Lista de puntos

Hay 8 puntos en «Cartas I» cuya materia es Comprensión → santa transigencia en lo personal, por caridad; santa intransigencia con el error.

Con esta disposición entregada, no dudéis de que el Señor nos concederá a los cristianos lo que pedía San Pablo: quiera el Dios de la paciencia y de la consolación haceros la gracia de estar siempre unidos mutuamente en sentimientos y afectos según el Espíritu de Jesucristo, a fin de que no teniendo sino un mismo corazón y una misma boca, glorifiquéis unánimes a Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo90.

Esta entrega, esta comprensión, esta caridad, olvidándonos de nuestros derechos, nos hace ceder –conceder– en todo lo que sea nuestro, en todas nuestras cosas personales, hasta donde llegó Jesucristo. El Señor nos ha dicho que aprendamos de Él: discite a me quia mitis sum et humilis corde91; para vivir esa mansedumbre, esa humildad, esa santa transigencia con todo lo personal, nos basta contemplar a Jesús, que semetipsum exinanivit formam servi accipiens, in similitudinem hominum factus et habitu inventus ut homo92; que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los demás hombres y reducido a la condición de hombre.

No tuvo límites el anonadamiento de Nuestro Señor. Hasta la muerte más ignominiosa llegó su santa transigencia: humiliavit semetipsum factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis93; se anonadó a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y lo hizo por amor a los hombres, a los que llama amigos suyos, aunque no quieran serlo. Vos autem dixi amicos94, dice a los discípulos que le van a dejar solo en el momento de la prueba. Amice, ad quid venisti?95, ¿a qué has venido, amigo?, dice al mismo Judas, que viene a entregarlo.

Y por amor a todos −a sus amigos que quieren ser fieles, aunque están llenos de miserias; y a los que no quieren ser amigos suyos−, Jesucristo se deja maltratar, insultar, crucificar. Maiorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis96; nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.

Santa intransigencia. Por amor de Dios; no por intereses personales

Pero Jesucristo no nos ha dado sólo el ejemplo de la santa transigencia; nos ha dado también el ejemplo clarísimo de la santa intransigencia, en las cosas de Dios. Porque Jesús no transige con el error −¡esas reprimendas terribles a los fariseos!−, ni tolera que delante de Él se ofenda impunemente al Creador. Contemplad la santa indignación de Cristo, frente al abuso de los mercaderes en el Templo: habiendo entrado en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían en él, diciéndoles: escrito está: mi casa es casa de oración; pero vosotros la tenéis hecha una cueva de ladrones97.

Tampoco podemos tolerar que se ofenda a Dios donde estemos nosotros, pudiéndolo evitar; si es preciso, utilizaremos también una santa coacción, acompañada de toda la suavidad posible en la forma, y siempre respetando la legítima libertad de las conciencias. Es decir, actuaremos de tal modo que quede claro que no nos movemos para defender intereses personales, sino sólo por amor de Dios −zelus domus tuae comedit me98, el celo de tu Casa me come las entrañas− y por amor a los hombres, que queremos sacar del error, para impedir que condenen neciamente su alma.

Santa intransigencia y santa transigencia. Defensa de la fe. Actitud con quien se equivoca

No se me ocultan las dificultades que podréis encontrar. Es cierto −os lo hago notar siempre− que, en este mundo del que sois y en el que permanecéis, hay muchas cosas buenas, efectos de la inefable bondad de Dios. Pero los hombres han sembrado también cizaña, como en la parábola evangélica, y han propalado falsas doctrinas que envenenan las inteligencias y les hacen rebelarse, a veces rabiosamente, contra Cristo y contra su Iglesia Santa.

Ante esa realidad, ¿cuál ha de ser la actitud de un hijo de Dios en su Obra? ¿Será acaso la de pedir al Señor, como los hijos del trueno, que baje fuego a la tierra y consuma a los pecadores?13. ¿O tal vez lamentarse continuamente, como un ave de mal agüero o un profeta de desgracias?

Sabéis bien, hijas e hijos míos, que no es ésa nuestra actitud, porque el espíritu del Señor es otro: Filius hominis non venit animas perdere, sed salvare14, y suelo traducir esa frase diciéndoos que hemos de ahogar el mal en abundancia de bien. Nuestra primera obligación es dar doctrina, queriendo a las almas.

La regla, para llevar a la práctica este espíritu, también la conocéis: la santa intransigencia con los errores, y la santa transigencia con las personas, que estén en el error. Es preciso, sin embargo, que enseñéis a muchas gentes a practicar esa doctrina, porque no es difícil encontrar quien confunda la intransigencia con la intemperancia, y la transigencia con la dejación de derechos o de verdades que no se pueden baratear.

Los cristianos no poseemos −como si fuera algo humano o un patrimonio personal, del que cada uno dispone a su antojo− las verdades que Jesucristo nos ha legado y que la Iglesia custodia. Es Dios quien las posee, es la Iglesia quien las guarda, y no está en nuestras manos ceder, cortar, transigir en lo que no es nuestro.

No os dejéis engañar, por otra parte, cuando no se trata del conjunto de nuestra religión, si es que pretenden haceros transigir en algún aspecto que se refiera a la fe o a la moral. Las diversas partes que componen una doctrina −tanto la teoría como la práctica− suelen estar íntimamente ligadas, unidas y dependientes unas de otras, en mayor proporción, cuanto más vivo y auténtico es el conjunto.

Sólo lo que es artificial podría disgregarse sin perjuicio para el todo −que quizá ha carecido siempre de vitalidad−, y también sólo lo que es un producto humano suele carecer de unidad. Nuestra fe es divina, es una −como Uno es Dios− y este hecho trae como consecuencia que, o se defienden todos sus puntos con firme coherencia, o se deberá renunciar, tarde o temprano, a profesarla: porque es seguro que, una vez practicada una brecha en la ciudad, toda ella está en peligro de rendirse.

Defenderéis, pues, lo que la Iglesia indica, porque es Ella la única Maestra en estas verdades divinas; y lo defenderéis con el ejemplo, con la palabra, con vuestros escritos, con todos los medios nobles que estén a vuestro alcance.

Al mismo tiempo, movidos por el amor a la libertad de todos, sabréis respetar el parecer ajeno en lo que es opinable o cuestión de escuela, porque en esas cuestiones −como en todas las otras, temporales− la Obra no tendrá nunca una opinión colectiva, si la Iglesia no la impone a todos los fieles, en virtud de su potestad.

Por otra parte, junto a la santa intransigencia, el espíritu de la Obra de Dios os pide una constante transigencia, también santa. La fidelidad a la verdad, la coherencia doctrinal, la defensa de la fe no significan un espíritu triste, ni han de estar animadas por un deseo de aniquilar al que se equivoca.

Quizá sea ése el modo de ser de algunos, pero no puede ser el nuestro. Nunca bendeciremos como aquel pobrecito loco que −aplicando a su modo las palabras de la Escritura− deseaba sobre sus enemigos ignis, et sulphur, et spiritus procellarum15; fuego y azufre, y vientos tempestuosos.

No queremos la destrucción de nadie; la santa intransigencia no es intransigencia a secas, cerril y desabrida; ni es santa, si no va acompañada de la santa transigencia. Os diré más: ninguna de las dos son santas, si no suponen −junto a las virtudes teologales− la práctica de las cuatro virtudes cardinales.

Santa intransigencia y virtudes cardinales

Ante todo, la prudencia, para saber actuar de acuerdo con la verdadera caridad, evitando que un celo mal entendido ponga en peligro la santidad de vuestra intransigencia. Habéis de ser como una maza de acero, poderosa y firme, pero envuelta en funda acolchada, para no herir.

La caridad buena, el cariño que la prudencia os hará practicar, os llevará a decir las cosas con discernimiento, cuando convenga y del modo preciso; os hará sensibles a las necesidades y circunstancias del prójimo, sin caer en dejaciones inoportunas, pero al mismo tiempo confirmará vuestra fe, animará vuestra esperanza, os llevará a dar gracias a Dios, por haberos conservado en la plenitud de su verdad.

Justicia, para tratar a cada uno como se merece, sin generalizaciones ni simplificaciones superficiales, que tanto daño hacen y que tantos obstáculos ponen al buen entendimiento entre los hombres. Nunca olvidéis, hijos, que no se puede ser justo si no se conocen bien los hechos, si no se oyen tanto las campanas de un lado como las del otro, si no se sabe −en cada caso− quién es el campanero.

Fortes in fide16, para defender virilmente la fe, para resistir y enseñar a resistir la fácil tentación de novedades, de querer divulgar o dar como dogma lo que son sólo teorías de especialistas. Es bueno buscar el progreso del conocimiento y de la exposición de la fe y de la moral, aceptando siempre el magisterio eclesiástico; pero no se puede ser tan irresponsable que se dé rienda suelta a cualquier idea o se difunda lo que es sólo una hipótesis de trabajo, quizá muy provisional y nada fundada.

Hay algunos, hijas e hijos míos, que, después de haber puesto en circulación opiniones peregrinas y confusas, recurren al ingenuo expediente del niño glotón, y con ese argumento pretenden sacudirse de encima la responsabilidad: cuando el pequeño goloso se ha comido el bote entero de mermelada, se defiende diciendo que no sabía que tanto dulce podía hacer daño. Al pueblo cristiano hay que darle, antes de nada, la doctrina segura, neta, sin discusiones.

No se trata −sin embargo− de crear una religión para ignorantes, sino de ser realistas y darse cuenta de que muchas veces los conocimientos de la gente están al nivel de aquel a quien preguntaron: ¿qué sabes de San Isidoro de Sevilla? Y contestó: ¿San Isidoro? ¡Ah, sí!: ése fue el fundador de la Giralda.

La virtud de la templanza os llevará a no ser exagerados nunca, a no dejaros arrastrar por la ira, a no caer en el fanatismo. Un hijo de Dios en su Obra no puede seguir el ejemplo de los que aconsejan pegar al adversario en la cabeza, para que no cojee.

Diálogo con los que no conocen nuestra religión y con los que se han apartado de la fe católica

Tened comprensión, aun con esos que no parecen capaces de entender al prójimo, y le juzgan apresuradamente. Vuestro cariño y vuestro ejemplo, llenos de rectitud, les servirán como el mejor estímulo, al ver que lucháis y vencéis, con la gracia de Dios, las malas inclinaciones, la tendencia al error que todos tenemos.

Lo mismo da que sean almas alejadas del Señor, o que se trate de la incomprensión de los buenos. Sus prejuicios nacen precisamente de la falta de trato, de la ausencia de un diálogo franco, que les ayude a comprender lo que no entienden. No seremos nosotros los que nos neguemos a ese diálogo y, si ellos se niegan, no les guardéis rencor, porque su incomprensión nos santifica. El enfermo sensato no guarda rencor al bisturí, que el médico ha empleado para curarle.

Vuestro cariño, vuestro trato sincero y noble, han de ser también para los que no conocen nuestra religión, y para los que se han apartado de la fe católica. Les admitiremos siempre junto a nosotros y −sin ceder en la doctrina, porque no es nuestra− transigiremos con las personas, les invitaremos a trabajar codo a codo con nosotros, en el corazón de nuestras labores; les pondremos en el centro de lo que más amamos en la tierra, les daremos la gran ocasión de convertirse en mano y en brazo de Dios, para hacer su Obra en el mundo.

Veréis cómo esa conducta vuestra les acercará a la fe, que nunca tuvieron o que perdieron, tantas veces sin demasiada culpa por su parte. Cuando esto suceda, vuestro cariño deberá redoblarse; habréis de continuar andando juntos por la vida, dialogando como amigos sinceros, adivinando sus posibles dificultades, para afirmarles más en la buena senda; fortaleciendo científicamente vuestra fe, porque es estéril −es contraproducente− cualquier intento de dialogar sobre esas cuestiones, sin doctrina y sin don de lenguas.

Tenéis aquí otra razón más para que sintáis la urgencia de una sólida formación, continua, profunda, bien basada en principios seguros. Con esa preparación, no habéis de temer la convivencia con quienes estén en el error. ¡Qué tristeza me da haber oído a veces, refiriéndose a personas que han abrazado nuestra fe, después de estar años, quizá toda una vida, sin conocer la Luz: es un converso; ¡hay que tener cuidado!

Hay que tener cuidado para amarles más, sin suspicacias, con alegría, porque habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia49. Pero hay que tener cuidado también, para no traicionar sus deseos de estar con Cristo, para no darles como bueno lo que no es; para que, por su inseguridad −son como niños recién nacidos a la fe− o por sus ímpetus fogosos, no se desvíen del buen camino que han empezado a seguir.

Espíritu universal

Este es nuestro espíritu, y lo demostraremos siempre abriendo las puertas de nuestras casas a personas de todas las ideologías y de todas las condiciones sociales, sin distinción ninguna, con el corazón y los brazos dispuestos a acoger a todos. No tenemos la misión de juzgar, sino el deber de tratar fraternalmente a todos los hombres.

No hay un alma que excluyamos de nuestra amistad, y ninguno se debe acercar a la Obra de Dios y marcharse vacío: todos han de sentirse queridos, comprendidos, tratados con afecto. Al último pobrecillo que esté ahora en el rincón más escondido del mundo, haciendo mal, le quiero también y, con la gracia de Dios, daría mi vida por salvar su alma.

Con la mente clara, con la formación que recibís, sabréis en cada caso qué es lo esencial, qué es aquello en lo que no se puede ceder. Estaréis también en condiciones de discernir esas otras cosas que algunos tienen como inmutables, cuando no son más que el producto de una época o de unas determinadas costumbres: y ese discernimiento os facilitará la disposición de ceder gustosamente. Y cederéis también −cuando estén en juego las almas− en lo que todavía es más opinable, que es casi todo.

Insisto, sin embargo, en que no debéis dejaros engañar por falsas compasiones. Muchos que parecen movidos por deseos de comunicar la verdad, ceden en cosas que son intangibles, y llaman comprensión con los equivocados, a lo que sólo es una crítica negativa, a veces brutal y despiadada, de la doctrina de nuestra Madre la Iglesia. Tampoco dejéis de comprenderlos, pero defended al mismo tiempo la verdad, con calma, con mesura, con firmeza, aunque cuando lo hagáis no falten algunos que os acusen de hacer apologías.

Notas
90

Rm 15,5-6.

91

Mt 11,29.

92

Flp 2,7.

93

Flp 2,8.

94

Jn 15,15.

95

Mt 26,50.

96

Jn 15,13.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
97

Lc 19,45-46.

98

Jn 2,17.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
13

Cfr. Lc 9,54.

14

Lc 9,56 (Vg).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
15

Sal 11[10],6 (Nv).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
16

1 P 5,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
49

Lc 15,7.

Referencias a la Sagrada Escritura