Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Jesucristo → la Virgen, Madre de Cristo y camino hacia Él .

Todas las fiestas de Nuestra Señora son grandes, porque constituyen ocasiones que la Iglesia nos brinda para demostrar con hechos nuestro amor a Santa María. Pero si tuviera que escoger una, entre esas festividades, prefiero la de hoy: la Maternidad divina de la Santísima Virgen.

Esta celebración nos lleva a considerar algunos de los misterios centrales de nuestra fe: a meditar en la Encarnación del Verbo, obra de las tres Personas de la Trinidad Santísima. María, Hija de Dios Padre, por la Encarnación del Señor en sus entrañas inmaculadas es Esposa de Dios Espíritu Santo y Madre de Dios Hijo.

Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre –sin confusión– la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios.

Fe del pueblo cristiano

Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Éfeso proclamó que «si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por eso la Santísima Virgen es Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado, sea anatema»1.

La historia nos ha conservado testimonios de la alegría de los cristianos ante estas decisiones claras, netas, que reafirmaban lo que todos creían: «el pueblo entero de la ciudad de Éfeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución... Cuando se supo que el autor de las blasfemias había sido depuesto, todos a una voz comenzaron a glorificar a Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe. Apenas salidos de la iglesia, fuimos acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada»2. Así escribe San Cirilo, y no puedo negar que, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresiona hondamente.

Quiera Dios Nuestro Señor que esta misma fe arda en nuestros corazones, y que se alce de nuestros labios un canto de acción de gracias: porque la Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra.

Sigamos nosotros ahora considerando este misterio de la Maternidad divina de María, en una oración callada, afirmando desde el fondo del alma: Virgen, Madre de Dios: Aquel a quien los Cielos no pueden contener, se ha encerrado en tu seno para tomar la carne de hombre13.

Mirad lo que nos hace recitar hoy la liturgia: bienaventuradas sean las entrañas de la Virgen María, que acogieron al Hijo del Padre eterno14. Una exclamación vieja y nueva, humana y divina. Es decir al Señor, como se usa en algunos sitios para ensalzar a una persona: ¡bendita sea la madre que te trajo al mundo!

La Humanidad Santísima de Cristo

¿Cómo podremos superar esos inconvenientes? ¿Cómo lograremos fortalecernos en aquella decisión, que comienza a parecernos muy pesada? Inspirándonos en el modelo que nos muestra la Virgen Santísima, nuestra Madre: una ruta muy amplia, que necesariamente pasa a través de Jesús.

Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo. Por eso, aconsejo siempre la lectura de libros que narran la Pasión del Señor. Esos escritos, llenos de sincera piedad, nos traen a la mente al Hijo de Dios, Hombre como nosotros y Dios verdadero, que ama y que sufre en su carne por la Redención del mundo.

Fijaos en una de las devociones más arraigadas entre los cristianos, en el rezo del Santo Rosario. La Iglesia nos anima a la contemplación de los misterios: para que se grabe en nuestra cabeza y en nuestra imaginación, con el gozo, el dolor y la gloria de Santa María, el ejemplo pasmoso del Señor, en sus treinta años de oscuridad, en sus tres años de predicación, en su Pasión afrentosa y en su gloriosa Resurrección.

Seguir a Cristo: este es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo12. Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo.

Notas
1

Concilio de Éfeso, can. 1, Denzinger-Schön. 252 (113).

2

S. Cirilo de Alejandría, Epistolae, 24 (PG 77, 138).

Notas
13

Aleluya de la Misa de la Maternidad divina de María.

14

Antífona ad Communionem en la Misa común de la B. M. Virgen.

Notas
12

Cfr. Rom XIII, 14.

Referencias a la Sagrada Escritura