20. El licor de la Sabiduría (Junio de 1972)

** Este texto, como los dos anteriores, es fruto de una reunión de material procedente de la predicación oral de san Josemaría en 1971 y está muy relacionado con “Tiempo de reparar” y “El talento de hablar”.


Me gusta comparar nuestra alma a un vaso que ha hecho Dios Nuestro Señor, para que se pueda poner en él un licor, el licor de la Sabiduría, que es un don, una gracia muy grande del Espíritu Santo. La Sabiduría es, hijas e hijos míos, «un hálito del poder divino y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella. Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad. Y siendo una, todo lo puede, y permaneciendo la misma, todo lo renueva, y a través de las edades se derrama en las almas santas»1.

Admirad la hermosura del don de Sabiduría, que el Espíritu Santo vierte generosamente en nuestros corazones con su gracia. Tan maravilloso es este don, «que Dios a nadie ama sino al que mora con la Sabiduría»2.

Os recordaré lo que dice la Sagrada Escritura: que con la Sabiduría vienen todos los bienes. Por eso hemos de pedírsela al Espíritu Santo, para cada uno de nosotros y para todos los cristianos. «Invoqué al Señor –se lee en el Libro inspirado– y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. Y la preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza. No la parangonaré a las piedras preciosas, porque todo el oro es ante ella como un grano de arena, y como el lodo es la plata. La amé más que a la salud y a la hermosura, y antepuse a la luz su posesión, porque el resplandor que de ella brota es inextinguible. Todos los bienes me vinieron juntamente con ella, y en sus manos me trajo una riqueza incalculable»3. De otro modo podemos decir que, con el espíritu del Opus Dei, vienen también todos los bienes a un alma, porque es Sabiduría este modo nuestro de vivir cara a Dios, sin buscar el anonimato, sin importarnos que nos vean o que nos oigan, procurando actuar en conciencia, con rectitud de intención.

Si somos leales a la vocación, hijas e hijos míos, sobre todos nosotros reposará este espíritu de Sabiduría, que el Señor reparte a manos llenas entre quienes le buscan con corazón recto. Para ser verdaderamente sabios –os lo he dicho muchas veces–, no es preciso tener una cultura amplia. Si la tenéis, bien; y si no, igualmente estupendo, si sois fieles, porque recibiréis siempre la ayuda del Espíritu Santo. Además, si asistís a los medios de formación que os proporciona la Obra, si aprovecháis las Convivencias y Cursos anuales, y los retiros, alcanzaréis una formación teológica tan honda como la que puede tener un buen sacerdote.

Pero no es necesario poseer una gran ciencia. Hay un saber al que sólo se llega con santidad: y hay almas oscuras, ignoradas, profundamente humildes, sacrificadas, santas, con un sentido sobrenatural maravilloso: «Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos»4. Un sentido sobrenatural que no raramente falta en las disquisiciones hinchadas de presuntos sabios: «Evanuerunt in cogitationibus suis, et obscuratum est insipiens cor eorum, dicentes enim se esse sapientes stulti facti sunt»5; disparataron en sus pensamientos, y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas; y, mientras se jactaban de ser sabios, pararon en ser necios.

Santidad personal: esto es lo importante, hijas e hijos míos, lo único necesario6. La Sabiduría está en conocer a Dios y en amarle. Y os recordaré con San Pablo, para que nunca os coja de sorpresa, que llevamos este tesoro en vasos de barro: «Habemus autem thesaurum istum in vasis fictilibus»7. Un recipiente tan débil, que con facilidad puede romperse, «ut sublimitas sit virtutis Dei et non ex nobis»8, para que se reconozca que toda esa hermosura y ese poder es de Dios, y no nuestra. Dice también la Escritura Santa que «el corazón del necio es como un vaso quebrado, que no retiene la Sabiduría»9. Con esto, el Espíritu Santo nos enseña que no podemos ser como niños o como locos. Hemos de ser fuertes, hijos de Dios; estaremos en nuestro trabajo y en la labor profesional, con una presencia de Dios continua que nos haga vivir en la perfección de las cosas pequeñas. Hemos de mantener el vaso íntegro, para que no se derrame ese licor divino.

El vaso no se rompe si todo lo dirigimos hacia Dios, incluso nuestras pasiones. Las pasiones, en sí mismas, no son ni buenas ni malas: depende de cada persona sujetarlas, y entonces son buenas, aunque sólo sea por ese motivo negativo: «Quia virtus in infirmitate perficitur»10. Porque al sentir esta enfermedad moral, si vencemos y logramos la salud, adquirimos más trato con Dios, más santidad.

Cuando alguno de vosotros, o yo, hablamos de vida interior, de trato con Dios, hay muchas personas, muchas –incluso aquéllas que deberían persuadir a las almas a seguir este camino interior– que nos miran como si fuéramos locos o cómicos, porque no creen de ninguna manera que se pueda alcanzar este trato íntimo con el Señor. Es penoso que deba deciros esto, pero es verdadero.

Vosotros sabéis perfectamente que sí, que se puede y se debe tener esa amistad; que es una necesidad para nuestra alma. Si no tenéis este trato con Dios, no seréis eficaces ni podréis hacer el gran servicio a la Iglesia, a vuestros hermanos, a las almas todas, que el Señor y la Obra esperan.

Haced vuestra oración con estas palabras que os estoy diciendo. Adentraos en vuestro corazón, con la luz que os da el Espíritu Santo, para quitar todo aquello que pueda romper el vaso, todo lo que pueda robaros la unidad de vida. Debéis ser personas –os lo recuerdo siempre– que no se maravillen cuando sientan que llevan dentro de sí una bestia.

A mí, que me ha tocado vivir tantas cosas, me parece un sueño cuando contemplo la realidad espléndida de nuestro Opus Dei y compruebo la lealtad de los hijos míos a Dios, a la Iglesia, a la Obra. Es lógico que alguna vez se quede alguien en el camino. A todos damos el alimento apropiado, pero aun tomando un alimento muy bien escogido dietéticamente, no todo se asimila. No quiere decir que sean gente mala. Esos pobrecitos vienen luego con lágrimas como puños, pero ya no tiene remedio.

Esta desgracia nos puede suceder a todos, hijas e hijos míos; a mí también. Mientras me halle en la tierra, también yo soy capaz de cometer una tontería grande. Con la gracia de Dios y vuestras oraciones, con el poco de esfuerzo que haga, no me ocurrirá jamás.

No hay nadie que esté exento de este peligro. Pero si hablamos, no pasa nada. No dejéis de hablar, cuando os suceda algo que no quisierais que se supiese. Decidlo enseguida. Mejor antes y, si no, después; pero hablad. No olvidéis que el pecado más grande es el de soberbia. Ciega muchísimo. Hay un viejo refrán ascético que reza así: lujuria oculta, soberbia manifiesta.

Nunca me cansaré de insistiros en la importancia de la humildad, porque el enemigo del amor es siempre la soberbia: es la pasión más mala, es aquel espíritu de raciocinio sin razón, que late en lo íntimo de nuestra alma y que nos dice que nosotros estamos en lo cierto, y los demás equivocados. Cosa que sólo por excepción es verdad.

Sed humildes, hijos míos. No con una humildad de garabato, como algunos que solían andar encogidos por la calle. Cabe una actitud marcial del cuerpo, siendo bien humildes. Tendréis así una voluntad entera, sin quiebra; un carácter completo, no débil; esculpido, no dibujado. Y no se romperá el vaso.

¡Sed fieles, sed leales! Tendréis muchas ocasiones en la vida de no ser fieles y de no ser leales, porque nosotros no somos plantas de invernadero. Estamos expuestos al frío y al calor, a la nieve y a la tormenta. Somos árboles, que a veces se llenan de polvo, porque están a todos los vientos, pero que se quedan limpios, preciosos, en cuanto viene la gracia de Dios, como la lluvia. No os asustéis por nada. Si no sois soberbios –repito–, iréis adelante ¡siempre!

¿Y cómo haréis las cosas bien, para corresponder al amor de esta Madre guapa que es la Obra, para ser leales? Es muy fácil, muy fácil. En primer lugar, tenéis que dejar hacer en vosotros, sin protesta, porque no os conocéis. Yo he cumplido ya setenta años, y no acabo de conocerme bien, de modo que vosotros ¡dónde andaréis con vuestro propio conocimiento!

A mí no me hacen la corrección fraterna, pero dos hermanos vuestros* me dicen con mucha claridad lo que les parece oportuno, y yo se lo agradezco con toda mi alma. ¡Que se ejercite la corrección fraterna!, que es un modo delicadísimo de quererse, con las condiciones que hemos puesto para que no sea molesta. Es molesta para el que la hace; en cambio, el que la recibe debe agradecerla, como se agradece al médico que ha metido el bisturí en una herida infectada, para curarla.

Después, hacer. Os he dicho innumerables veces que nadie pierde su personalidad al venir a la Obra; que la diversidad, el sano pluralismo, es manifestación de buen espíritu. Pues haced por vuestra cuenta, que nadie os lo impedirá. El Opus Dei respeta totalmente el modo de ser de cada uno de sus hijos. Nosotros perdemos relativamente la libertad, sin perderla, porque nos da la gana. Es la razón más sobrenatural: porque nos da la gana, por amor.

Que seáis personas rectas porque lucháis, procurando conciliar a esos dos hermanos que todos tenemos dentro: la inteligencia, con la gracia de Dios, y la sensualidad. Dos hermanos que están con nosotros desde que nacemos, y que nos acompañarán durante todo el curso de nuestra vida. Hay que lograr que convivan juntos, aunque se oponga el uno al otro, procurando que el hermano superior, el entendimiento, arrastre consigo al inferior, a los sentidos. Nuestra alma, por el dictado de la fe y de la inteligencia y con la ayuda de la gracia de Dios, aspira a los dones mejores, al Paraíso, a la felicidad eterna. Y allí hemos de conducir también a nuestro hermano pequeño, la sensualidad, para que goce de Dios en el Cielo.

Que esta unidad de vida sea el resultado de la bondad del Señor con cada uno y con la Obra entera, y efecto también de vuestra lucha personal. Nunca mejor que ahora se puede recordar que la paz es consecuencia de la guerra: de esa guerra maravillosa contra nosotros mismos, contra nuestras malas inclinaciones. Una guerra que es guerra de paz, porque busca la paz.

Perdemos la serenidad cuando no es la inteligencia con la gracia divina, quien dirige nuestra vida, sino las fuerzas inferiores. ¡No os asustéis de encontraros monstruosos, inclinados a cometer todas las atrocidades! Con la ayuda del Señor iremos hasta el final, seguros, con esa paz –repito– que es consecuencia de la victoria. Un triunfo que no es nuestro, porque es Dios quien vence en nosotros si no ponemos dificultades, si hacemos el esfuerzo de tender nuestra mano a la mano que desde el Cielo se nos ofrece.

Hijos míos, unidad de vida. Lucha. Que aquel vaso, del que os hablaba antes, no se rompa. Que el corazón esté entero y sea para Dios. Que no nos detengamos en miserias de orgullo personal. Que nos entreguemos de verdad, que sigamos adelante. Como el que camina para ir a una ciudad procura insistir, y un paso detrás de otro logra andar todo el camino. La ayuda de nuestro Padre Dios no nos faltará.

La mayor alegría de mi vida es saber que lucháis y que sois leales. No me importa demasiado enterarme de que –en esos puntos que están lejos de la muralla principal– habéis ido de narices. Ya sé que os levantáis y recomenzáis con más empeño. Quizá perderemos alguna batalla, pero ganaremos la guerra. Y, si somos sinceros, no se pierden ni las batallas perdidas. Al contrario, cada laña más, en nuestro barro, es como una condecoración. Por eso debemos tener la humildad de no esconderlas: los cacharros de cerámica arreglados con lañas tienen, a los ojos de Dios y a mis ojos, más gracia que los que están nuevos.

¿Sabéis lo que acostumbro a hacer yo? Lo que un buen general: plantear la lucha en la vanguardia, lejos de la fortaleza, en pequeños frentes aquí y allá. Tengo una gran devoción a recibir la bendición de los demás sacerdotes, y hago con esas bendiciones como una muralla que me protege.

También yo he de luchar, y procuro hacerlo donde me conviene: lejos, en cosas que en sí no tienen demasiada importancia, que ni siquiera llegan a ser faltas si se dejan de cumplir. Cada uno debe sostener su pelea personal en el frente que le corresponde, pero con santa pillería.

Mientras estemos en la certeza de la fe completa de Cristo y luchemos, el Señor nos dará su gracia abundantemente y nos seguirá bendiciendo: con sufrimientos –que tiene que haber siempre, pero no los exageréis, porque de ordinario son pequeños–, con abundantes vocaciones en todo el mundo, y con el florecer de obras y labores apostólicas que exigen mucho trabajo y mucho espíritu de sacrificio. Sin contar lo más hermoso de nuestra tarea, que es aquello que hacen –cada uno por su cuenta, espontáneamente– mis hijos y mis hijas, cada uno en el lugar donde está. Porque, los hijos de Dios en su Opus Dei, son luz y fuego y, muchas veces, llamarada. Son algo que quema, son levadura que hace fermentar todo lo que tienen alrededor.

No nos llenemos de orgullo o de arrogancia, aunque el contraste con otras pobres gentes sea tan evidente. Vamos a agradecer todo al Señor, sabiendo que nada de eso es nuestro. Dios nos lo da, porque quiere, y nos envía también su gracia: claro resplandor, para que luchemos. De modo que, en medio de nuestras miserias, imperfecciones y errores personales, no nos salgamos del camino, no rompamos nunca el vaso que el Espíritu Santo, con su misericordia, ha querido llenar de sabiduría y de bien.

Para terminar, deseo que esto quede en vosotros bien fijo: una gran devoción al Espíritu Santo, «espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad,… espíritu de temor de Dios»11. Y, con esa devoción, el convencimiento de que –si somos dóciles– seremos instrumentos suyos. No con la docilidad de una cosa inerte, sino con la docilidad de la cabeza y del raciocinio, que sabe sujetar a su hermana la sensibilidad para ponerla al servicio de Dios. Así, estos dos hermanos nuestros tendrán la misma herencia: ser hijos de Dios ya en la tierra, y gozar del Amor en el cielo. Nuestro corazón no será nunca un vaso quebrado, y el licor divino de la Sabiduría nos embriagará siempre en nuestra vida: «Porque a la luz sucede la noche, pero la maldad no triunfa de la Sabiduría»12.

Notas
1

Sb 7,25-27.

2

Sb 7,28.

3

Sb 7,7-11.

4

Mt 11,25.

5

Rm 1,21-22.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Cfr. Lc 10,42.

7

2 Co 4,7.

8

Ibid.

9

Si 21,17.

10

Cfr. 2 Co 12,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

** Eran don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría, que le atendían en sus necesidades espirituales y materiales (N. del E.).

Notas
11

Is 11,2-3.

12

Sb 7,30.

Referencias a la Sagrada Escritura
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