Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Jesucristo → ejemplo de santa pureza.

Me dirás, quizá: ¿y por qué habría de esforzarme? No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de Cristo nos urge10. Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad. Desde los primerísimos comienzos del Opus Dei he manifestado mi gran empeño en repetir sin descanso, para las almas generosas que se decidan a traducirlo en obras, aquel grito de Cristo: en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros11. Nos conocerán precisamente en eso, porque la caridad es el punto de arranque de cualquier actividad de un cristiano.

Él, que es la misma pureza, no asegura que conocerán a sus discípulos por la limpieza de su vida. Él, que es la sobriedad, que ni siquiera dispone de una piedra donde reclinar su cabeza12, que pasó tantos días en ayuno y retiro13, no manifiesta a los Apóstoles: os conocerán como escogidos míos porque no sois comilones ni bebedores.

La vida limpia de Cristo era –como ha sido y será en todas las épocas– un bofetón para aquella sociedad de entonces, como ahora con frecuencia tan podrida. Su sobriedad, otro latigazo para los que estaban de banquete continuo, provocando el vómito después de comer para poder seguir comiendo, cumpliendo a la letra las palabras de Saulo: convierten su vientre en un dios14.

Que Jesucristo es el modelo nuestro, de todos los cristianos, lo conocéis perfectamente porque lo habéis oído y meditado con frecuencia. Lo habéis enseñado además a tantas almas, en ese apostolado –trato humano con sentido divino– que forma ya parte de vuestro yo; y lo habéis recordado, cuando era conveniente, sirviéndoos de ese medio maravilloso de la corrección fraterna, para que el que os escuchaba comparase su comportamiento con el de nuestro Hermano primogénito, el Hijo de María, Madre de Dios y Madre nuestra.

Jesús es el modelo. Lo ha dicho Él: discite a me1, aprended de Mí. Y hoy deseo hablaros de una virtud que sin ser la única ni la primera, sin embargo actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica: la virtud de la santa pureza.

Ciertamente, la caridad teologal se nos muestra como la virtud más alta; pero la castidad resulta la condición sine qua non, un medio imprescindible para lograr ese diálogo íntimo con Dios; y cuando no se guarda, si no se lucha, se acaba ciego; no se ve nada, porque el hombre animal no puede percibir las cosas que son del Espíritu de Dios2.

Nosotros queremos mirar con ojos limpios, animados por la predicación del Maestro: bienaventurados los que tienen puro su corazón, porque ellos verán a Dios3. La Iglesia ha presentado siempre estas palabras como una invitación a la castidad. «Guardan un corazón sano, escribe San Juan Crisóstomo, los que poseen una conciencia completamente limpia o los que aman la castidad. Ninguna virtud es tan necesaria como esta para ver a Dios»4.

El ejemplo de Cristo

Jesucristo, Señor Nuestro, a lo largo de su vida terrena, ha sido cubierto de improperios, le han maltratado de todas las maneras posibles. ¿Os acordáis? Propalan que se comporta como un revoltoso y afirman que está endemoniado5. En otra ocasión interpretan mal las manifestaciones de su Amor infinito, y le tachan de amigo de pecadores6.

Más tarde, a Él, que es la penitencia y la templanza, le echan en cara que frecuenta la mesa de los ricos7. También le llaman despectivamente fabri filius8, hijo del trabajador, del carpintero, como si fuera una injuria. Permite que le apostrofen como bebedor y comilón... Deja que le acusen de todo, menos de que no es casto. Les ha tapado la boca en eso, porque quiere que nosotros conservemos ese ejemplo sin sombras: un modelo maravilloso de pureza, de limpieza, de luz, de amor que sabe quemar todo el mundo para purificarlo.

A mí, me gusta referirme a la santa pureza contemplando siempre la conducta de Nuestro Señor. Él puso de manifiesto una gran delicadeza en esta virtud. Fijaos en lo que relata San Juan cuando Jesús, fatigatus ex itinere, sedebat sic supra fontem9, cansado del camino, se sentó sobre el brocal del pozo.

Recoged los ojos del alma y revivid despacio la escena: Jesucristo, perfectus Deus, perfectus homo10, está fatigado por el camino y por el trabajo apostólico. Como quizá os ha sucedido alguna vez a vosotros, que acabáis rendidos, porque no aguantáis más. Es conmovedor observar al Maestro agotado. Además, tiene hambre: los discípulos han ido al pueblo vecino, para buscar algo de comer. Y tiene sed.

Pero más que la fatiga del cuerpo, le consume la sed de almas. Por esto, al llegar la samaritana, aquella mujer pecadora, el corazón sacerdotal de Cristo se vuelca, diligente, para recuperar la oveja perdida: olvidando el cansancio, el hambre y la sed.

Se ocupaba el Señor en aquella gran obra de caridad, mientras volvían los Apóstoles de la ciudad, y mirabantur quia cum muliere loquebatur11, se pasmaron de que hablara a solas con una mujer. ¡Qué cuidado! ¡Qué amor a la virtud encantadora de la santa pureza, que nos ayuda a ser más fuertes, más recios, más fecundos, más capaces de trabajar por Dios, más capaces de todo lo grande!

Notas
10

2 Cor V, 14.

11

Ioh XIII, 35.

12

Cfr. Mt VIII, 20.

13

Cfr. Mt IV, 2.

14

Cfr. Phil III, 19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Mt XI, 29.

2

1 Cor II, 14

3

Mt V, 8.

4

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 15, 4 (PG 57, 227).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Cfr. Mt XI, 18.

6

Cfr. Mt IX, 11.

7

Cfr. Lc XIX, 7.

8

Mt XIII, 55.

9

Ioh IV, 6.

10

Símbolo Quicumque.

11

Ioh IV, 27.

Referencias a la Sagrada Escritura