82

En la Obra todos tenemos un compromiso de amor, aceptado libremente, con Dios Señor nuestro. Un compromiso que se fortalece con la gracia personal, propia del estado de cada uno, y con esa otra gracia específica que el Señor da a las almas que llama a su Opus Dei. ¡Cómo me sabe a miel y panal aquella divina declaración amorosa: «Ego redemi te, et vocavi te nomine tuo, meus es tu!»7; Yo te he redimido, y te he llamado por tu nombre, ¡tú eres mío! No nos pertenecemos, hijos; somos suyos, del Señor, porque nos ha dado la gana responder: «Ecce ego, quia vocasti me!»8; aquí estoy, porque me has llamado.

Un compromiso de amor, que es también un vínculo de justicia. No me gusta hablar sólo de justicia, cuando hablo de Dios: en su presencia acudo a su misericordia, a su compasión, como acudo a vuestra piedad de hijos para que recéis por mí, ya que sabéis que mi oración no os falta en ningún momento del día ni de la noche.

Pero ese compromiso de amor, ¿qué materia tiene?, ¿a qué nos obliga? A luchar, hijas e hijos míos. A luchar, con el fin de poner en práctica los medios ascéticos que la Obra nos propone para ser santos; a luchar, para cumplir nuestras Normas y costumbres; a esforzarnos por adquirir y defender la buena doctrina, y mejorar la propia conducta; a procurar vivir de oración, de sacrificio y de trabajo, y –si es posible– sonriendo: porque yo entiendo, hijos, que a veces no es fácil sonreír.

Padre, me diréis, ¿hemos de luchar para dar ejemplo? Sí, hijos, pero sin buscar aplausos en la tierra. No vaciléis si encontráis burlas, calumnias, odios, desprecios. Hemos de batallar –de nuevo habla la liturgia del día– «en medio de honras y de deshonras, de infamia y de buena fama: juzgados como impostores, siendo veraces; por desconocidos, cuando todos nos conocen; casi moribundos, teniendo buena salud; como castigados, sin sentir humillación; como tristes, estando siempre alegres; como menesterosos, mientras que enriquecemos a muchos; como que nada tenemos y todo lo poseemos»9.

No esperéis parabienes, ni palabras de aliento, en vuestra pelea cristiana. Hemos de tener la conciencia bien clara: ¿sabemos que nuestra lucha interior es necesaria para servir a Dios, a la Iglesia y a las almas?, ¿estamos convencidos de que el Señor se quiere servir –en estos momentos de tremenda deslealtad– del pequeño esfuerzo nuestro por ser fieles, para llenar de fe, de esperanza y de amor a miles de almas? Pues, a luchar, hijas e hijos míos, cara a Dios y siempre contentos, sin pensar en alabanzas humanas.

Señor, teniendo trato contigo te traicionamos, pero volvemos a Ti. Sin ese trato, ¿qué sería de nosotros?, ¿cómo podríamos buscar tu intimidad?, ¿cómo seríamos capaces de sacrificarnos contigo en la Cruz, enclavándonos por amor tuyo, para servir a las criaturas?

«Dios mío, dejarte a ti es ir a la muerte; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dame, Señor, una fe sólida, una esperanza abundante, una continua caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros totalmente. Dios, tú nos avisas que vigilemos. Dios, con tu gracia evitamos el mal y hacemos el bien. Dios, tú nos fortificas para que no sucumbamos ante las adversidades; Dios, a quien se debe nuestra obediencia y buen gobierno»10.

Notas
7

Cfr. Is 43,1.

8

1 S 3,6.

9

Dom. I in Quadrag. Ep. (2 Co 6,8-10).

10

San Agustín, Soliloquia 1,1,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Este punto en otro idioma