seca, porque tuvo que romper mi inutilidad, mi ineficacia; porque tuvo que romper tanta oposición brutal… Las cosas de Dios vienen así, pequeñas; vienen con una suave violencia, abriéndose camino con dolor y abnegación. Nace el tallo después de haber muerto la semilla, y luego las flores, que brillan con colores maravillosos y aromas embriagadores; y los frutos, los frutos sois vosotros y vuestras hermanas. Soñad. Tengo sesenta y seis años, y los sueños se han hecho realidades; y además no me siento viejo. ¿Veis cómo con la gracia y bendición de Dios, con la protección de nuestra Madre bendita Santa María –Spes Nostra, Sedes Sapientiæ, filios tuos adiuva!; Stella Maris, Stella Orientis: me gusta llamarla así–, la Obra ha roto, ha cuajado, ha producido flores y aromas y frutos abundantes en el mundo entero?

Pero yo siempre estoy recomenzando, hijos míos. Tenéis que rezar por mí; rezad por mí mucho. Yo rezo por vosotros, y esto sería correspondencia; pero corresponder es poco. Por piedad, necesito que me ganéis, que me ayudéis, que me sostengáis. Rezad por mí para que sea niño ante Dios, fuerte en el trabajo –ya soy viejo y se me hace de noche– para que sepa recibir con alegría la llamada definitiva, camino del amor que barrunto. Pedid, queridos míos, que sepa amar como hijo a la Santísima Virgen y, como hijo, contemplar también las grandezas del Señor mi Padre, Trino y Uno.

Encomendadme a mi Ángel Custodio, como hacía que me encomendasen vuestros primeros hermanos –algunos lo recordarán– y los chicos de San Rafael. Como he tenido siempre este bendito espíritu anticlerical –es una bendición de Dios tener amor a los sacerdotes y a la Iglesia santa, y ser santamente anticlerical–, les decía: no vengáis conmigo por la calle, no me saludéis. Si me veis, encomendadme a mi Ángel Custodio; y si subo a un tranvía y estáis ahí vosotros, no os pongáis a mi lado; encomendadme.

Ahora que tengo sesenta y seis años, no sólo no me arrepiento, sino que os doy el mismo consejo. Encomendadme a mi Ángel Custodio, para que me ayude a ser bueno, fiel y alegre; para que pueda recibir, a su tiempo, el abrazo de amor de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo y de Santa María.

Hijas e hijos míos, haced las cosas seriamente. Reemprended ahora el camino. Soy muy amigo de la palabra camino, porque todos somos caminantes de cara a Dios; somos viatores, estamos andando hacia el Creador desde que hemos venido a la tierra. Una persona que emprende un camino, tiene claro un fin, un objetivo: quiere ir de un sitio a otro; y, en consecuencia, pone todos los medios para llegar incólume a ese fin; con la prisa suficiente, procurando no descaminarse por veredas laterales, desconocidas, que presentan peligros de barrancos y de fieras. ¡A caminar seriamente, hijos! Hemos de poner en las cosas de Dios y en las de las almas el mismo empeño que los demás ponen en las cosas de la tierra: un gran deseo de ser santos.

Sabemos que en la tierra no hay santos, pero todos podemos tener deseos eficaces de serlo; y tú, con ese deseo, estás haciendo un gran bien a toda la Iglesia, y de modo especial a todos tus hermanos en la Obra. A la vez, un pensamiento que ayuda mucho a la lealtad es considerar que haces un gran daño a los demás, si te descaminas.

Dios os exige a vosotros, y me exige a mí, lo que exige a una persona normal. Nuestra santidad consiste en eso: en hacer bien las cosas corrientes. Puede ser que, alguna vez, uno tenga ocasión de ganar la laureada; pero pocas veces. Y –que no se me enfaden los militares– tened en cuenta que los soldados que caen no reciben condecoraciones: las recibe su capitán. Il sangue del soldato fa grande il capitano, dice un proverbio italiano. Vosotros sois los santos, fieles, trabajadores, alegres, deportistas; y yo, el que se lleva las palmas, aunque también los odios caen sobre mí. Me hacéis mucho bien, pero no lo olvidéis, hijos: los odios se los lleva el Padre.

Satanás no está contento porque, con la gracia del Señor, os he enseñado un camino, un modo de llegar al Cielo. Os he dado un medio para arribar al fin, de una manera contemplativa. El Señor nos concede esa contemplación, que de ordinario apenas sentís. Dios no hace acepción de personas; a todos nos da los medios.

Quizá vuestro confesor, o la persona que lleva vuestra Confidencia, se da cuenta de algo que debéis corregir, y os hará algunas indicaciones. Pero el camino de la Obra es muy ancho. Se puede ir por la derecha o por la izquierda; a caballo, en bicicleta; de rodillas, a cuatro patas como cuando erais niños; y también por la cuneta, siempre que no se salga del camino.

A cada uno Dios le da, dentro de la vocación general al Opus Dei –que es santificar en medio de la calle el trabajo profesional–, su modo especial de llegar. No estamos recortados por el mismo patrón, como con una plantilla. El espíritu nuestro es tan amplio, que no se pierde lo común por la legítima diversidad personal, por el sano pluralismo. En el Opus Dei no ponemos a las almas en un molde, y luego apretamos; no queremos encorsetar a nadie. Hay un común denominador: querer llegar, y basta.

Me gusta comparar nuestra alma a un vaso que ha hecho Dios Nuestro Señor, para que se pueda poner en él un licor, el licor de la Sabiduría, que es un don, una gracia muy grande del Espíritu Santo. La Sabiduría es, hijas e hijos míos, «un hálito del poder divino y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella. Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad. Y siendo una, todo lo puede, y permaneciendo la misma, todo lo renueva, y a través de las edades se derrama en las almas santas»1.

Admirad la hermosura del don de Sabiduría, que el Espíritu Santo vierte generosamente en nuestros corazones con su gracia. Tan maravilloso es este don, «que Dios a nadie ama sino al que mora con la Sabiduría»2.

Os recordaré lo que dice la Sagrada Escritura: que con la Sabiduría vienen todos los bienes. Por eso hemos de pedírsela al Espíritu Santo, para cada uno de nosotros y para todos los cristianos. «Invoqué al Señor –se lee en el Libro inspirado– y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. Y la preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza. No la parangonaré a las piedras preciosas, porque todo el oro es ante ella como un grano de arena, y como el lodo es la plata. La amé más que a la salud y a la hermosura, y antepuse a la luz su posesión, porque el resplandor que de ella brota es inextinguible. Todos los bienes me vinieron juntamente con ella, y en sus manos me trajo una riqueza incalculable»3. De otro modo podemos decir que, con el espíritu del Opus Dei, vienen también todos los bienes a un alma, porque es Sabiduría este modo nuestro de vivir cara a Dios, sin buscar el anonimato, sin importarnos que nos vean o que nos oigan, procurando actuar en conciencia, con rectitud de intención.

Si somos leales a la vocación, hijas e hijos míos, sobre todos nosotros reposará este espíritu de Sabiduría, que el Señor reparte a manos llenas entre quienes le buscan con corazón recto. Para ser verdaderamente sabios –os lo he dicho muchas veces–, no es preciso tener una cultura amplia. Si la tenéis, bien; y si no, igualmente estupendo, si sois fieles, porque recibiréis siempre la ayuda del Espíritu Santo. Además, si asistís a los medios de formación que os proporciona la Obra, si aprovecháis las Convivencias y Cursos anuales, y los retiros, alcanzaréis una formación teológica tan honda como la que puede tener un buen sacerdote.

Pero no es necesario poseer una gran ciencia. Hay un saber al que sólo se llega con santidad: y hay almas oscuras, ignoradas, profundamente humildes, sacrificadas, santas, con un sentido sobrenatural maravilloso: «Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos»4. Un sentido sobrenatural que no raramente falta en las disquisiciones hinchadas de presuntos sabios: «Evanuerunt in cogitationibus suis, et obscuratum est insipiens cor eorum, dicentes enim se esse sapientes stulti facti sunt»5; disparataron en sus pensamientos, y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas; y, mientras se jactaban de ser sabios, pararon en ser necios.

Santidad personal: esto es lo importante, hijas e hijos míos, lo único necesario6. La Sabiduría está en conocer a Dios y en amarle. Y os recordaré con San Pablo, para que nunca os coja de sorpresa, que llevamos este tesoro en vasos de barro: «Habemus autem thesaurum istum in vasis fictilibus»7. Un recipiente tan débil, que con facilidad puede romperse, «ut sublimitas sit virtutis Dei et non ex nobis»8, para que se reconozca que toda esa hermosura y ese poder es de Dios, y no nuestra. Dice también la Escritura Santa que «el corazón del necio es como un vaso quebrado, que no retiene la Sabiduría»9. Con esto, el Espíritu Santo nos enseña que no podemos ser como niños o como locos. Hemos de ser fuertes, hijos de Dios; estaremos en nuestro trabajo y en la labor profesional, con una presencia de Dios continua que nos haga vivir en la perfección de las cosas pequeñas. Hemos de mantener el vaso íntegro, para que no se derrame ese licor divino.

El vaso no se rompe si todo lo dirigimos hacia Dios, incluso nuestras pasiones. Las pasiones, en sí mismas, no son ni buenas ni malas: depende de cada persona sujetarlas, y entonces son buenas, aunque sólo sea por ese motivo negativo: «Quia virtus in infirmitate perficitur»10. Porque al sentir esta enfermedad moral, si vencemos y logramos la salud, adquirimos más trato con Dios, más santidad.

Cuando alguno de vosotros, o yo, hablamos de vida interior, de trato con Dios, hay muchas personas, muchas –incluso aquéllas que deberían persuadir a las almas a seguir este camino interior– que nos miran como si fuéramos locos o cómicos, porque no creen de ninguna manera que se pueda alcanzar este trato íntimo con el Señor. Es penoso que deba deciros esto, pero es verdadero.

Vosotros sabéis perfectamente que sí, que se puede y se debe tener esa amistad; que es una necesidad para nuestra alma. Si no tenéis este trato con Dios, no seréis eficaces ni podréis hacer el gran servicio a la Iglesia, a vuestros hermanos, a las almas todas, que el Señor y la Obra esperan.

Haced vuestra oración con estas palabras que os estoy diciendo. Adentraos en vuestro corazón, con la luz que os da el Espíritu Santo, para quitar todo aquello que pueda romper el vaso, todo lo que pueda robaros la unidad de vida. Debéis ser personas –os lo recuerdo siempre– que no se maravillen cuando sientan que llevan dentro de sí una bestia.

Notas
1

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],1-2).

2

Ibid.

3

Ibid.

4

Ordo Missae.

5

Sal 43[42],2.

6

Cfr. 1 R 19,6-8.

7

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],4).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Orat.

9

Cfr. Is 45,15.

10

Orat.

Notas
3

Cfr. Ef 1,4.

4

Lc 12,49.

5

1 S 3,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. 1 Ts 4,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Sal 119[118],100.

2

Jr 1,6.

3

Gn 5,16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Sb 7,25-27.

2

Sb 7,28.

3

Sb 7,7-11.

4

Mt 11,25.

5

Rm 1,21-22.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Cfr. Lc 10,42.

7

2 Co 4,7.

8

Ibid.

9

Si 21,17.

10

Cfr. 2 Co 12,9.

Referencias a la Sagrada Escritura