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Hay 6 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Jesucristo → Jesucristo libera al hombre.

El sentido de la libertad

Nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa –infinita– como su amor. Pero el tesoro preciosísimo de su generoso holocausto nos debe mover a pensar: ¿por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de ofenderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores. La libertad personal –que defiendo y defenderé siempre con todas mis fuerzas– me lleva a demandar con convencida seguridad, consciente también de mi propia flaqueza: ¿qué esperas de mí, Señor, para que yo voluntariamente lo cumpla?

Nos responde el mismo Cristo: veritas liberabit vos13; la verdad os hará libres. ¿Qué verdad es esta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas.

Persuadíos, para ganar el cielo hemos de empeñarnos libremente, con una plena, constante y voluntaria decisión. Pero la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía. «No cabe que el alma ande sin ninguno que la rija; y para esto se la ha redimido de modo que tenga por Rey a Cristo, cuyo yugo es suave y su carga ligera (Mt XI, 30), y no el diablo, cuyo reino es pesado»14.

Rechazad el engaño de los que se conforman con un triste vocerío: ¡libertad, libertad! Muchas veces, en ese mismo clamor se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo15, ya que solo Él es el Camino, la Verdad y la Vida16.

La libertad de las conciencias

Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje. Desgraciadamente, es eso lo que algunos propugnan; esta reivindicación sí que constituye un atentado a la fe.

Por eso no es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios. Ya hemos recordado que podemos oponernos a los designios salvadores del Señor; podemos, pero no debemos hacerlo. Y si alguno tomase esa postura deliberadamente, pecaría al trasgredir el primero y fundamental entre los mandamientos: amarás a Yavé, con todo tu corazón31.

Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias32, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios.

Nuestra Santa Madre la Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad, y ha rechazado todos los fatalismos, antiguos y menos antiguos. Ha señalado que cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal: y los que no se apartaron del bien irán a la vida eterna; los que cometieron el mal, al fuego eterno33. Siempre nos impresiona esta tremenda capacidad tuya y mía, de todos, que revela a la vez el signo de nuestra nobleza. «Hasta tal punto el pecado es un mal voluntario, que de ningún modo sería pecado si no tuviese su principio en la voluntad: esta afirmación goza de tal evidencia que están de acuerdo los pocos sabios y los muchos ignorantes que habitan en el mundo»34.

Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero «juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían»35. ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma de cada uno de nosotros –aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja– una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna.

Responder que no a Dios, rechazar ese principio de felicidad nueva y definitiva, ha quedado en manos de la criatura. Pero si obra así, deja de ser hijo para convertirse en esclavo. «Cada cosa es aquello que según su naturaleza le conviene; por eso, cuando se mueve en busca de algo extraño, no actúa según su propia manera de ser, sino por impulso ajeno; y esto es servil. El hombre es racional por naturaleza. Cuando se comporta según la razón, procede por su propio movimiento, como quien es: y esto es propio de la libertad. Cuando peca, obra fuera de razón, y entonces se deja conducir por impulso de otro, sujeto en confines ajenos, y por eso el que acepta el pecado es siervo del pecado (Ioh VIII, 34)»36.

Permitidme que insista en esto; es muy claro y lo podemos comprobar con frecuencia a nuestro alrededor o en nuestro propio yo: ningún hombre escapa a algún tipo de servidumbre. Unos se postran delante del dinero; otros adoran el poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo; otros descubren en la sensualidad su becerro de oro. Y lo mismo ocurre con las cosas nobles. Nos afanamos en un trabajo, en una empresa de proporciones más o menos grandes, en el cumplimiento de una labor científica, artística, literaria, espiritual. Si se pone empeño, si existe verdadera pasión, el que se entrega vive esclavo, se dedica gozosamente al servicio de la finalidad de su tarea.

Esclavitud por esclavitud –si, de todos modos, hemos de servir, pues, admitiéndolo o no, esa es la condición humana–, nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones: que no depositamos nuestra confianza en lo que pasa, sino en lo que permanece para siempre, no somos hijos de la esclava, sino de la libre37.

¿De dónde nos viene esta libertad? De Cristo, Señor Nuestro. Esta es la libertad con la que Él nos ha redimido38. Por eso enseña: si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres39. Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que salva al hombre es cristiana.

Me gusta hablar de aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente –como hijos, insisto, no como esclavos–, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios.

Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús. Esta libertad me anima a clamar que nada, en la tierra, me separará de la caridad de Cristo40.

Estamos obligados a defender la libertad personal de todos, sabiendo que Jesucristo es el que nos ha adquirido esa libertad30; si no actuamos así, ¿con qué derecho reclamaremos la nuestra? Debemos difundir también la verdad, porque veritas liberabit vos31, la verdad nos libera, mientras que la ignorancia esclaviza. Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad, porque la conciencia –si es recta– descubrirá las huellas del Creador en todas las cosas.

Precisamente por eso, urge repetir –no me meto en política, afirmo la doctrina de la Iglesia– que el marxismo es incompatible con la fe de Cristo. ¿Existe algo más opuesto a la fe, que un sistema que todo lo basa en eliminar del alma la presencia amorosa de Dios? Gritadlo muy fuerte, de modo que se oiga claramente vuestra voz: para practicar la justicia, no precisamos del marxismo para nada. Al contrario, ese error gravísimo, por sus soluciones exclusivamente materialistas que ignoran al Dios de la paz, levanta obstáculos para alcanzar la felicidad y el entendimiento de los hombres. Dentro del cristianismo hallamos la buena luz que da siempre respuesta a todos los problemas: basta con que os empeñéis sinceramente en ser católicos, non verbo neque lingua, sed opere et veritate32, no con palabras ni con la lengua, sino con obras y de veras: decidlo, siempre que se os presente la ocasión –buscadla, si es preciso–, sin reticencias, sin miedo.

Notas
13

Ioh VIII, 32.

14

Orígenes, Commentarii in Epistolam ad Romanos, 5, 6 (PG 14, 1034–1035).

15

Cfr. Gal IV, 31.

16

Cfr. Ioh XIV, 6.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
31

Dt VI, 5.

32

Cfr. León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 (1888), 606.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
33

Símbolo Quicumque.

34

S. Agustín, De vera religione, 14, 27 (PL 34, 133).

35

S. Agustín, Ibidem (PL 34, 134).

Notas
36

S. Tomás de Aquino, Super Evangelium S. Ioannis lectura, cap. VIII, lect. IV, 1204 (ed. Marietti, Torino, 1952).

Notas
37

Gal IV, 31.

38

Cfr. Gal IV, 31.

39

Ioh VIII, 36.

40

Cfr. Rom VIII, 39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
30

Gal IV, 31.

31

Ioh VIII, 32.

32

1 Ioh III, 18.

Referencias a la Sagrada Escritura