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Filiación divina, pues. Con esa creencia maravillosa no perdemos la serenidad: para sentirnos seguros; para volver, si es que nos hemos descaminado en alguna escaramuza de esta lucha diaria −aun cuando hubiese sido una derrota grande−, ya que por nuestra debilidad podemos descaminarnos, y de hecho nos descaminamos. Sintámonos hijos de Dios, para volver a Él con agradecimiento, seguros de ser recibidos por nuestro Padre del cielo.

El Señor nos habla −si le queremos oír, en el fondo de nuestra alma, a través de personas y sucesos− como un Padre amoroso; y nos da, sin espectáculo, la gracia conveniente, para tener las fuerzas necesarias, incluso la energía humana, para terminar las cosas con la misma ilusión con que las hemos comenzado. Por eso, el endiosamiento que nos lleva a perseverar, a vivir llenos de confianza, a superar las dificultades, ya no es un grito de soberbia. Es un grito de humildad: un modo de hacer patente nuestra unión con Dios, una manifestación de caridad; es nuestra misma miseria la que nos lleva a refugiarnos en Dios, a endiosarnos.

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