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Santa intransigencia y santa transigencia. Defensa de la fe. Actitud con quien se equivoca

No se me ocultan las dificultades que podréis encontrar. Es cierto −os lo hago notar siempre− que, en este mundo del que sois y en el que permanecéis, hay muchas cosas buenas, efectos de la inefable bondad de Dios. Pero los hombres han sembrado también cizaña, como en la parábola evangélica, y han propalado falsas doctrinas que envenenan las inteligencias y les hacen rebelarse, a veces rabiosamente, contra Cristo y contra su Iglesia Santa.

Ante esa realidad, ¿cuál ha de ser la actitud de un hijo de Dios en su Obra? ¿Será acaso la de pedir al Señor, como los hijos del trueno, que baje fuego a la tierra y consuma a los pecadores?13. ¿O tal vez lamentarse continuamente, como un ave de mal agüero o un profeta de desgracias?

Sabéis bien, hijas e hijos míos, que no es ésa nuestra actitud, porque el espíritu del Señor es otro: Filius hominis non venit animas perdere, sed salvare14, y suelo traducir esa frase diciéndoos que hemos de ahogar el mal en abundancia de bien. Nuestra primera obligación es dar doctrina, queriendo a las almas.

La regla, para llevar a la práctica este espíritu, también la conocéis: la santa intransigencia con los errores, y la santa transigencia con las personas, que estén en el error. Es preciso, sin embargo, que enseñéis a muchas gentes a practicar esa doctrina, porque no es difícil encontrar quien confunda la intransigencia con la intemperancia, y la transigencia con la dejación de derechos o de verdades que no se pueden baratear.

Los cristianos no poseemos −como si fuera algo humano o un patrimonio personal, del que cada uno dispone a su antojo− las verdades que Jesucristo nos ha legado y que la Iglesia custodia. Es Dios quien las posee, es la Iglesia quien las guarda, y no está en nuestras manos ceder, cortar, transigir en lo que no es nuestro.

Notas
13

Cfr. Lc 9,54.

14

Lc 9,56 (Vg).

Referencias a la Sagrada Escritura
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