Lista de puntos

Hay 7 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Contrición.

Después de esta oración preparatoria, que es un acto de fe, que es un acto de amor de Dios, un acto de arrepentimiento, un acto de esperanza –‟creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes; te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados”–, que es una acción de gracias, que es un acto de devoción a la Madre de Dios… Después de esta oración preparatoria, que ya es oración mental, nos vamos a meter, como todas las mañanas, como todas las tardes, en una consideración para ser mejores.

Hijos míos: hoy, que empieza el nuevo año litúrgico con un tiempo lleno de afecto hacia el Redentor, es buen día para que nosotros recomencemos. ¿Recomenzar? Sí, recomenzar. Yo –me imagino que tú también– recomienzo cada día, cada hora, cada vez que hago un acto de contrición recomienzo.

«Ad te Domine levavi animam meam: Deus meus, in te confido, non erubescam»1; a Ti, Señor, levanté mi alma: Dios mío, en Ti confío; no sea yo avergonzado. ¿No es la fortaleza del Opus Dei, esta confianza en el Señor? A lo largo de muchos años, así ha sido nuestra oración, en el momento de la incomprensión, de una incomprensión casi brutal: «Non erubescam!» Pero no somos sólo nosotros los incomprendidos. La incomprensión la padecen todas las personas, físicas y morales. No hay nadie en el mundo que, con razón o sin ella, no diga que es un incomprendido: incomprendido por el pariente, por el amigo, por el vecino, por el colega… Pero si va con rectitud de intención, dirá enseguida: «Ad te levavi animam meam». Y continuará con el salmista: «Etenim universi, qui te exspectant, non confundentur»2, porque todos los que esperan en Ti, no quedarán confundidos.

«In te confido»… Ya no se trata de incomprensión, sino de personas que odian, de la mala intención de algunos. Hace años no me lo creía, ahora sí: «Neque irrideant me inimici mei»3. Hijo mío, hijo de mi alma, dale gracias al Señor porque ha puesto en la boca del salmista estas palabras, que nos llenan de la fortaleza mejor fundada. Y piensa en las veces que te has sentido turbado, que has perdido la tranquilidad, porque no has sabido acudir a este Señor –Deus tuus, Dios tuyo– y confiar en Él: no se burlarán de ti esas gentes.

Luego, ahí, en esa lucha interna del alma, y en aquella otra por la gloria de Dios, por llevar a cabo apostolados eficaces en servicio de Dios y de las almas, de la Iglesia. En esas luchas, ¡fe, confianza! “Pero, Padre –me dirás–, ¿y mis pecados?” Y te contestaré: ¿y los míos? «Ne respicias peccata nostra, sed fidem»4. Y recordaremos otras palabras de la Escritura: «Quia tu es, Deus, fortitudo mea»5: ya no tengo miedo porque Tú, Señor, miras mi fe, más que mis miserias, y eres mi fortaleza; porque estos hijos míos –yo os presento a Dios, a todos vosotros– son también la fortaleza mía. Fuertes, decididos, seguros, serenos, ¡victoriosos!

Pero humildes, humildes. Porque conocemos muy bien el barro de que estamos hechos, y percibimos al menos un poquito de nuestra soberbia, y un poquito de nuestra sensualidad… Y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe, a nuestra esperanza y a nuestro amor! Y tendremos serenidad. Barruntaremos, en una palabra, que somos más hijos de Dios, y seremos capaces de tirar para adelante en este nuevo año. Nos sentiremos hijos del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo.

Ciertamente a nosotros el Señor nos ha enseñado el camino del Cielo, y de igual manera que dio al Profeta aquel pan cocido debajo de las cenizas6, así nos lo ha dado a nosotros, para seguir adelante en el camino. Camino que puede ser del hombre santo, o del hombre tibio, o –no lo quiero pensar– del hombre malo. «Vias tuas, Domine, demonstra mihi; et semitas tuas edoce me»7: muéstrame, Señor, tus caminos y enséñame tus sendas. El Señor nos ha enseñado el camino de la santidad. ¿Quieres pensar un poco en todo esto?

«Excita, quæsumus, Domine, potentiam tuam, et veni»8. Señor, demuestra tu poder y ven. ¡Cómo conoce el paño la Iglesia, la liturgia, que es la oración de la Iglesia! Fíjate si conoce tu deseo y el mío, el modo de ser tuyo y el modo de ser mío…: excita, Domine, potentiam tuam et veni. La potencia de Dios viene a nosotros. Es el Deus absconditus9 que pasa, pero que no pasa inútilmente.

Ven, Jesús, «para que con tu protección merezcamos ser libres en los peligros que nos amenazan por nuestros pecados, y ser salvos con tu gracia»10. Da gracias al Señor, protector y liberador nuestro. No pienses ahora si tus faltas son grandes o pequeñas: piensa en el perdón, que es siempre grandísimo. Piensa que la culpa podía haber sido enorme y da gracias, porque Dios ha tenido –y tiene– esta disposición de perdonar.

Hijo, este comienzo del Adviento es una hora propicia para hacer un acto de amor: para decir creo, para decir espero, para decir amo, para dirigirse a la Madre del Señor –Madre, Hija, Esposa de Dios, Madre nuestra– y pedirle que nos obtenga de la Trinidad Beatísima más gracias: la gracia de la esperanza, del amor, de la contrición. Para que cuando a veces en la vida parece que sopla un viento fuerte, seco, capaz de agostar esas flores del alma, no agoste las nuestras.

Y aprende a alabar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una devoción particular a la Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo: creo en la Trinidad Beatísima. Espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo: espero en la Trinidad Beatísima. Amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo: amo a la Trinidad Beatísima. Esta devoción hace falta como un ejercicio sobrenatural, que se traduce en estos movimientos del corazón, aunque no siempre se traduzca en palabras.

Sabemos muy bien lo que nos dice hoy San Pablo: «Fratres: scientes quia hora est iam nos de somno surgere»11. ¡Ya es hora de trabajar! De trabajar por dentro, en la edificación de nuestra alma; por fuera, en la edificación del Reino de Dios. Y otra vez viene a nuestros labios la contrición: Señor, te pido perdón por mi vida mala, por mi vida tibia; te pido perdón por mi trabajo mal hecho; te pido perdón porque no te he sabido amar, y por eso no he sabido estar pendiente de Ti. Una mirada despectiva de un hijo a su madre, le causa un dolor inmenso; si es a una persona extraña, no importa demasiado. Yo soy tu hijo: mea culpa, mea culpa!…

«Sabed que ya es hora de despertar del sueño…». ¿Con qué sentido sobrenatural se ven las cosas? Ese sentido que no se nota por fuera, pero que se manifiesta en las acciones, incluso a veces por la mirada. Eres tú quien debe mirar muy dentro. ¿No es verdad que un poco de sueño ha habido en tu vida? ¿Un poco de facilonería? Piensa cómo nos facilitamos el cumplir sin demasiado amor. ¡Cumplir!

«Nox præcessit, dies autem appropinquavit: abiiciamus ergo opera tenebrarum, et induamur arma lucis»12; desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos de las armas de la luz. ¡Tiene mucha fuerza el Apóstol! «Sicut in die honeste ambulemus»13. Hemos de andar por la vida como apóstoles, con luz de Dios, con sal de Dios. Con naturalidad, pero con tal vida interior, con tal espíritu del Opus Dei, que alumbremos, que evitemos la corrupción que hay alrededor, que llevemos como fruto la serenidad y la alegría. Y en medio de las lágrimas –porque a veces se llora, pero no importa–, la alegría y la paz, el gaudium cum pace.

Sal, fuego, luz; por las almas, por la tuya y por la mía. Un acto de amor, de contrición. Mea culpa… Yo pude, yo debía haber sido instrumento… Te doy gracias, Dios mío, porque, a pesar de todo, me has dado una gran fe, y la gracia de la vocación, y la gracia de la perseverancia. Por eso en la Santa Misa nos hace decir la Iglesia: «Dominus dabit benignitatem, et terra nostra dabit fructum suum»14. Esa bendición de Dios es el origen de todo buen fruto, de aquel clima necesario para que en nuestra vida podamos hacernos santos y cultivar santos, hijos suyos.

«Dominus dabit benignitatem…». Fruto espera el Señor nuestro. Si no lo damos, se lo quitamos. Pero no un fruto raquítico, desmedrado, porque no hayamos sabido darnos. El Señor da el agua, la lluvia, el sol, esa tierra… Pero espera la siembra, el trasplante, la podadura; espera que reservemos los frutos con amor, evitando si es preciso que vengan los pájaros del cielo a comérselos.

Vamos a terminar, acudiendo a Nuestra Madre, para que nos ayude a cumplir esos propósitos que hemos hecho.

Más tarde, el alma necesita tratar a cada una de las Personas divinas. Es un descubrimiento, como los que hace un niño pequeño en la vida terrena, el que realiza el alma en la vida sobrenatural. Y comienza a hablar con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y a sentir la actividad del Paráclito vivificador, que se nos da sin merecerla: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! Y llegamos sin darnos cuenta, de algún modo, a la unión.

Hemos ido «quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum»9, de igual modo que el ciervo ansía las fuentes de las aguas: con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Y, sin hacer rarezas, a lo largo del día, con la formación que en la Obra se recibe –que se basa en descomplicar el alma humana–, se ha llegado a ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna10. Entonces ya no se habla, porque la lengua no sabe expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se habla, ¡se mira! Y el alma rompe a cantar, porque se siente y se sabe mirada amorosamente por Dios, a todas horas.

No sabéis qué consuelo he tenido cuando, después de repetir durante años y años que para un alma contemplativa hasta el dormir es oración, me encontré un texto de San Jerónimo que dice lo mismo.

Es con la dedicación completa –dentro de nuestras imperfecciones, por la humillación de nuestros fracasos internos, que nos llevan a volver todos los días a Dios– como se vuelve al camino maestro cuando hay obstáculos. Os lo he dicho muchas veces: siempre estoy haciendo el papel del hijo pródigo. Es ése el momento de la contrición, del amor, de la fusión de la criatura, que es nada…, con su Dios y su Amor, que lo es todo.

Hijos míos, no os hablo de cosas extraordinarias. Son, tienen que ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma. Por allí debéis llevar a vuestros hermanos: hasta esa locura de amor que enseña a saber sufrir y a saber vivir, porque Dios nos concede el don de Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces!

¿Ascética? ¿Mística? No lo sabría decir. Pero, sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué más da?: es un don de Dios. Si tú procuras meditar, llega un momento en el que el Señor no te niega los dones: el Espíritu Santo te los concede. Fe, hijos míos, y obras de fe. Porque eso ya es contemplación y es unión. Y ésta es la vida de mis hijos en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera se den cuenta. Una clase de oración y de vida que no nos aparta de las cosas de la tierra, que en medio de ellas nos conduce a Dios. Y al llevar las cosas terrenas a Dios, la criatura diviniza el mundo. ¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas…! En oro convertimos todo lo que tocamos, a pesar de nuestros errores personales.

Padre, entonces, ¿usted quiere que caigamos o nos equivoquemos? No, hijos míos. ¡Cómo voy a quererlo! Pero si alguna vez, por debilidad humana, os vais al suelo, no os desaniméis. Sería una reacción de soberbia pensar entonces: yo no valgo. ¡Claro que vales!: vales toda la Sangre de Cristo: «Empti

enim estis pretio magno»1, habéis sido comprados a gran precio. Acercaos inmediatamente al Sacramento de la Penitencia, hablad sinceramente con vuestro hermano, y ¡recomenzad!, que Dios cuenta con vosotros para hacer su Obra.

No os entristezcáis si, en los momentos más estupendos de vuestra vida, os viene la tentación –que quizá podéis confundir con un deseo consentido, pero que no lo es– de las fealdades mayores que es posible imaginar. Acudid a la misericordia del Señor, contando con la intercesión de su Madre y Madre nuestra, y todo se arregla. Después, echaos a reír: ¡me trata Dios como a un santo! No tiene importancia ninguna: persuadíos de que en cualquier momento puede levantarse la criatura vieja que todos llevamos dentro. ¡Contentos, y a luchar como siempre! Ahora que nadie quiere hablar de batallas ni de guerras, no hay más remedio que recordar aquellas palabras de la Sagrada Escritura: «Militia est vita hominis super terram»2. Aunque lo vuestro, hijas e hijos míos, si hacéis caso a estos consejos de vuestro Padre –que tiene mucha experiencia de las flaquezas humanas: por sacerdote, por los años y por el conocimiento propio– será ordinariamente una guerrilla, una lucha en cosas sin demasiada importancia, bien lejos de los muros capitales de la fortaleza.

De vez en cuando encontraréis quizá más violencia, más fuerza en la soberbia y en las cosas que tiran hacia el barro. La mayor locura que entonces podéis hacer sería callaros. «Mientras callé –reza uno de los Salmos–, consumíanse mis huesos con mi gemir durante todo el día, pues día y noche tu mano pesaba sobre mí, y mi vigor se convirtió en sequedad de estío»3. En cambio, todo se arregla si habláis, si contáis vuestras dificultades, errores y miserias, en esa charla personal, íntima y fraterna, que hay en Casa, y en la confesión. Hablad claro antes, hijos de mi alma, en cuanto notéis el primer síntoma, aunque sea muy leve, aunque parezca no tener importancia. Hablad claro, y pensad que no hacerlo así es llenarse de rubores tontos y de mohines de novicia, cuando deberíais portaros valientemente, como soldados. No me refiero sólo a debilidades de la carne, aunque también incluyo éstas, pero en su sitio, en quinto o sexto lugar. Me refiero sobre todo a la soberbia, que es nuestro mayor enemigo, el que nos hace andar de cabeza.

No os maravilléis, por tanto, si alguna vez cometéis alguna tontería. Enseñad el golpe, la llaga, y dejad obrar a quien os cure, aunque duela. Así recuperaréis la salud, iréis adelante, y vuestra vida se traducirá en un gran bien a las almas.

Nuestro Dios es tan rebueno que, a poco que luchemos, responde inundándonos con su gracia. El Señor, con su corazón de Padre –más grande que todos nuestros corazones juntos–, es Omnipotente y nos quiere a todos cerca de Él: el gozo suyo –son sus delicias estar con los hijos de los hombres4– es llenar de alegría a quien se le acerca. ¿Y sabéis cómo nos acercamos a Dios? Con actos de contrición, que nos purifican y nos ayudan a ser más limpios.

Hemos de comportarnos como un pequeño que se sabe con la cara sucia y decide lavarse, para que su madre después le dé un par de besos. Aunque en el caso del alma contrita es Dios quien nos purifica, y luego y mientras, como una madre, no nos regaña, sino que nos coge, nos ayuda, nos aprieta contra su pecho, nos busca, nos limpia y nos concede la gracia, la Vida, el Espíritu Santo. No sólo nos perdona y nos consuela, si vamos a Él bien dispuestos, sino que nos cura y nos alimenta.

Es preciso volver a Dios, cuanto antes; volver, volver siempre. Yo vuelvo muchas veces al día, y alguna semana incluso me confieso dos veces; a veces una, otras veces tres, siempre que lo necesito para mi tranquilidad. No soy beato ni escrupuloso, pero sé lo que viene bien a mi alma.

Ahora, en muchos sitios, personas sin piedad y sin doctrina aconsejan a la gente que no se confiese. Atacan el Santo Sacramento de la Penitencia de la manera más brutal. Pretenden hacer una comedia: unas palabritas, todos juntos, y después la absolución. ¡No, hijos! ¡Amad la confesión auricular! Y no de los pecados graves solamente, sino también la confesión de nuestros pecados leves, y aun de las faltas. Los sacramentos confieren la gracia ex opere operato –por la propia virtud del sacramento–, y también ex opere operantis, según las disposiciones de quien los recibe. La confesión, además de resucitar el alma y limpiarla de las miserias que haya cometido –de pensamiento, de deseo, de palabra, de obra–, produce un aumento de la gracia, nos robustece, nos proporciona más armas para alcanzar esa victoria interna, personal. ¡Amad el Santo Sacramento de la Penitencia!

¿Habéis visto una manifestación más grandiosa de la misericordia de Nuestro Señor? Dios Creador nos lleva a llenarnos de admiración y de agradecimiento. Dios Redentor nos conmueve. Un Dios que se queda en la Eucaristía, hecho alimento por amor nuestro, nos llena de ansias de corresponder. Un Dios que vivifica y da sentido sobrenatural a todas nuestras acciones, asentado en el centro del alma en gracia, es inefable… Un Dios que perdona, ¡es una maravilla! Los que hablan contra el Sacramento de la Penitencia, ponen obstáculos a ese prodigio de la misericordia divina. He comprobado, hijos míos, que muchos que no conocían a Cristo, cuando han sabido que los católicos tenemos un Dios que comprende las debilidades humanas y las perdona, se remueven por dentro y piden que se les explique la doctrina de Jesús.

Los que procuran que no agradezcamos al Señor la institución de este sacramento, si lograran su propósito, aunque fuera en una pequeña parte, destruirían la espiritualidad de la Iglesia. Si me preguntáis: Padre, ¿dicen cosas nuevas?, os he de responder: ninguna, hijos. El diablo se repite una vez y otra: son siempre las mismas cosas. El diablo es muy listo, porque ha sido ángel y porque es muy viejo, pero al mismo tiempo es tonto de capirote: le falta la ayuda de Dios y no hace más que insistir machaconamente en lo mismo. Todos los errores que ahora propagan, todos esos modos de mentir y de decir herejías, son viejos, muy viejos, y están mil veces condenados por la Iglesia.

Los que afirman que no entienden la necesidad de la confesión oral y secreta, ¿no será porque no quieren enseñar la ponzoña que llevan dentro?, ¿no serán de ésos que van al médico y no le quieren decir cuánto tiempo hace que están enfermos, cuáles son los síntomas de sus dolencias, dónde les duele…? ¡Locos! Esas personas necesitan ir a un veterinario, ya que son como las bestias, que no hablan.

¿Sabéis por qué ocurren esas cosas en la Iglesia? Porque muchos no practican lo que predican; o porque enseñan falsedades, y entonces se comportan de acuerdo con lo que dicen. Los medios ascéticos siguen siendo necesarios para llevar una vida cristiana; en esto no ha habido progresos ni los habrá jamás: «Iesus Christus, heri et hodie, ipse et in sæcula!»5, Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y lo será siempre. No se puede alcanzar un fin sin poner los medios adecuados. Y, en la vida espiritual, los medios han sido, son y serán siempre los mismos: el conocimiento de la doctrina cristiana, la recepción frecuente de los sacramentos, la oración, la mortificación, la vida de piedad, la huida de las tentaciones –y de las ocasiones–, y abrir el corazón para que entre la gracia de Dios hasta el fondo y se pueda sajar, quemar, cauterizar, limpiar y purificar.

Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande; más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal… No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando… Que a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra.

Hemos de estar –y tengo conciencia de habéroslo dicho muchas veces– en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos in hoc sæculo. En el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que el Señor ha querido aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos acudido a las famosas lañas, como el hijo pródigo: «He pecado contra el cielo y contra Ti…»5. Lo mismo cuando se trató de una cosa de categoría, que cuando era algo menudo. A veces nos ha dolido mucho, mucho, una cosa pequeña, un desamor, un no saber mirar al Amor de los amores, un no saber sonreír. Porque cuando se ama, no hay cosas pequeñas: todo tiene mucha categoría, todo es grande. Aun en una criatura miserable y pequeña como yo, como tú, hijo mío.

Ha querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo. ¿Que exagero? He dicho poco. He dicho poco ahora, porque antes he dicho más. He recordado que en nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su grandeza. En nuestros corazones hay habitualmente un Cielo. Y no voy a seguir.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi: vera et una Trinitas, una et summa Deitas, sancta et una Unitas!

Que la Madre de Dios sea para nosotros Turris Civitatis, la torre que vigila la ciudad: la ciudad que es cada uno, con tantas cosas que van y vienen dentro de nosotros, con tanto movimiento y a la vez con tanta quietud; con tanto desorden y con tanto orden; con tanto ruido y con tanto silencio; con tanta guerra y con tanta paz.

Sancta Maria, Turris Civitatis*: ora pro nobis!

Sancte Ioseph, Pater et Domine: ora pro nobis!

Sancti Angeli Custodes: orate pro nobis!

Notas
1

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],1-2).

2

Ibid.

3

Ibid.

4

Ordo Missae.

5

Sal 43[42],2.

6

Cfr. 1 R 19,6-8.

7

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],4).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Orat.

9

Cfr. Is 45,15.

10

Orat.

Notas
11

Ep. (Rm 13,11).

12

Ep. (Rm 13,12).

13

Ep. (Rm 13,13).

14

Ant. ad Comm. (Sal 85[84],13).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Sal 42[41],2.

10

Cfr. Jn 4,14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

1 Co 6,20.

2

Jb 7,1.

3

Sal 32(31),3-4.

4

Cfr. Pr 8,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Hb 13,8.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Lc 15,18.

*

** «Turris civitatis»: «Torre de la ciudad», es una alusión a la Virgen de Torreciudad, cuyo santuario –promovido por san Josemaría– se estaba terminando de construir en esos momentos en Aragón (N. del E.).