Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Jesucristo → esperanza y fortaleza del hombre.

Hace ya bastantes años, con un convencimiento que se acrecentaba de día en día, escribí: espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. Él obrará, si en Él te abandonas1. Ha pasado el tiempo, y aquella convicción mía se ha hecho aún más robusta, más honda. He visto, en muchas vidas, que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras.

Mientras leía el texto de la Epístola de la Misa, me he conmovido, e imagino que a vosotros os ha sucedido otro tanto. Comprendía que Dios nos ayudaba, con las palabras del Apóstol, a contemplar el entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana.

Oíd de nuevo a San Pablo: justificados por la fe, mantengamos la paz con Dios, mediante Nuestro Señor Jesucristo, por quien, en virtud de la fe, tenemos cabida en esta gracia, en la que permanecemos firmes y nos gloriamos con la esperanza de la gloria de los hijos de Dios. Pero no nos gloriamos solamente en esto; nos gozamos también en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación ejercita la paciencia, la paciencia sirve a la prueba, y la prueba a la esperanza; esperanza que no defrauda, porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo2.

La miseria y el perdón

Tanto se ha acercado el Señor a las criaturas, que todos guardamos en el corazón hambres de altura, ansias de subir muy alto, de hacer el bien. Si remuevo en ti ahora esas aspiraciones, es porque quiero que te convenzas de la seguridad que Él ha puesto en tu alma: si le dejas obrar, servirás –donde estás– como instrumento útil, con una eficacia insospechada. Para que no te apartes por cobardía de esa confianza que Dios deposita en ti, evita la presunción de menospreciar ingenuamente las dificultades que aparecerán en tu camino de cristiano.

No hemos de extrañarnos. Arrastramos en nosotros mismos –consecuencia de la naturaleza caída– un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales. Por tanto, hemos de emprender esas ascensiones, esas tareas divinas y humanas –las de cada día–, que siempre desembocan en el Amor de Dios, con humildad, con corazón contrito, fiados en la asistencia divina, y dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo.

Mientras peleamos –una pelea que durará hasta la muerte–, no excluyas la posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de fuera y de dentro. Y por si fuera poco ese lastre, en ocasiones se agolparán en tu mente los errores cometidos, quizá abundantes. Te lo digo en nombre de Dios: no desesperes. Cuando eso suceda –que no debe forzosamente suceder; ni será lo habitual–, convierte esa ocasión en un motivo de unirte más con el Señor; porque Él, que te ha escogido como hijo, no te abandonará. Permite la prueba, para que ames más y descubras con más claridad su continua protección, su Amor.

Insisto, ten ánimos, porque Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia, y siempre tenemos por abogado ante el Padre a Jesucristo, el Justo. Él mismo es la víctima de propiciación por nuestros pecados: y no tan solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo18, para que alcancemos la Victoria.

¡Adelante, pase lo que pase! Bien cogido del brazo del Señor, considera que Dios no pierde batallas. Si te alejas de Él por cualquier motivo, reacciona con la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo pródigo todas las jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del día; de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro. Además, la Madre de Dios, que es también Madre nuestra, te protege con su solicitud maternal, y te afianza en tus pisadas.

La virtud de la esperanza –seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios– nos habla de esa continua bondad del Señor con los hombres, contigo, conmigo, siempre dispuesto a oírnos, porque jamás se cansa de escuchar. Le interesan tus alegrías, tus éxitos, tu amor, y también tus apuros, tu dolor, tus fracasos. Por eso, no esperes en Él solo cuando tropieces con tu debilidad; dirígete a tu Padre del Cielo en las circunstancias favorables y en las adversas, acogiéndote a su misericordiosa protección. Y la certeza de nuestra nulidad personal –no se requiere una gran humildad para reconocer esta realidad: somos una auténtica multitud de ceros– se trocará en una fortaleza irresistible, porque: el Señor es mi fortaleza y mi refugio, ¿a quién temeré?26.

Acostumbraos a ver a Dios detrás de todo, a saber que Él nos aguarda siempre, que nos contempla y reclama justamente que le sigamos con lealtad, sin abandonar el lugar que en este mundo nos corresponde. Hemos de caminar con vigilancia afectuosa, con una preocupación sincera de luchar, para no perder su divina compañía.

Notas
1

Consideraciones espirituales, Cuenca 1934, p. 67.

2

Rom V, 1-5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

1 Ioh II, 1-2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Ps XXVI, 1.

Referencias a la Sagrada Escritura