Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Cartas I» cuya materia es Filiación divina .

Esta vida es pelea, guerra, una guerra de paz, que hay que pelear siempre in gaudio et pace. Tendremos esa paz y esa alegría si somos hombres −o mujeres− de la Obra, que quiere decir: sinceramente piadosos, cultos −cada uno en su labor−, trabajadores, deportistas en la vida espiritual: ¿no sabéis que los que corren en el estadio, aunque corran todos, uno sólo se lleva el premio? Corred, de tal manera que lo ganéis. Todos los que han de luchar en la palestra, guardan en todo una exacta continencia; y no es sino para alcanzar una corona perecedera, mientras que nosotros esperamos una corona eterna128.

Por eso somos almas contemplativas, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas: desde el primer pensamiento del día al último pensamiento de la noche: porque somos enamorados y vivimos de Amor, traemos puesto de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a Él por su Madre Santa María y, por Él, al Padre y al Espíritu Santo.

Si en algún momento aparece la intranquilidad, la inquietud, el desasosiego, nos acercamos al Señor, y le decimos que nos ponemos en sus manos, como un niño pequeño en brazos de su padre. Es una entrega que supone fe, esperanza, confianza, amor.

Puedo decir que el que cumple nuestras Normas de vida −el que lucha por cumplirlas−, lo mismo en tiempo de salud que en tiempo de enfermedad, en la juventud y en la vejez, cuando hay sol y cuando hay tormenta, cuando no le cuesta observarlas y cuando le cuesta, ese hijo mío está predestinado, si persevera hasta el fin: estoy seguro de su santidad.

De tal modo ama nuestro Dios a las criaturas −deliciae meae esse cum filiis hominum129, mis delicias son estar con los hijos de los hombres− que, si en algún momento no hemos sabido ser fieles al Señor, el Señor sí que ha estado pendiente de nosotros. Lo mismo que una madre no tiene en cuenta las pruebas de desafecto del hijo, en cuanto el hijo se acerca a ella con cariño, tampoco Jesús se acuerda de las cosas que no hemos hecho bien, cuando al fin vamos con cariño hacia Él, arrepentidos, limpios por el sacramento de la penitencia.

Filiación divina, pues. Con esa creencia maravillosa no perdemos la serenidad: para sentirnos seguros; para volver, si es que nos hemos descaminado en alguna escaramuza de esta lucha diaria −aun cuando hubiese sido una derrota grande−, ya que por nuestra debilidad podemos descaminarnos, y de hecho nos descaminamos. Sintámonos hijos de Dios, para volver a Él con agradecimiento, seguros de ser recibidos por nuestro Padre del cielo.

El Señor nos habla −si le queremos oír, en el fondo de nuestra alma, a través de personas y sucesos− como un Padre amoroso; y nos da, sin espectáculo, la gracia conveniente, para tener las fuerzas necesarias, incluso la energía humana, para terminar las cosas con la misma ilusión con que las hemos comenzado. Por eso, el endiosamiento que nos lleva a perseverar, a vivir llenos de confianza, a superar las dificultades, ya no es un grito de soberbia. Es un grito de humildad: un modo de hacer patente nuestra unión con Dios, una manifestación de caridad; es nuestra misma miseria la que nos lleva a refugiarnos en Dios, a endiosarnos.

Somos siervos de Dios e hijos de Dios. Como siervos suyos, podemos gozarnos al escuchar aquellas palabras de los Hechos de los Apóstoles: ciertamente, sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días, derramaré mi Espíritu, y profetizarán30. Como hijos de Dios, podemos contemplar con alegría lo que escribe San Pablo a los Gálatas: digo además: que mientras el heredero es niño, en nada se diferencia de un siervo, a pesar de ser dueño de todo; sino que está bajo la potestad de los tutores y curadores, hasta el tiempo señalado por su padre.

Así nosotros, cuando éramos todavía niños, vivíamos en servidumbre, bajo los elementos del mundo; pero cumplido que fue el tiempo, envió Dios a su Hijo, formado de una mujer, y sujeto a la ley, para redimir a los que estaban debajo de la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto vosotros sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual nos hace clamar: ¡Abba, Padre mío! Y así ninguno de vosotros es ya siervo, sino hijo. Y siendo hijo, es también heredero de Dios31.

Amor de Dios. Confianza en Dios

La filiación divina está clara. Ellos no lo entendían. Dad gracias, porque sabéis que sois verdaderos hijos de Dios, porque sabéis, como escribe San Juan, que Dios es justo; y sabéis igualmente que quien vive según justicia, ejercitando las virtudes, es hijo legítimo de Dios32.

Os seguiré amonestando con San Juan: mirad qué tierno amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto. Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios33. Nos confirma San Pablo en esta creencia, cuando escribe: era cosa digna que aquel Dios, para quien y por quien son todas las cosas, habiendo de conducir a muchos hijos adoptivos a la gloria, consumase o inmolase por medio de la pasión y muerte al autor y modelo de la salvación de los mismos hijos, Jesucristo Señor Nuestro. Porque el que santifica y los que son santificados, todos traen de uno su origen, es decir, todos tienen la naturaleza humana. Por cuya causa, no se desdeña de llamarlos hermanos, diciendo: anunciaré tu nombre a mis hermanos: en medio de la Iglesia cantaré tus alabanzas. Y en otra parte: yo pondré en él toda mi confianza. Y añade: he aquí yo y mis hijos, que Dios me ha dado34.

Pero si no procuramos vivir como hijos de Dios, perderemos la confianza en Él, que es perder una buena parte del Amor, y nos resultará la vida dura y amarga. No olvidéis que no solamente somos hijos de Dios, sino hermanos de Jesucristo: primogenitus in multis fratribus35. Y que todo aquel que nació de Dios no hace pecado, porque la semilla de Dios, que es la gracia santificante, mora en él; y, si no la echa de sí, no puede pecar, porque es hijo de Dios: en esto se distinguen los hijos de Dios de los hijos del diablo36.

Llenaos, por tanto, de confianza, porque de tal manera amó Dios al mundo que no paró hasta dar a su Hijo Unigénito, a fin de que todos los que crean en Él no perezcan, sino que vivan vida eterna. Pues no envió Dios a su Hijo al mundo, para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve: y para que todo aquel que crea en Él no perezca, sino que logre la vida eterna37.

Notas
128

1 Co 9,24-25.

129

Pr 8,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
30

Hch 2,18.

31

Ga 4,1-7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
32

1 Jn 2,29.

33

1 Jn 3,1-2.

34

Hb 2,10-13.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
35

Rm 8,29.

36

1 Jn 3,9-10.

37

Jn 3,16-17.

Referencias a la Sagrada Escritura