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A luchar, hijos, a luchar. No hagáis como ésos que dicen que la Confirmación no nos hace milites Christi. Quizá es que no quieren combatir, y así son lo que son: unos derrotados, unos vencidos, hombres sin fe, almas caídas, como Satanás. No han seguido el consejo del Apóstol: «Soporta el trabajo y la fatiga como buen soldado de Jesucristo»11.

Como soldados de Cristo, hay que pelear las batallas de Dios. In hoc pulcherrimo caritatis bello! * No hay más remedio que tomarse con empeño esta hermosísima guerra de amor, si de verdad queremos conseguir la paz interior, y la serenidad de Dios para la Iglesia y para las almas.

Quiero recordaros que «no es nuestra pelea contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos… Por tanto, tomad las armas todas de Dios, para poder resistir en el día aciago y sosteneros apercibidos en todo»12.

En la tierra no podemos tener nunca esa tranquilidad de los comodones, que se abandonan, porque piensan que el porvenir es seguro. El porvenir de todos nosotros es incierto, en el sentido de que podemos ser traidores a Nuestro Señor, a la vocación y a la fe. Hemos de hacer el propósito de pelear siempre. El último día del año que pasó, escribí una ficha: éste es nuestro destino en la tierra: luchar, por Amor, hasta el último instante. Deo gratias!

Yo procuraré batallar hasta el postrer momento de mi vida; y vosotros, lo mismo. Pelea interior, pero también por fuera, oponiéndome como sea a la destrucción de la Iglesia, a la perdición de las almas. «En la guerra y en el campo de batalla, el soldado que sólo mira cómo salvarse por medio de la fuga, se pierde a sí mismo y a los demás. El valiente, en cambio, que lucha por salvar a los demás, se salva también a sí mismo».

»Puesto que nuestra religión es una guerra, y la más dura de todas las guerras, y embestida y batalla, formemos la línea de combate tal y como nuestro rey nos ha mandado, dispuestos siempre a derramar nuestra sangre, mirando por la salvación de todos, alentando a los que están firmes y levantando a los caídos. Ciertamente, muchos de nuestros amigos yacen en el suelo, acribillados de heridas y chorreando sangre, y nadie hay que cuide de ellos: nadie, ni del pueblo, ni de entre los sacerdotes, ni de otro grupo alguno; no tienen protector, ni amigo, ni hermano»13.

Si alguno de mis hijos se abandona y deja de guerrear, o vuelve la espalda, que sepa que nos hace traición a todos: a Jesucristo, a la Iglesia, a sus hermanos en la Obra, a todas las almas. Ninguno es una pieza aislada; somos todos miembros de un mismo Cuerpo Místico, que es la Iglesia Santa14, y –por compromiso de amor– miembros también de la Obra de Dios. Por eso, si alguien no combatiera, causaría un grave daño a sus hermanos, a su santidad y a su trabajo apostólico, y sería un obstáculo para superar estos momentos de prueba.

Notas
11

2 Tm 2,3.

*

* * «In hoc pulcherrimo...»: «en esta bellísima guerra de amor» (N. del E.).

12

Ef 6,12-13.

13

San Juan Crisóstomo, In Math. hom. 59,5.

14

Cfr. 1 Co 12,26-27.

Referencias a la Sagrada Escritura
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