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Hay 21 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Vida contemplativa .

Hijo, no pienses nunca en ti. Huye de la soberbia de imaginar que eres eso que en mi tierra llaman el palico de la gaita. Cuando no te acuerdes de ti, entonces haces buena labor. No podemos creernos el centro, de modo que pensemos que todo debe girar alrededor de nosotros. Y lo peor es que, si caes en este defecto, cuando te digan que eres soberbio, no te lo creerás; porque mientras el humilde se cree soberbio, el soberbio se cree humilde.

Os miro, hijos… ¡Qué alegría cuando te llegue el momento de enseñar a tus hermanos que los hijos de Dios en su Opus Dei han de ser contemplativos, almas contemplativas en medio del mundo! Tenéis que mantener una continua vida de oración, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. ¿De la noche a la mañana, Padre? Sí, hijo, también durmiendo.

Tú admiras, como yo, la vida silenciosa de esos hombres que se encierran en un viejo convento, ocultos en sus celdas; vida de trabajo y de oración. Cuando alguna vez he visitado a los cartujos, salgo de allí edificado y queriéndoles mucho. Comprendo su vocación, su apartamiento del mundo, y me alegro por ellos, pero… allí dentro siento mucha tristeza. En cuanto vuelvo a la calle, me digo: ¡mi celda, ésta es mi celda! Nuestra vida es tan contemplativa como la suya. Dios nos da los medios para que nuestra celda –nuestro retiro– esté en medio de las cosas del mundo, en el interior de nuestro corazón. Y pasamos el día –si hemos adquirido la formación específica nuestra– en un continuo diálogo con Dios.

Cristo, María, la Iglesia: tres amores para llenar una vida. María, tu Madre –se te iba a escapar: mamá; no importa, díselo también–, con San José y tu Ángel Custodio.

Enseñarás a tus hermanos que han de ser contemplativos y serenos. Aunque todo el mundo se hunda, aunque todo se pierda, aunque todo se agriete…, nosotros, no. Si somos fieles, tendremos la fortaleza del que es humilde, porque vive identificado con Cristo. Hijos, somos lo permanente; lo demás es transeúnte. ¡No pasa nada!

Padre, ¿y si me pegan dos tiros? ¡Santa cosa! No es nuestro camino, pero aceptaríamos la gracia del martirio como un mimo de Dios: no a nosotros, sino a nuestra familia del Opus Dei, para que ni siquiera por eso nos venza la soberbia. No nos faltará ese mimo…, pero pocas veces, porque no es el camino nuestro.

Tú has vivido bien las primeras nociones que aprendiste sobre la oración, cuando comenzaste a recibir la dirección espiritual que se imparte en nuestro Opus Dei. Luego, has ido escuchando a tus hermanos tantos consejos maravillosos, que has procurado poner en práctica. Y ahora, después de los años –muchos o pocos– que llevas trabajando por el Señor, el Padre vuelve a insistirte de nuevo en la oración. ¿Por qué? Porque, para ser santo, hijo, hay que rezar: no tengo otra receta para alcanzar la santidad.

Si no lo has experimentado ya, verás cómo te ocurrirá que, al cumplir las Normas, sin darte cuenta, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, estás haciendo oración: actos de amor, actos de desagravio, acciones de gracias; con el corazón, con la boca, con las pequeñas mortificaciones que encienden el alma.

No son cosas que puedan considerarse pequeñeces: son oración constante, diálogo de amor. Una práctica que no te producirá ninguna deformación psicológica, porque para un cristiano debe ser algo tan natural y espontáneo como el latir del corazón.

Cuando todo eso sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, que no me dejes! Y ese Dios, «manso y humilde de corazón»7, ¿cómo va a decirte que no?

Yo quiero que toda nuestra vida sea oración: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo… y ante el desconsuelo de perder una vida querida. Ante todo, enseguida, la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de tu alma.

Para eso, hijo, debes tener una disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Varonilmente, has de tener horror, recio horror al pecado grave. Y también la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado.

Dios preside nuestra oración, y tú, hijo mío, estás hablando con Él como se habla con un hermano, con un amigo, con un padre: lleno de confianza. Dile: ¡Señor, que eres toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia, sé que Tú me escuchas! Por eso me enamoro de Ti, con la tosquedad de mis maneras, de mis pobres manos ajadas por el polvo del camino. De este modo es gustosa la abnegación, es alegre lo que quizá antes humillaba, y es feliz la vida de entrega. ¡Saberse tan cerca de Dios! Por eso, pase lo que pase, estoy firme, seguro contigo, que eres la roca y la fortaleza8.

Padre –me estás como diciendo al oído–, pero eso que nos dice, por una parte es algo muy sabido, y por otra parece tan arduo… Y volveré a repetirte que es preciso ser alma de oración. Sólo así se puede ser feliz, aun cuando te desconozcan, aunque te encuentres grandes dificultades en el camino.

El Señor te quiere feliz en la tierra. Feliz también cuando quizá te maltraten y te deshonren. Mucha gente a alborotar: se ha puesto de moda escupir sobre ti, que eres «omnium peripsema»9, como basura…

Eso, hijo, cuesta; cuesta mucho. Es duro hasta que –por fin– un hombre se acerca al Sagrario y se ve considerado como toda la porquería del mundo, como un pobre gusano, y dice de verdad: Señor, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo, para qué la quiero? Hasta entonces, no sabe el hijo de Dios lo que es ser feliz: hasta llegar a esa desnudez, a esa entrega, que es de amor, pero fundamentada en el dolor y en la penitencia.

No quisiera que todo lo que te estoy diciendo, hijo mío, pasara como una tormenta de verano: cuatro goterones, luego el sol y, al rato, la sequedad otra vez. No, esta agua tiene que entrar en tu alma, formar poso, eficacia divina. Y eso sólo lo conseguirás si no me dejas a mí, que soy tu Padre, hacer la oración solo. Este rato de charla que hacemos juntos, pegadicos al Sagrario, producirá en ti una huella fecunda si, mientras yo hablo, tú hablas también en tu interior. Mientras yo trato de desarrollar un pensamiento común que a cada uno de vosotros haga bien, tú, paralelamente, vas sacando otros pensamientos más íntimos, personales. De una parte, te llenas de vergüenza, porque no has sabido ser hombre de Dios plenamente; y, por otra parte, te llenas de agradecimiento, porque a pesar de todo has sido elegido con vocación divina, y sabes que no te faltará nunca la gracia del cielo. Dios te ha concedido el don de la llamada, escogiéndote desde la eternidad, y ha hecho resonar en tus oídos aquellas palabras que a mí me saben a miel y a panal: «Redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu!»10. Eres suyo, del Señor. Si te ha hecho esa gracia, te concederá también toda la ayuda que necesites para ser fiel como hijo suyo en el Opus Dei.

Con esta lealtad que tienes, hijo mío, procurarás mejorar cada día, y serás un modelo viviente del hombre del Opus Dei. Así lo deseo, así lo creo, así lo espero. Tú, después que has oído hablar al Padre de este espíritu nuestro de almas contemplativas, vas a esforzarte por serlo de verdad. Pídeselo ahora a Jesús: ¡Señor, mete estas verdades en la vida mía, no sólo en la cabeza, sino en la realidad de mi modo de ser! Si lo haces así, hijo, te aseguro que te ahorrarás muchas penas y disgustos.

4e ¡Cuántas tonterías, cuántas contrariedades desaparecen inmediatamente, si nos acercamos a Dios en la oración! Ir a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa…, y enseguida, luz. Nos damos cuenta muchas veces de que las dificultades nos las creamos nosotros mismos. Tú, que te crees de un valor excepcional, con unas cualidades extraordinarias, y cuando los demás no lo reconocen así te sientes humillado, ofendido… Acude enseguida a la oración: ¡Señor!… Y rectifica; nunca es tarde para rectificar, pero rectifica ahora mismo. Sabrás entonces lo que es ser feliz, aunque notes todavía en las alas el barro que se está secando, como un ave que ha caído por tierra. Con la mortificación y la penitencia, con el afán de fastidiarte para hacer más amable la vida a tus hermanos, caerá ese barro, y –perdona la comparación que se me viene ahora a la cabeza– serán tus alas como las de un ángel, limpias, brillantes, y ¡a subir!

¿Verdad, hijo mío, que vas haciendo tus propósitos concretos? ¿Verdad que en la charla fraterna y en la confesión, vividas con el sentido sobrenatural que se os enseña, irás viéndote como eres, cara a Dios, con humildad? En la dirección espiritual no dejes nunca de tratar de tu vida de oración, de cómo va la presencia de Dios, de cómo es tu espíritu contemplativo.

Hijos de mi alma, os estoy queriendo llevar por un camino de maravilla, por una vida de amor y de aventura sobrenatural, por la que el Señor me ha conducido a mí; una vida de felicidad, con sacrificio, con dolor, con abnegación, con entrega, con olvido de uno mismo.

«Si quis vult post me venire… Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame»11. Estas palabras las hemos oído todos: por eso estamos aquí. También hemos escuchado estas otras: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo soy el que os he elegido a vosotros»12. La llamada divina tiene una finalidad muy concreta: meterte en todas las encrucijadas de la tierra, estando tú bien metido en Dios. Ser sal, ser levadura, ser luz del mundo. Sí, hijo mío: tú en Dios, para iluminar, para dar sabor, para acrecentar, para ser fermento.

Pero la luz será tinieblas, si tú no eres contemplativo, alma de oración continua; y la sal perderá su sabor, sólo servirá para ser pisada por la gente, si tú no estás metido en Dios. La levadura se pudrirá y perderá su virtud de fermentar toda la masa, si tú no eres alma verdaderamente contemplativa.

Reza oraciones vocales, las que forman parte de nuestro plan de vida de piedad. Dirígete luego a Dios con oraciones vocales tuyas, personales: las que mayor devoción te den. No te quedes sólo en lo que todos tenemos el deber y el gozo de cumplir: añade lo que tu iniciativa y tu generosidad te dicten. Finalmente, no olvides la oración mental continua. Procura dialogar con Dios, en el centro de tu alma, con toda confianza y sinceridad.

Hijo, pienso que te he dicho ya todo lo que te tenía que decir. Ahora resta que tú te decidas, de verdad, a ser un alma entregada, enamorada, en trato constante con Dios. Entonces sí que estoy seguro de tu fidelidad.

Termino, pues, con tres citas de la Escritura:

«Oportet semper orare et non deficere»13: hay que rezar siempre, sin cesar.

«Erat pernoctans in oratione Dei»14: Cristo pasaba la noche hablando con Dios.

«Erant autem perseverantes in doctrina apostolorum, et communicatione fractionis panis, et orationibus»15: los primeros cristianos perseveraban en la doctrina de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración.

Llegamos al tercer punto de nuestra meditación y, en este tercer punto, no soy yo el que os propone determinadas consideraciones: sois vosotros quienes habéis de enfrentaros con vosotros mismos, ya que el Señor nos ha escogido para la misma finalidad y, en vosotros y en mí, ha nacido toda esta maravilla universal. Este es el momento en que cada uno debe mirarse a sí mismo, para ver si es o no es el instrumento que Dios quiere: una labor personalísima, una labor íntima y singular de vosotros con Dios.

Convenceos, hijos míos, de que el único camino es el de la santidad: en medio de nuestras miserias –yo tengo muchas–, con toda nuestra alma, pedimos perdón. Y a pesar de esas miserias, sois almas contemplativas. Yo lo entiendo así, no considero sólo vuestros defectos: puesto que contra ese lastre reaccionamos constantemente, buscando al Señor Dios nuestro y a su Bendita Madre, procurando vivir las Normas que os he señalado. Como una necesidad, vamos a Dios y a Santa María –a nuestra Madre–, tenemos trato constante con ellos; ¿no es esto lo propio de las almas contemplativas?

Cuando me desperté esta mañana, pensé que querríais que os dijera unas palabras y debí ponerme colorado, porque me sentí abochornado. Entonces, yendo mi corazón a Dios, viendo que queda tanto por hacer, y pensando también en vosotros, estaba persuadido de que yo no daba todo lo que debo a la Obra. Él, sí; Dios, sí. Por eso hemos venido esta mañana a renovar nuestra acción de gracias. Estoy seguro de que el primer pensamiento vuestro, en el día de hoy, ha sido también una acción de gracias.

El Señor sí que es fiel. Pero, ¿y nosotros? Debéis responder personalmente, hijos míos. ¿Cómo se ve, cada uno, en su vida? No pregunto si os veis mejor o peor, porque a veces creemos una cosa y no somos objetivos. A veces el Señor permite que nos parezca que andamos hacia atrás: nos cogemos entonces más fuerte de su mano, y nos llenamos de paz y de alegría. Por eso, insisto, no os pregunto si vais mejor o peor, sino si hacéis la Voluntad de Dios, si tenéis deseos de luchar, de invocar la ayuda divina, de no poner nunca un medio humano sin poner a la vez los medios sobrenaturales.

Pensad si procuráis agrandar el corazón, si sois capaces de pedirle al Señor –porque muchas veces no somos capaces o, si pedimos, lo pedimos para que no nos lo conceda–, si sois capaces de pedirle, para que os lo conceda, ser vosotros los últimos y vuestros hermanos los primeros; ser vosotros la luz que se consume, la sal que se gasta. Esto hay que pedir: saber fastidiarnos nosotros, para que los demás sean felices. Este es el gran secreto de nuestra vida, y la eficacia de nuestro apostolado.

«Invocabitis me…, et ego exaudiam vos»2, me invocaréis y Yo os escucharé. Y le invocamos hablándole, dirigiéndonos a Él en la oración. Por eso os he de decir también con el Apóstol: «Conversatio autem nostra in cælis est»3, que nuestra conversación está en los cielos. Nada nos puede separar de la caridad de Dios, del Amor, del trato constante con el Señor. Hemos comenzado con oraciones vocales, que muchos –probablemente todos, como yo– hemos aprendido de la boca de nuestras madres: cosas dulces y encendidas a la Madre de Dios, que es Madre nuestra. También yo, por las mañanas y por las tardes, no una vez, sino muchas, repito: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón… ¿Qué es esto sino contemplación verdadera, una manifestación de amor? ¿Qué se dicen las gentes cuando se quieren?; ¿qué se dan, qué se entregan? Se sacrifican por la persona que aman. Y nosotros nos hemos dado a Dios con el cuerpo y con el alma: en una palabra, todo mi ser.

¿Habíais pensado alguna vez cómo se nos enseña en la Obra a amar las cosas del Cielo? Primero una oración, y luego otra, y otra…, hasta que casi no se puede hablar con la lengua, porque las palabras resultan pobres…: y se habla con el alma. Nos sentimos entonces como cautivos, como prisioneros; y así, mientras hacemos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las cosas que son de nuestro oficio, ¡el alma ansía escaparse! ¡Se va! Vuela hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán.

«Et reducam captivitatem vestram de cunctis locis»4; os libraré de la cautividad, estéis donde estéis. Dejamos de ser esclavos, con la oración. Nos sentimos y somos libres, volando en un epitalamio de alma encariñada, en una canción de amor, hacia ¡la unión con Dios! Un nuevo modo de existir en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Por eso –recordando a tantos escritores españoles del quinientos– me gusta decir: ¡que vivo, porque no vivo; que es Cristo quien vive en mí!5. Y siento la necesidad de trabajar en la tierra muchos años, porque Jesús tiene pocos amigos aquí abajo. Desead vivir, hijos míos; debemos vivir mucho tiempo, pero de esta manera, en libertad: «In libertatem gloriæ filiorum Dei»6, «qua libertate Christus nos liberavit»7; con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha alcanzado muriendo sobre el madero de la Cruz.

Más tarde, el alma necesita tratar a cada una de las Personas divinas. Es un descubrimiento, como los que hace un niño pequeño en la vida terrena, el que realiza el alma en la vida sobrenatural. Y comienza a hablar con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y a sentir la actividad del Paráclito vivificador, que se nos da sin merecerla: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! Y llegamos sin darnos cuenta, de algún modo, a la unión.

Hemos ido «quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum»9, de igual modo que el ciervo ansía las fuentes de las aguas: con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Y, sin hacer rarezas, a lo largo del día, con la formación que en la Obra se recibe –que se basa en descomplicar el alma humana–, se ha llegado a ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna10. Entonces ya no se habla, porque la lengua no sabe expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se habla, ¡se mira! Y el alma rompe a cantar, porque se siente y se sabe mirada amorosamente por Dios, a todas horas.

No sabéis qué consuelo he tenido cuando, después de repetir durante años y años que para un alma contemplativa hasta el dormir es oración, me encontré un texto de San Jerónimo que dice lo mismo.

Es con la dedicación completa –dentro de nuestras imperfecciones, por la humillación de nuestros fracasos internos, que nos llevan a volver todos los días a Dios– como se vuelve al camino maestro cuando hay obstáculos. Os lo he dicho muchas veces: siempre estoy haciendo el papel del hijo pródigo. Es ése el momento de la contrición, del amor, de la fusión de la criatura, que es nada…, con su Dios y su Amor, que lo es todo.

Hijos míos, no os hablo de cosas extraordinarias. Son, tienen que ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma. Por allí debéis llevar a vuestros hermanos: hasta esa locura de amor que enseña a saber sufrir y a saber vivir, porque Dios nos concede el don de Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces!

¿Ascética? ¿Mística? No lo sabría decir. Pero, sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué más da?: es un don de Dios. Si tú procuras meditar, llega un momento en el que el Señor no te niega los dones: el Espíritu Santo te los concede. Fe, hijos míos, y obras de fe. Porque eso ya es contemplación y es unión. Y ésta es la vida de mis hijos en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera se den cuenta. Una clase de oración y de vida que no nos aparta de las cosas de la tierra, que en medio de ellas nos conduce a Dios. Y al llevar las cosas terrenas a Dios, la criatura diviniza el mundo. ¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas…! En oro convertimos todo lo que tocamos, a pesar de nuestros errores personales.

«Benedixisti –se lee en la Sagrada Escritura–, Domine, terram tuam; avertisti captivitatem Iacob»11; Señor, has bendecido tu tierra, has destruido la cautividad de Jacob. Repito que ya no nos sentimos esclavos, sino libres: todo nos lleva a Dios. Y, en ese caminar por la senda del Opus Dei, vamos seguros, porque tenemos la dirección que hace imposible que nos equivoquemos: la confesión y la charla confidencial con vuestro hermano, si son sinceras, si no se da cabida al demonio mudo. En nuestro andar espiritual tenemos, en cada momento, algo parecido a esas señales que se ven en las carreteras, para orientar a los viajeros. No es posible –repito–, de ninguna manera, que un socio o una asociada del Opus Dei –si es fiel a nuestro espíritu– se extravíe en las vueltas y revueltas de su vida interior.

Así el alma se enciende con las luces alcanzadas del Cantar: «Surgam et circuibo civitatem»12; me alzaré y rodearé la ciudad… Y no sólo la ciudad: «Per vicos et plateas quæram quem diligit anima mea»13. Buscaré al que ama mi alma por las calles y las plazas… Correré de una parte a otra del mundo –por todas las naciones, por todos los pueblos, por senderos y trochas– para buscar la paz de mi alma. Y la encuentro en las cosas que vienen de fuera, que no me son estorbo; que son, al contrario, vereda y escalón para acercarme más y más, y más y más unirme a Dios.

Y cuando llega la época –que tiene que llegar, con mayor o menor fuerza– de los contrastes, de la lucha, de la tribulación, de la purgación pasiva, nos pone el salmista en la boca y en la vida aquellas palabras: «Cum ipso ero in tribulatione»14, con Él estoy en el tiempo de la adversidad. ¿Qué vale, Jesús, ante tu Cruz la mía; ante tus Llagas mis rasguños? ¿Qué vale, ante tu Amor inmenso, puro e infinito, esta pobrecita cruz que has puesto Tú en mi alma? Y los corazones vuestros, y el mío, se llenan de un celo santo: «Ut nuntietis ei quia amore langueo»15, para que le digáis que muero de amor. Es una enfermedad noble, divina: ¡somos los aristócratas del Amor en el mundo!, puedo decir con la expresión de un viejo amigo mío.

No vivimos nosotros, sino que es Cristo quien en nosotros vive16. Hay una sed de Dios, un deseo de buscar sus lágrimas, sus palabras, su sonrisa, su rostro… No encuentro mejor modo de decirlo que volviendo a emplear las frases del salmo: «Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum»17, como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios mío!

Paz. Sentirse metidos en Dios, endiosados. Refugiarse en el Costado de Cristo. Saber que cada uno, con ansias, espera el amor de Dios: del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Y el celo apostólico se enciende, aumenta cada día, porque el bien es difusivo. Queremos sembrar en el mundo entero la alegría y la paz, regar todas las almas con las aguas redentoras que brotan del Costado abierto de Cristo, hacer todas las cosas por Amor. Entonces no hay tristezas, ni penas, ni dolores: desaparecen en cuanto se acepta de veras la voluntad de Dios, en cuanto se cumplen con gusto sus deseos, como hacen los hijos fieles, aunque los nervios se rompan y el suplicio parezca insoportable.

Hijos míos, os repito que no estoy hablando de un camino extraordinario. Lo más extraordinario, para nosotros, es la vida ordinaria. Esta es la contemplación, a la que debemos llegar todos los socios del Opus Dei: sin ningún fenómeno místico externo, a no ser que el Señor se empeñe en hacer una excepción.

Por eso no dejamos nuestras devociones habituales, que nos amarran bien a esta barca del Señor en la que estamos metidos, que es el Opus Dei. Y tratamos de no perder nunca la amistad con los Santos Ángeles Custodios: los sacerdotes, también con su Arcángel ministerial. Es muy probable la opinión de que los sacerdotes tienen un ángel especialmente encargado de atenderles. Pero hace muchos, muchísimos años, leí que cada sacerdote tiene un Arcángel ministerial, y me conmoví. Me he hecho una especie de aleluya como jaculatoria, y se la repito al mío, por la mañana y por la noche. A veces he pensado que no puedo tener esta fe porque sí, porque lo haya escrito un Padre de la Iglesia cuyo nombre ni siquiera recuerdo. Entonces considero la bondad de mi Padre Dios y estoy seguro de que, rezando a mi Arcángel ministerial, aunque no lo tuviera, el Señor me lo concederá, para que mi oración y mi devoción tengan fundamento.

Todos necesitamos mucha compañía, hijos: compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Ángeles y de los Arcángeles y de los Santos, de nuestros Santos Patronos e Intercesores! Es muy humana la amistad, pero también es muy divina; como la vida nuestra, que es humana y divina. ¿Os acordáis de lo que dice el Señor?: «Iam non dicam vos servos…, vos autem dixi amicos»18; ya no os llamo siervos, sino amigos. Hay que tener amistad con los amigos de Dios, que moran ya en el Cielo, y con las criaturas que están en la tierra, muchas veces apartadas del Señor.

Así quiso Dios que naciera nuestra Obra, hijos de mi alma. Así germinó el espíritu del Opus Dei: considerando la poquedad vuestra y mía, y la grandeza suya; pensando que nosotros no somos nada, y Él lo es todo; que nosotros no podemos nada, y Él lo puede todo; que nosotros no sabemos nada, y Él es la Sabiduría; que nosotros somos flojos, y Él es la fortaleza: «Quia Tu es, Deus, fortitudo mea!»19.

En alguna ocasión será conveniente que meditéis con calma aquellas palabras divinas, que llenan el alma de temor y le dejan sabores de panal y de miel: «Redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu!»20; te he redimido, y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío! No robemos a Dios lo que es suyo. Un Dios que nos ha amado hasta el punto de dar la vida por nosotros, y que «elegit nos in Ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius»21: que nos ha elegido desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo, para que siempre estemos en su presencia; y continuamente nos brinda ocasiones de santidad y de entrega.

Por si aún quedase alguna duda, tenemos aquellas otras palabras suyas: «Non vos me elegistis –no me habéis elegido vosotros–, sed ego elegi vos, et posui vos, ut eatis –sino que os he elegido yo, para que vayáis lejos, por el mundo–, et fructum afferatis –y deis fruto: ¡si lo estáis ya dando!–, et fructus vester maneat»22, y permanecerá abundante el fruto de vuestro trabajo de almas contemplativas. Luego ¡fe, hijos míos!, ¡fe sobrenatural!

Ayer me conmovía oyendo hablar de un catecúmeno japonés que enseñaba el catecismo a otros, que aún no conocían a Cristo. Y me avergonzaba. Necesitamos más fe, ¡más fe!: y con la fe la contemplación, más actividad apostólica. Mirad lo que se lee hoy en el Breviario: «Adversarius elevandus sit contra omne quod dicitur Deus et colitur; ita ut audeat stare in templo Dei, et ostendere quod ipse sit Deus»23; se alzará el adversario contra todo lo que se dice Dios y es adorado, hasta atreverse a estar en el templo de Dios y mostrarse a sí mismo como si fuera Dios. ¡Desde dentro, quieren destrozar la fe del pueblo! ¡Desde dentro, intentan oponerse a Dios!

Terminaré diciendo con San Pablo a los Colosenses: «Non cessamus pro vobis orantes…; no cesamos de orar por vosotros y de pedir a Dios que alcancéis pleno conocimiento de su voluntad, con toda sabiduría e inteligencia espiritual»24. Contemplativos, con los dones del Espíritu Santo, «ut ambuletis digne Deo per omnia placentes…; a fin de que sigáis una conducta digna de Dios, agradándole en todo, produciendo frutos en toda especie de obras buenas y adelantando en la ciencia de Dios, corroborados en toda suerte de fortaleza por el poder de su gracia, para tener siempre una perfecta paciencia y longanimidad acompañada de alegría; dando gracias a Dios Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la suerte de los santos iluminándonos con su luz; que nos ha arrebatado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo muy amado»25.

Que la Madre de Dios y Madre nuestra nos proteja, con el fin de que cada uno de vosotros, y cada uno de vuestros hermanos y de vuestras hermanas, ¡la Obra entera!, pueda servir a la Iglesia en la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu Santo y con la vida contemplativa. Cada uno en su estado, y en el cumplimiento de los deberes que le son propios; cada uno en su oficio y profesión, y en el cumplimiento de los deberes de su oficio y profesión, sirva gozosamente a la Esposa de Cristo, en el lugar donde el Señor le ha colocado, sabiendo percatarse de las mañas de los que intentan engañar a las almas con teorías falsas, muchas veces difíciles de descubrir y otras veces fáciles de desenmascarar. Son gentes que a sí mismos se llaman teólogos, pero que no lo son: no tienen más que la técnica de hablar de Dios, y no le confiesan ni con la boca, ni con el corazón, ni con la vida.

A los de Galacia, San Pablo les dice una cosa muy hermosa a propósito de la filiación divina: «Misit Deus Filium suum…, ut adoptionem filiorum reciperemus»2. Envió Dios a su Hijo Jesús, y le hizo tomar la forma de nuestra carne, para que recibiésemos la filiación suya. Mirad, hijos míos, mirad qué agradecimiento debemos rendir a ese Hermano nuestro, que nos hizo hijos del Padre. ¿Habéis visto a esos hermanitos vuestros, a esas pequeñas criaturas, hijas de vuestros parientes, que necesitan de todo y de todos? Así es el Niño Jesús. Es bueno considerarle así, inerme. Siendo el todopoderoso, siendo Dios, se ha hecho Niño desvalido, desamparado, necesitado de nuestro amor.

Pero en aquella fría soledad, con su Madre y San José, lo que Jesús quiere, lo que le dará calor, es nuestro corazón. Por lo tanto ¡arranca del corazón todo lo que estorbe! Tú y yo, hijo mío, vamos a ver todo aquello que estorba en nuestro corazón… ¡Fuera! Pero de verdad. Lo repite San Juan en el capítulo primero: «Quotquot autem receperunt eum dedit eis potestatem filios Dei fieri»3. Nos ha dado la potestad de ser hijos de Dios. Ha querido Dios que seamos hijos suyos. No me invento nada, cuando os digo que es parte esencial de nuestro espíritu la filiación divina: todo está en las Santas Escrituras. Es verdad que, en una fecha de la historia interna de la Obra, hay un momento preciso en el que Dios quiso que nos sintiéramos sus hijos, que al espíritu del Opus Dei incorporásemos ese espíritu de filiación divina. Lo sabréis a su hora. Dios ha querido que, por primera vez en la historia de la Iglesia, fuera el Opus Dei el que corporativamente viviese esta filiación.

Hagamos, por tanto, una oración de hijos y una oración continua. «Oro coram te, hodie, nocte et die»4; oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces: que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: «Oportet semper orare, et non deficere»5. Hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior. Especialmente en estos casos, volvamos con humildad, a decir al Señor: ¡a pesar de todo, soy hijo tuyo! Hagamos el papel del hijo pródigo.

Como dice en otra parte la Escritura: orando siempre, no con largas oraciones vocales6, sino con oración mental sin ruido de palabras, sin gesto externo. ¿Dónde oramos? «In angulis platearum…»7. Cuando andamos por medio de las calles y de las plazas, debemos estar orando constantemente. Este es el espíritu de la Obra.

¡Cuántas veces me he removido leyendo esa oración que la Iglesia propone a los sacerdotes para recitar antes de la misa!: «O felicem virum, beatum Ioseph, cui datum est, Deum, quem multi reges voluerunt videre et non viderunt, audire et non audierunt…». ¿No habéis tenido como envidia de los Apóstoles y de los discípulos, que trataron a Jesucristo tan de cerca? Y después, ¿no habéis tenido como vergüenza, porque quizá –y sin quizá: yo estoy seguro, dada mi debilidad– hubierais sido de los que se escapaban, de los que huían bellacamente y no se quedaban junto a Jesús en la Cruz?

«…quem multi reges voluerunt videre et non viderunt, audire et non audierunt; non solum videre et audire, sed portare, deosculari, vestire et custodire!». No os lo puedo ocultar. Algunas veces, cuando estoy solo y siento mis miserias, cojo en mis brazos una imagen de Jesús Niño, y lo beso y le bailo… No me da vergüenza decíroslo. Si tuviésemos a Jesús en nuestros brazos, ¿qué haríamos? ¿Habéis tenido hermanos pequeños, bastante más pequeños que vosotros? Yo, sí. Y lo he cogido en mis brazos, y lo he mecido. ¿Qué hubiera hecho con Jesús?

«Ora pro nobis, beate Ioseph»*. ¡Claro que hemos de decir así!: «Ut digni efficiamur promissionibus Christi». San José, ¡enséñanos a amar a tu Hijo, nuestro Redentor, el Dios Hombre! ¡Ruega por nosotros, San José!

Y seguimos considerando, hijos míos, esta oración que la Iglesia propone a los sacerdotes antes de celebrar el Santo Sacrificio.

«Deus, qui dedisti nobis regale sacerdotium…»**. Para todos los cristianos el sacerdocio es real, especialmente para los que Dios ha llamado a su Obra: todos tenemos alma sacerdotal. «Præsta, quæsumus; ut, sicut beatus Ioseph unigenitum Filium tuum, natum ex Maria Virgine…». ¿Habéis visto qué hombre de fe? ¿Habéis visto cómo admiraba a su Esposa, cómo la cree incapaz de mancilla, y cómo recibe las inspiraciones de Dios, la claridad divina, en aquella oscuridad tremenda para un hombre integérrimo? ¡Cómo obedece! «Toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto»7, le ordena el mensajero divino. Y lo hace. ¡Cree en la obra del Espíritu Santo! Cree en aquel Jesús, que es el Redentor prometido por los Profetas, al que han esperado por generaciones y generaciones todos los que pertenecían al Pueblo de Dios: los Patriarcas, los Reyes…

«…ut, sicut beatus Ioseph unigenitum Filium tuum, natum ex Maria Virgine, suis manibus reverenter tractare meruit et portare…». Nosotros, hijos míos –todos, seglares y sacerdotes–, llevamos a Dios –a Jesús– dentro del alma, en el centro de nuestra vida entera, con el Padre y con el Espíritu Santo, dando valor sobrenatural a todas nuestras acciones. Le tocamos con las manos, ¡tantas veces!

«…suis manibus reverenter tractare meruit et portare…». Nosotros no lo merecemos. Sólo por su misericordia, sólo por su bondad, sólo por su amor infinito le llevamos con nosotros y somos portadores de Cristo.

«…ita nos facias cum cordis munditia…»***. Así, así quiere Él que seamos: limpios de corazón. «Et operis innocentia –la inocencia de las obras es la rectitud de intención– tuis sanctis altaribus deservire». Servirle no sólo en el altar, sino en el mundo entero, que es altar para nosotros. Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida.

«…Ut sacrosantum Filii tui corpus et sanguinem hodie digne sumamus, et in futuro sæculo præmium habere mereamur æternum»****. Hijos míos: enseñanzas de padre, las de José; enseñanzas de maravilla. Acaso exclamaréis, como digo yo con mi triste experiencia: no puedo nada, no tengo nada, no soy nada. Pero soy hijo de Dios y el Señor nos anuncia, por el salmista, que nos llena de bendiciones amorosas: «Prævenisti eum in benedictionibus dulcedinis»8, que de antemano nos prepara el camino nuestro –el camino general de la Obra y, dentro de él, el sendero propio de cada uno–, afianzándonos en la vía de Jesús, y de María, y de José.

Si sois fieles, hijos, podrán decir de vosotros lo que de San José, el Patriarca Santo, afirma la liturgia: «Posuisti in capite eius coronam de lapide pretioso»9. ¡Qué tristeza me produce ver las imágenes de los Santos sin aureola! Me regalaron –y me conmoví– dos pequeñas imágenes de mi amiga Santa Catalina, la de la lengua suelta, la de la ciencia de Dios, la de la sinceridad. Y enseguida he dicho que les pongan aureola; una corona que no será de lapide pretioso, pero que tendrá buena apariencia de oro. Apariencia sólo, como los hombres.

Los hijos míos y yo debemos ser en el mundo, en medio de la calle, en medio de nuestro trabajo profesional, cada uno en lo suyo, almas contemplativas, almas que estén constantemente hablando

con el Señor, ante lo que parece bueno y ante lo que parece malo: porque, para un hijo de Dios, todo está dispuesto para nuestro bien. A la gente todo le parece excesivo, si lo que viene no es bueno; para nosotros, tratando a Jesús, teniendo intimidad con Jesucristo, Nuestro Señor y nuestro Amor, no hay contradicciones ni sucesos malos: omnia in bonum!1.

Intimidad con Cristo quiere decir ser almas de oración. Tenéis que aprender a tratar al Señor, desde por la mañana hasta por la noche; debéis aprender a rezar durante todo el día. ¡Veréis qué consuelo, veréis qué alegría, qué bien andaréis! Además, lo quiere Él. Tengo aquí, recogidos en la agenda, unos textos de la Escritura que suelo leer y meditar mucho. Me gustaría que hicierais lo mismo. Porque, si yo os digo que conviene tratar a Nuestro Señor en la oración, ya es una cosa: soy un sacerdote anciano, tengo casi setenta años. Además, soy el Padre que el Señor ha escogido para vosotros en la tierra, aquí, en esta gran familia de la Obra; os quiero con toda mi alma, y no puedo deciros una cosa por otra… Pero –sobre todo– mirad, no os lo digo yo solo: es el Señor mismo quien nos lo dice:

«Et omnia quæcumque petieritis in oratione credentes accipietis»2. Lo escribe San Mateo: todo lo que me pidáis en la oración, teniendo fe, todo lo tendréis. Y nosotros necesitamos muchas cosas. Esta familia del Opus Dei, extendida por todo el mundo, necesita muchas bendiciones de Dios dentro del año que viene. Vamos a pedir con toda el alma, con toda la fe, diciéndole con cariño al Señor, cada uno en la soledad acompañada del corazón: Jesús, que queremos esto… Vosotros decís: queremos lo que quiera el Padre, y acabáis antes, ¿no? Porque yo, además, quiero lo que quiere Él; así que está en un compromiso tremendo.

«Iterum dico vobis –nos dice San Mateo– quia, si duo ex vobis consenserint super terram, de omni re quamcumque petierint fiet illis a Patre meo qui in cælis est»3. Basta que haya dos que se pongan de acuerdo para pedir, y nosotros somos miles que estamos pidiendo lo mismo. ¡Qué seguridad hemos de tener! ¡Qué esperanza más segura! Una esperanza verdaderamente divina, sobrenatural, porque está fundamentada en el Amor, en la fe y en las palabras de Jesucristo mismo.

Han llegado los Magos a Belén. Los evangelios apócrifos, que merecen de ordinario una consideración piadosa, aunque no merezcan fe, cuentan cómo ponen sus dones a los pies del Niño; cómo le adoran sin recatarse, cuando encuentran al Rey que están buscando, no en un palacio real, ni rodeado de numerosa servidumbre, sino en un pesebre, entre un buey y una mula, envuelto en unos pañales, en brazos de su Madre y de San José, como una criatura más que acaba de venir al mundo.

San Mateo, en el pasaje de su Evangelio que hoy nos propone la Iglesia, termina diciendo: «Y habiendo recibido en sueños un aviso para que no volviesen a Herodes, regresaron a su país por otro camino»5. Unos hombres extraordinarios en su tiempo, poseedores de una ciencia reconocida, hacen caso de un sueño. Otra vez es poco lógico su comportamiento. ¡Tantas cosas humanamente ilógicas, pero llenas de la lógica de Dios, hay también en nuestra vida!

Hijos míos, vamos a acercarnos al grupo formado por esta trinidad de la tierra: Jesús, María, José. Yo me meto en un rincón; no me atrevo a acercarme a Jesús, porque todas las miserias mías se ponen de pie: las pasadas, las presentes. Me da como vergüenza, pero entiendo también que Cristo Jesús me echa una mirada de cariño. Entonces me acerco a su Madre y a San José, este hombre tan ignorado durante siglos, que le sirvió de padre en la tierra. Y a Jesús le digo: Señor, quisiera ser tuyo de verdad, que mis pensamientos, mis obras, mi vivir entero fueran tuyos. Pero ya ves: esta pobre miseria humana me ha hecho ir de aquí para allá tantas veces…

Me hubiese gustado ser tuyo desde el primer momento: desde el primer latido de mi corazón, desde el primer instante en el que la razón mía comenzó a ejercitarse. No soy digno de ser –y sin tu ayuda no llegaré a serlo nunca– tu hermano, tu hijo y tu amor. Tú sí que eres mi hermano y mi amor, y también soy tu hijo.

Y si no puedo coger a Cristo y abrazarlo contra mi pecho, me haré pequeño. Esto sí que podemos hacerlo, y cabe dentro del espíritu nuestro, de nuestro aire de familia. Me haré pequeño e iré a María. Si Ella tiene sobre su brazo derecho a su Hijo Jesús, yo, que soy hijo suyo también, tendré allí también un sitio. La Madre de Dios me cogerá con el otro brazo, y nos apretará juntos contra su pecho.

Perdonad, hijos míos, que os diga estas cosas que parecen tonterías. Pero, ¿acaso no somos contemplativos? Una consideración de éstas nos puede ayudar, si hace falta, a recobrar la vida; nos puede llenar de tantos consuelos y de tanta fortaleza.

Delante del Señor y, sobre todo, delante del Señor Niño, inerme, necesitado, todo será pureza; y veré que si bien tengo, como todos los hombres, la posibilidad brutal de ofenderle, de ser una bestia, esto no es una vergüenza si nos sirve para luchar, para que manifestemos el amor; si es ocasión para que sepamos tratar de un modo fraterno a todos los hombres, a todas las criaturas.

Es necesario hacer continuamente un acto de contrición, de reforma, de mejora: ascensiones sucesivas. Sí, Señor que nos escuchas; Tú has permitido, después de que la raza humana cayó con nuestros primeros padres, la bestialidad de esta criatura que se llama hombre. Por eso, si alguna vez no puedo estar en los brazos de tu Madre, junto a Ti, me pondré junto a esa mula y a ese buey, que te acompañaron en el portal. Seré el perro de la familia. Allí estaré mirándote con ojos tiernos, tratando como de defender aquel hogar. Así encontraré a tu lado el calor que purifica, el amor de Dios que hace, de la bestia que todos los hombres tenemos dentro, un hijo de Dios, algo que no es comparable con ninguna grandeza de la tierra.

Es la vida nuestra, hijos míos, la vida de un borriquito noble y bueno, que a veces se revuelca por el suelo, con las patas para arriba, y da sus rebuznos. Pero que de ordinario es fiel, lleva la carga que le ponen, y se conforma con una comida, siempre la misma, austera y no abundante; y tiene la piel dura para trabajar. Me ha conmovido la figura del borriquito, que es leal y no tira la carga. Soy un borriquito, Señor; aquí estoy. No creáis, hijos míos, que esto es una necedad. No lo es. Os estoy planteando el modo de orar que empleo yo, y que va bien.

Y presto mis espaldas a la Madre de Dios, que lleva en brazos a su Hijo, y nos vamos a Egipto. Más tarde le prestaré de nuevo mis espaldas para que se siente Él encima: «Perfectus Deus, perfectus Homo!»6.Y me convertiré en el trono de Dios.

¡Qué paz me dan estas consideraciones! Qué paz nos debe dar saber que nos perdona siempre el Señor, que nos ama tanto, que conoce tanto de las flaquezas humanas, que sabe de qué barro tan vil estamos hechos. Pero también sabe que nos ha inspirado un soplo, la vida, que es divino. Por encima de este don, que pertenece al orden de la naturaleza, el Señor nos ha infundido la gracia, que nos permite vivir su misma vida. Y nos da los sacramentos, acueductos de esa divina gracia: en primer lugar, el bautismo, por el que entramos a formar parte de la familia de Dios.

No puedo ocultaros, hijos míos, que sufro cuando veo que mandan retrasar la administración del bautismo a los niños, cuando compruebo que algunos se niegan a bautizarlos sin una serie de garantías, que muchos padres difícilmente podrán dar. Así los dejan paganos, «hijos de la ira»7, esclavos de Satanás. Sufro mucho cuando observo que se retrasa deliberadamente el bautismo de los recién nacidos, porque prefieren celebrar más tarde una ceremonia que llaman comunitaria, con muchos niños a la vez, como si Dios necesitara de eso para aposentarse en cada alma.

Pienso entonces en mis padres, que fueron bautizados el mismo día en que nacieron, habiendo nacido sanos. Y mis abuelos eran sencillamente unos buenos cristianos. Ahora, sin embargo, algunos que se llaman autoridad enseñan al rebaño de Dios a comportarse, desde el principio, con una frialdad de malos creyentes.

Hijas e hijos míos, haced las cosas seriamente. Reemprended ahora el camino. Soy muy amigo de la palabra camino, porque todos somos caminantes de cara a Dios; somos viatores, estamos andando hacia el Creador desde que hemos venido a la tierra. Una persona que emprende un camino, tiene claro un fin, un objetivo: quiere ir de un sitio a otro; y, en consecuencia, pone todos los medios para llegar incólume a ese fin; con la prisa suficiente, procurando no descaminarse por veredas laterales, desconocidas, que presentan peligros de barrancos y de fieras. ¡A caminar seriamente, hijos! Hemos de poner en las cosas de Dios y en las de las almas el mismo empeño que los demás ponen en las cosas de la tierra: un gran deseo de ser santos.

Sabemos que en la tierra no hay santos, pero todos podemos tener deseos eficaces de serlo; y tú, con ese deseo, estás haciendo un gran bien a toda la Iglesia, y de modo especial a todos tus hermanos en la Obra. A la vez, un pensamiento que ayuda mucho a la lealtad es considerar que haces un gran daño a los demás, si te descaminas.

Dios os exige a vosotros, y me exige a mí, lo que exige a una persona normal. Nuestra santidad consiste en eso: en hacer bien las cosas corrientes. Puede ser que, alguna vez, uno tenga ocasión de ganar la laureada; pero pocas veces. Y –que no se me enfaden los militares– tened en cuenta que los soldados que caen no reciben condecoraciones: las recibe su capitán. Il sangue del soldato fa grande il capitano, dice un proverbio italiano. Vosotros sois los santos, fieles, trabajadores, alegres, deportistas; y yo, el que se lleva las palmas, aunque también los odios caen sobre mí. Me hacéis mucho bien, pero no lo olvidéis, hijos: los odios se los lleva el Padre.

Satanás no está contento porque, con la gracia del Señor, os he enseñado un camino, un modo de llegar al Cielo. Os he dado un medio para arribar al fin, de una manera contemplativa. El Señor nos concede esa contemplación, que de ordinario apenas sentís. Dios no hace acepción de personas; a todos nos da los medios.

Quizá vuestro confesor, o la persona que lleva vuestra Confidencia, se da cuenta de algo que debéis corregir, y os hará algunas indicaciones. Pero el camino de la Obra es muy ancho. Se puede ir por la derecha o por la izquierda; a caballo, en bicicleta; de rodillas, a cuatro patas como cuando erais niños; y también por la cuneta, siempre que no se salga del camino.

A cada uno Dios le da, dentro de la vocación general al Opus Dei –que es santificar en medio de la calle el trabajo profesional–, su modo especial de llegar. No estamos recortados por el mismo patrón, como con una plantilla. El espíritu nuestro es tan amplio, que no se pierde lo común por la legítima diversidad personal, por el sano pluralismo. En el Opus Dei no ponemos a las almas en un molde, y luego apretamos; no queremos encorsetar a nadie. Hay un común denominador: querer llegar, y basta.

Te agradezco, Señor, tu continua protección y la realidad de que hayas querido intervenir, en ocasiones de modo bien patente –yo no lo pedía, ¡no lo merezco!– para que no quede ninguna duda de que la Obra es tuya, sólo tuya y enteramente tuya. Viene a mi memoria esa maravilla de la filiación divina. Fue un día de mucho sol, en medio de la calle, en un tranvía: Abba, Pater!, Abba, Pater!…

Gracias, Señor, porque no hay nadie predicando en el presbiterio. Hubiera sido justo que me nombrara, y yo habría pasado un mal rato. También hubiese sido una injusticia, porque no he hecho nada, he sido siempre un obstáculo… Cualquiera de mis hijos hubiera dicho cosas enternecedoras, pero yo –avergonzado– habría salido despacito del oratorio, tomando la puerta sin hacer ruido… Gracias, por haber tenido esta delicadeza conmigo.

Beata Maria intercedente… Ahora todo me parece pasmoso. ¡Si no he hecho más que estorbar! No pensaba hablaros hoy, hijos míos, y no preparé nada, ni siquiera mentalmente. Estoy sólo haciendo mi oración personal, en voz alta. Hacedla vosotros también, por vuestra cuenta.

No me deis gracias. Agradeced todo al Señor, a Nuestra Madre, a Nuestro Padre y Señor San José, que es patrono de nuestra vida espiritual y da fortaleza a esta ascética nuestra, que es mística; a este hecho colosal de la vida contemplativa en medio de la calle.

Gracias, Señor, porque me han tratado como a un trapo, aunque ha sido poco para lo que yo me merecía. Me has contemplado en este deporte sobrenatural, y has visto que mis músculos eran desproporcionados para salir adelante en este combate por mis propias fuerzas, y llamarme vencedor. Siento de verdad la humillación de que no tengo, ni tenía, ni he tenido nunca las condiciones personales necesarias para hacer una labor tan divina. Señor, estoy profundamente humillado por no haber sabido corresponder como debía. Profundamente humillado y agradecido con toda mi alma: ex toto corde, ex tota anima!

Santidad personal: esto es lo importante, hijas e hijos míos, lo único necesario6. La Sabiduría está en conocer a Dios y en amarle. Y os recordaré con San Pablo, para que nunca os coja de sorpresa, que llevamos este tesoro en vasos de barro: «Habemus autem thesaurum istum in vasis fictilibus»7. Un recipiente tan débil, que con facilidad puede romperse, «ut sublimitas sit virtutis Dei et non ex nobis»8, para que se reconozca que toda esa hermosura y ese poder es de Dios, y no nuestra. Dice también la Escritura Santa que «el corazón del necio es como un vaso quebrado, que no retiene la Sabiduría»9. Con esto, el Espíritu Santo nos enseña que no podemos ser como niños o como locos. Hemos de ser fuertes, hijos de Dios; estaremos en nuestro trabajo y en la labor profesional, con una presencia de Dios continua que nos haga vivir en la perfección de las cosas pequeñas. Hemos de mantener el vaso íntegro, para que no se derrame ese licor divino.

El vaso no se rompe si todo lo dirigimos hacia Dios, incluso nuestras pasiones. Las pasiones, en sí mismas, no son ni buenas ni malas: depende de cada persona sujetarlas, y entonces son buenas, aunque sólo sea por ese motivo negativo: «Quia virtus in infirmitate perficitur»10. Porque al sentir esta enfermedad moral, si vencemos y logramos la salud, adquirimos más trato con Dios, más santidad.

Cuando alguno de vosotros, o yo, hablamos de vida interior, de trato con Dios, hay muchas personas, muchas –incluso aquéllas que deberían persuadir a las almas a seguir este camino interior– que nos miran como si fuéramos locos o cómicos, porque no creen de ninguna manera que se pueda alcanzar este trato íntimo con el Señor. Es penoso que deba deciros esto, pero es verdadero.

Vosotros sabéis perfectamente que sí, que se puede y se debe tener esa amistad; que es una necesidad para nuestra alma. Si no tenéis este trato con Dios, no seréis eficaces ni podréis hacer el gran servicio a la Iglesia, a vuestros hermanos, a las almas todas, que el Señor y la Obra esperan.

Haced vuestra oración con estas palabras que os estoy diciendo. Adentraos en vuestro corazón, con la luz que os da el Espíritu Santo, para quitar todo aquello que pueda romper el vaso, todo lo que pueda robaros la unidad de vida. Debéis ser personas –os lo recuerdo siempre– que no se maravillen cuando sientan que llevan dentro de sí una bestia.

«Dies sanctificatus illuxit nobis; nos ha amanecido un día santo: venid, gentes, y adorad al Señor; porque hoy ha descendido una Luz grande sobre la tierra»2. Querríamos que le trataran muy bien en todos los rincones, que le recibieran con cariño en el mundo entero. Y habremos procurado cubrir el silencio indiferente de los que no le conocen o no le aman, entonando villancicos, esas

canciones populares que cantan pequeños y grandes en todos los países de vieja tradición cristiana. ¿Os habéis fijado que siempre hablan de ir a ver, a contemplar, al Niño Dios? Como los pastores, aquella noche venturosa: «Vinieron a toda prisa, y hallaron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre»3.

Es razonable. Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. «Vultum tuum, Domine, requiram»4, buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no «como en un espejo, y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara»5. Sí, hijos, «mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?»6.

Hijas e hijos de mi alma: verle, contemplarlo, conversar con Él. Lo podemos realizar ya ahora, lo estamos tratando de vivir, es parte de nuestra existencia. Cuando definimos como contemplativa la vocación a la Obra es porque procuramos ver a Dios en todas las cosas de la tierra: en las personas, en los sucesos, en lo que es grande y en lo que parece pequeño, en lo que nos agrada y en lo que se considera doloroso. Hijos, renovad el propósito de vivir siempre en presencia de Dios; pero cada uno a su modo. Yo no debo dictaros vuestra oración; puedo, con un tanto de desvergüenza, enseñaros algo de cómo trato a Jesucristo.

Hablo ahora, hijos queridísimos, con un poco de orgullo: ¡soy el más viejo del Opus Dei! Por eso necesito que pidáis por mí, que me ayudéis especialmente en estos días en que el Niño Dios escucha a todas mis hijas y mis hijos, que son niños, almas recias, fuertes, con pasiones –como yo– que saben dominar con la gracia del Señor. Pedid por mí: para que sea fiel, para que sea bueno, para que sepa amarle y hacerle amar.

«Por el misterio de la Encarnación del Verbo, en los ojos de nuestra alma ha brillado la luz nueva de tu resplandor: para que, contemplando a Dios visiblemente, seamos por Él arrebatados al amor de las cosas invisibles»7. Que todos le contemplemos con amor. En mi tierra se dice a veces: ¡mira cómo le contempla! Y se trata de una madre que tiene a su hijo en brazos, de un novio que mira a su novia, de la mujer que vela al marido; de un afecto humano noble y limpio. Pues vamos a contemplarle así; reviviendo la venida del Salvador. Y comenzaremos por su Madre, siempre Virgen, limpísima, sintiendo necesidad de alabarla y de repetirle que la queremos, porque nunca como ahora se han difundido tantos despropósitos y tantos horrores contra la Madre de Dios, por quienes deberían defenderla y bendecirla.

La Iglesia es pura, limpia, sin mancha; es la Esposa de Cristo. Pero hay algunos que, en su nombre, escandalizan al pueblo; y han engañado a muchos que, en otras circunstancias, habrían sido fieles. Ese Niño desamparado os echa los brazos al cuello, para que lo apretéis contra el corazón, y le ofrezcáis el propósito firme de reparar, con serenidad, con fortaleza, con alegría.

No os lo he ocultado. Se han venido atacando, en estos últimos diez años, todos los Sacramentos, uno por uno. De modo particular, el Sacramento de la Penitencia. De manera más malvada, el Santísimo Sacramento del Altar, el Sacrificio de la Misa. El corazón de cada uno de vosotros debe vibrar y, con esa sacudida de la sangre, desagraviar al Señor como sabríais consolar a vuestra madre, a una persona a la que quisierais con ternura. «Que nada os inquiete; mas en todo, con oración y súplicas, acompañadas de acciones de gracias, presentad al Señor vuestras peticiones. Y la paz de Dios, que sobrepuja a todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestras inteligencias en Jesucristo nuestro Señor»8.

Habiendo comenzado a alabar y a desagraviar a Santa María, enseguida manifestaremos al Patriarca San José cuánto le amamos. Yo le llamo mi Padre y Señor, y le quiero mucho, mucho. También vosotros tenéis que amarle mucho; si no, no seríais buenos hijos míos. Fue un hombre joven, limpísimo, lleno de reciedumbre, que Dios mismo escogió como custodio suyo y de su Madre.

De este modo nos metemos en el Portal de Belén: con José, con María, con Jesús. «Entonces palpitará tu corazón y se ensanchará»9. En la intimidad de ese trato familiar, me dirijo a San José y me cuelgo de su brazo poderoso, fuerte, de trabajador. Tiene el atractivo de lo limpio, de lo recto, de lo que –siendo muy humano– está divinizado. Asido de su brazo, le pido que me lleve a su Esposa Santísima, sin mancha, Santa María. Porque es mi Madre, y tengo derecho. Y ya está. Luego, los dos me llevan a Jesús.

Hijas e hijos míos, todo esto no es una comedia. Es lo que hacemos tantas veces en la vida, cuando comenzamos a tratar a una familia. Es el modo humano, llevado a lo divino, de conocer y meterse dentro del hogar de Nazaret.

El mundo está muy revuelto y la Iglesia también. Quizá el mundo esté como está porque así se encuentra la Iglesia… Querría que en el centro de vuestro corazón, estuviera aquel grito del cieguecito del Evangelio1, con el fin de que nos haga ver las cosas del mundo con certeza, con claridad. Para eso no tenéis más que obedecer en lo poco que se os manda, siguiendo las indicaciones que os dirigen los Directores.

Decid muchas veces al Señor, buscando su presencia: Domine, ut videam! ¡Señor, haz que yo vea! Ut videamus!: que veamos las cosas claras en esta especie de revolución, que no lo es: es una cosa satánica… Queramos cada día más a la Iglesia, al Romano Pontífice –¡qué título más bonito el de Romano Pontífice!–, y amemos cada día más todo lo que Cristo Jesús nos enseñó en sus años de peregrinación sobre la tierra.

Tened mucho amor a la Trinidad Beatísima. Tened un cariño constante a la Madre de Dios, invocándola muchas veces. Sólo así andaremos bien. No separéis a José de Jesús y de María, porque el Señor los unió de una manera maravillosa. Y luego, cada uno a su deber, cada uno a su trabajo, que es oración. Cada instante es oración. El trabajo, si lo realizamos con el orden debido, no nos quita el pensamiento de Dios: nos refuerza el deseo de hacerlo todo por Él, de vivir por Él, con Él, en Él.

Os diré lo de siempre, porque la verdad no tiene más que un camino: Dios está en nuestros corazones. Ha tomado posesión de nuestra alma en gracia, y allí lo podemos buscar; no sólo en el Tabernáculo, donde sabemos que se encuentra –vamos a hacer un acto de fe explícita– verdaderamente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad, el Hijo de María, el que trabajó en Nazaret y nació en Belén, el que murió en el Calvario, el que resucitó; el que vino a la tierra y padeció tanto por nuestro amor. ¿No os dice nada esto, hijos míos? ¡Amor! Nuestra vida ha de ser de Amor; nuestra protesta tiene que ser amar, responder con un acto de amor a todo lo que es desamor, falta de amor.

El Señor va empujando la Obra. ¡Tantas vocaciones en todo el mundo! Espero este año muchas vocaciones en Italia, como en todos los sitios, pero eso depende en buena parte de vosotros y de mí, de que vivamos vida de fe, de que estemos constantemente en trato –lo acabo de decir– con Jesús, María y José.

Hijos míos, os parece que estoy serio pero no es así. Estoy sólo un poquito cansado.

A decir cada uno, por sí mismo y por los demás: Domine, ut videam! Señor, haz que yo vea; haz que vea con los ojos de mi alma, con los ojos de la fe, con los ojos de la obediencia, con la limpieza de mi vida. Que yo vea con mi inteligencia, para defender al Señor en todos los ámbitos del mundo, porque en todos hay una revuelta para echar a Cristo, incluso de su casa.

El demonio existe y trabaja mucho. El demonio tiene un empeño particular en deshacer la Iglesia y robar nuestras almas, en apartarnos de nuestro camino divino, de cristianos que quieren vivir como cristianos. Vosotros y yo tenemos que luchar, hijos, todos los días. ¡Hasta el último día de nuestra vida tendremos que pelear! El que no lo haga, no solamente sentirá en lo hondo de su alma un grito que le recuerda que es un cobarde –Domine, ut videam!, ut videamus!, ut videant!; yo pido por todos, haced vosotros lo mismo–, sino que comprenderá también que se va a hacer desgraciado y va a hacer desgraciados a los demás. Tiene obligación de enviar a todos la ayuda de su buen espíritu; y si tiene mal espíritu, nos enviará sangre podrida, una sangre que no debería venir a nosotros.

Padre, ¿usted ha llorado? Un poco, porque todos los hombres lloran alguna vez. No soy llorón, pero alguna vez, sí. No os avergoncéis de llorar: sólo las bestias no lloran. No os avergoncéis de querer: tenemos que querernos con todo nuestro corazón, poniendo entre nosotros el Corazón de Cristo y el Corazón Dulcísimo de Santa María. Y así no hay miedo. A quererse bien, a tratarse con afecto. ¡Que ninguno se encuentre solo!

Hijos míos, amad a todos. Nosotros no queremos mal a nadie; pero lo que es verdad, y lo era ayer, y lo era hace veinte siglos, ¡sigue siéndolo ahora! Lo que era falso no se puede convertir en verdad. Lo que era un vicio, no es una virtud. Yo no puedo decir lo contrario. ¡Sigue siendo un vicio!

Hijos míos, a pesar de este preludio, os tengo que repetir que estéis alegres. El Padre está muy contento, y quiere que sus hijas y sus hijos de todo el mundo estén muy contentos. Insisto: invocad en vuestro corazón, con un trato constante, a esa trinidad de la tierra, a Jesús, María y José, para que estemos cerca de los tres, y todas las cosas del mundo, y todos los engaños de Satanás los podamos vencer. De esta manera, cada uno de nosotros ayudará a todos los que forman parte de esta gran familia del Opus Dei, que es una familia que trabaja. El que no trabaje, que se dé cuenta de que no se comporta bien… Un trabajo que no es solamente humano –somos hombres, tiene que ser un trabajo humano–, sino sobrenatural, porque no nos falta nunca la presencia de Dios, el trato con Dios, la conversación con Dios. Con San Pablo diremos que nuestra conversación está en los cielos.

De modo que, hijos míos, el Padre está contento. El Padre tiene corazón, y da gracias a Dios Nuestro Señor por habérselo concedido. De esta manera os puedo querer, y os quiero –sabedlo– con todo el corazón. Todos unidos a decir esa jaculatoria: Domine, ut videam!, que cada uno vea. Ut videamus!, que nos acordemos de pedir que los demás vean. Ut videant!, que pidamos esa luz divina para todas las almas sin excepción.

Notas
7

Mt 11,29.

8

Cfr. 2 S 22,2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

1 Co 4,13.

10

Is 43,1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Lc 9,23.

12

Jn 15,16.

13

Lc 18,1.

14

Lc 6,12.

15

Hch 2,42.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Ant. ad Intr. (Jr 29,12).

3

Cfr. Flp 3,20.

4

Ant. ad Intr. (cfr. Jr 29,14).

5

Cfr. Ga 2,20.

6

Rm 8,21.

7

Ga 4,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Sal 42[41],2.

10

Cfr. Jn 4,14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Ant. ad Intr. (Sal 85[84],2).

12

Ct 3,2.

13

Ibid.

14

Cfr. Sal 91[90],15.

15

Ct 5,8.

16

Cfr. Ga 2,20.

17

Sal 42[41],2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Jn 15,15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
19

Sal 42,2 [Vg].

20

Is 43,1.

21

Ef 1,4.

22

Jn 15,16.

23

Dom. XXIV post Pent., Ad Mat., In III Noct., L. VII.

24

Ep. (Col 1,9).

25

Ep. (Col 1,10-13).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Ga 4,4-5.

3

Jn 1,12.

4

Ne 1,6.

5

Lc 18,1.

6

Cfr. Mt 6,7.

7

Mt 6,5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

**«Ora pro nobis ... promissionibus Christi»: «Ruega por nosotros, bienaventurado José, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo», Missale Romanum, Præparatio ad Missam, Preces ad S. Ioseph. En los siguientes párrafos, el Autor comenta esta antigua oración para los sacerdotes. (N. del E.).

**

****«Deus, qui dedisti ... et portare...»: «Oh Dios, que nos concediste el sacerdocio real; te pedimos que, así como san José mereció tratar y llevar en sus brazos con cariño a tu Hijo unigénito, nacido de la Virgen María...», ibid. (N. del E.).

7

Mt 2,13.

***

* *«ita nos facias ... deservire»: «hagas que nosotros te sirvamos [en tus santos altares] con corazón limpio y buenas obras», Missale Romanum, Præparatio ad Missam, Preces ad S. Ioseph. (N. del E.).

****

** ** «Ut sacrosantum ... æternum»: «de modo que hoy recibamos dignamente el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo, y en la vida futura merezcamos alcanzar el premio eterno», Missale Romanum, Præparatio ad Missam, Preces ad S. Ioseph. «Prævenisti eum ... lapide pretioso»: «le previniste Señor, con bendiciones de dulzura, pusiste sobre su cabeza corona de piedras preciosas», ibid. (N. del E.).

8

Grad. (Sal 21[20],4).

9

Ibid. «Prevenisti eum ... lapide pretioso»: «le previniste Señor, con bendiciones de dulzura, pusiste sobre su cabeza corona de piedras preciosas» (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Rm 8,28. Es una abreviación personal del texto de Rm 8,28: «diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum» («todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios») (N. del E.).

2

Mt 21,22.

3

Mt 28,19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Mt 2,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Symb. Athan.

7

Ef 2,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Cfr. Lc 10,42.

7

2 Co 4,7.

8

Ibid.

9

Si 21,17.

10

Cfr. 2 Co 12,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

In III Missa Nativ. (Allel.).

3

Lc 2,16.

4

Cfr. Sal 27(26),8.

5

1 Co 13,12.

6

Cfr. Sal 42(41),3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Præf. Nativ.

8

Flp 4,6-7.

9

Is 60,5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Lc 28,41.

Referencias a la Sagrada Escritura