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Hay 13 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Opus Dei  → historia.

Nuestro Opus Dei es eminentemente laical, pero los sacerdotes son necesarios. Hasta hace poco, amando como amo el sacerdocio, cada vez que se ordenaba uno de vuestros hermanos, sufría**. Ahora, al contrario, me da mucho gozo. Pero ha de ser sin coacción, con una libertad absoluta. A Dios no le molesta que un hijo mío no quiera ser sacerdote. Además, hacen falta muchos seglares, santos y doctos. Por lo tanto, los que son llamados al sacerdocio, hasta el mismo día, hasta el mismo momento de la ordenación, tienen una libertad completa. –Padre, no. Muy bien, hijo mío. Que Dios te bendiga. No me da ningún disgusto.

Sin embargo, nos hacen falta muchos sacerdotes, que sirvan como esclavos, gustosamente, a sus hermanas y a sus hermanos, y a esas vocaciones tan encantadoras que son los sacerdotes diocesanos. Hacen falta para la labor de San Rafael y para la de San Gabriel, para atender en el terreno sacramental a todos los socios de la Obra, para ayudar a esos grandes ejércitos de Cooperadores, que si son formados como se debe, serán mucho más eficaces –lo están siendo ya– que todas las asociaciones piadosas conocidas. Pero sin sacerdotes, no es posible.

La Obra se está extendiendo por el mundo de una manera prodigiosa. ¡Señor, estoy confundido! No es fácil, no se recuerda un caso en el que quienes comenzaron a trabajar en una obra tuya hayan visto, aquí en la tierra, tantas maravillas como yo estoy viendo: en extensión, en número, en calidad.

Nos hacen falta sacerdotes para el proselitismo***. Porque aunque la gran labor la hacen los seglares, llega el momento del muro sacramental, y si hubiera que acudir a clérigos que no tienen nuestro espíritu –unos porque no sabrían, otros porque no querrían– se entorpecería toda la labor.

Hacen falta sacerdotes también para el gobierno de la Obra: pocos, porque los cargos locales están en manos de mis hijos seglares, y dos tercios de los cargos del Consejo General y de las Comisiones Regionales, lo mismo; el resto serán sacerdotes que hayan trabajado mucho, que conozcan el tejemaneje de nuestra labor en todo el mundo. Llegará un momento en que los hermanos vuestros, que van a comenzar la labor en muchos sitios, vuelvan a recogerse y formen esos grupos directivos que, con su santidad personal y su experiencia, lleven con mucho garbo las riendas del gobierno.

Hacen falta sacerdotes como instrumentos de unidad. Luego el sacerdote debe poner un cuidado particular en no hacer capillitas… ¡Hay que despegarse de las almas! Yo no tenía quien me lo enseñara –no he tenido un Padre como vosotros–, era el Señor quien me indicaba que evitase siempre la cosa personal, aun antes de saber lo que Dios quería de mí. A las gentes que venían a mi confesonario, a veces les aconsejaba: vete a otro sacerdote; hoy no te confieso. Lo hacía para que se ventilaran, para que no se apegasen, para que no acudieran al sacramento por un motivo de afecto a la criatura, sino por motivos divinos, sobrenaturales: por amor de Dios.

Pero vamos al primer punto de nuestra meditación. Desde que Tú comenzaste, Señor, a manifestarte a mi alma, a los quince o dieciséis años; desde que a los dieciséis o diecisiete supe ya de algún modo que me buscabas, sintiendo los primeros impulsos de tu Amor, pasaron muchos años… Después de poner yo tantas dificultades, por comodidad y por cobardía –lo he dicho muchas veces, y he pedido perdón a mis hijos–, rompió la Obra en el mundo, aquel 2 de octubre de 1928.

Vosotros me ayudaréis a dar gracias al Señor y a pedirle que, por grandes que sean mis flaquezas y mis miserias, no se enfríe nunca la confianza y el amor que le tengo, el trato fácil con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo. Que se me note –sin singularidades, no sólo por fuera, sino también por dentro–, y que no pierda esa claridad, esa convicción de que soy un pobre hombre: «Pauper servus et humilis»!* Lo he sido siempre: desde el primer hasta el último instante de mi vida, necesitaré de la misericordia de Dios.

Pedid al Señor que me deje trabajar bien y que esas cosas que tienen un fundamento humano, natural, yo las sepa convertir –con sentido sobrenatural cada vez más hondo– en fuente de propio conocimiento, de humildad sin rarezas, con sencillez.

¿Cuándo se ha muerto el Fundador?, preguntan algunos, pensando que la Obra es vieja. No se dan cuenta de que es jovencísima; el Señor ha querido enriquecerla ya con esta madurez sobrenatural y humana, aunque en algunas Regiones estemos todavía comenzando, como la misma Iglesia Santa comienza también a la vuelta de veinte siglos.

Sólo yo sé cómo hemos empezado. Sin nada humano. No había más que gracia de Dios, veintiséis años y buen humor. Pero una vez más se ha cumplido la parábola de la pequeña simiente: y hemos de llenarnos de agradecimiento a Nuestro Señor. Ha pasado el tiempo y el Señor nos ha confirmado en la fe, concediéndonos tanto y más de lo que veíamos entonces. Ante esta realidad maravillosa en todo el mundo –realidad que es como un ejército en orden de batallapara la paz, para el bien, para la alegría, para la gloria de Dios–; ante esta labor divina de hombres y de mujeres en tan diferentes situaciones, de seglares y de sacerdotes, con una expansión encantadora que necesariamente encontrará puntos de aflicción, porque siempre estamos comenzando; tenemos que bajar la cabeza, amorosamente, dirigirnos a Dios y darle gracias. Y dirigirnos también a Nuestra Madre del Cielo, que ha estado presente, desde el primer momento, en todo el camino de la Obra.

Hemos de sonreír siempre. Hemos de sonreír en medio de la dureza de algunas circunstancias, repitiendo al Señor: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Aprovechad estos momentos de vuestra oración para recorrer el mundo, para ver cómo van las cosas. Es preciso que vivamos la caridad, que impulsemos las labores, que formemos a la gente. Recorred –os decía– todas las Regiones del mundo. Deteneos especialmente en aquella que debe estar más en vuestro corazón; deteneos con hacimiento de gracias, poniendo en actividad, con vuestra oración, a los Santos Ángeles Custodios.

Llevará la fecha de hoy un aviso disponiendo que, en el despacho de los Directores locales, haya una representación del Ángel Custodio con las palabras de la Escritura: «Deus meus misit angelum suum»1. Es una Costumbre que tiene por objeto meter, en el corazón de todos los que gobiernan, y en el de mis hijos todos, una devoción práctica, real y constante, al Ángel Custodio de la Obra, y al de cada Centro, y al de cada uno.

«Deus meus misit angelum suum». Siento necesidad de explicároslo. Por años he experimentado la ayuda constante, inmediata, del Ángel Custodio, hasta en detalles materiales pequeñísimos. El trato y la devoción a los Santos Ángeles Custodios está en la entraña de nuestra labor, es manifestación concreta de la misión sobrenatural de la Obra de Dios. Gratias tibi, Deus; gratias tibi, Sancta Maria Mater nostra! Y gracias a los Ángeles Custodios: defendite nos in prœlio, Sancti Angeli Custodes nostri!

Padre, ¿realmente comenzó la Obra el 2 de octubre de 1928? Sí, hijo mío, se comenzó el día 2 de octubre de 1928. Desde ese momento no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los fundamentos.

Me puse a trabajar, y no era fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguno afirma lo contrario, desconoce la verdad.

Tenía yo veintiséis años –repito–, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los ojos humanos, era un disparatón. Por eso, algunos decían que yo estaba loco y que era un hereje, y tantas cosas más.

El Señor dispuso los acontecimientos para que yo no contara ni con un céntimo, para que también así se viera que era Él. ¡Pensad cómo hice sufrir a los que vivían a mi alrededor! Es justo que aquí dedique un recuerdo a mis padres. ¡Con qué alegría, con qué amor llevaron tanta humillación! Era preciso triturarme, como se machaca el trigo para preparar la harina y poder elaborar el pan; por eso el Señor me daba en lo que más quería… ¡Gracias Señor! Porque esta hornada de pan maravillosa está difundiendo ya «el buen olor de Cristo»2 en el mundo entero: gracias, por estos miles de almas que están glorificando a Dios en toda la tierra. Porque todos son tuyos.

Y llegó el 2 de octubre de 1928. Yo hacía unos días de retiro, porque había que hacerlos, y fue entonces cuando vino al mundo el Opus Dei. Aún resuenan en mis oídos las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, festejando a su Patrona. El Señor, «ludens… omni tempore, ludens in orbe terrarum»1, que juega con nosotros como un padre con sus niños pequeños, aunque ya no seamos criaturas de poca edad, viendo mi resistencia y aquel trabajo entusiasta y débil a la vez, me dio la aparente humildad de pensar que podría haber en el mundo cosas que no se diferenciaran de lo que Él me pedía. Era una cobardía poco razonable; era la cobardía de la comodidad, y la prueba de que a mí no me interesaba ser Fundador de nada.

Y no era entonces mejor que ahora; era un pobre hombre. No podía haber jamás de mi parte, cuando sucedía esto, algo que ni de lejos pudiera parecer cosa mía. Era un amor, una muestra de Amor de Dios, que se salía de los cauces de la Providencia ordinaria –porque ha habido intervenciones extraordinarias, cuando era menester; si yo dijera lo contrario, mentiría– y que yo recibía con miedo. Cuando sucedía eso, inmediatamente sentía aquel soy Yo. Con mi cabeza, cuando lo examinaba con frialdad, no veía allí nada de nervios. Era una cosa de Dios, y me iba al confesor tranquilo, aun vacilando.

Para que no hubiera ninguna duda de que era Él quien quería realizar su Obra, el Señor ponía cosas externas. Yo había escrito: nunca habrá mujeres –ni de broma– en el Opus Dei. Y a los pocos días… el 14 de febrero: para que se viera que no era cosa mía, sino contra mi inclinación y contra mi voluntad.

Yo iba a casa de una anciana señora de ochenta años que se confesaba conmigo, para celebrar Misa en aquel oratorio pequeño que tenía. Y fue allí, después de la Comunión, en la Misa, cuando vino al mundo la Sección femenina. Luego, a su tiempo, me fui a mi confesor, que me dijo: esto es tan de Dios como lo demás.

Esas intervenciones del Señor eran cosas que me conmovían, que me turbaban, que me llevaban –a pesar de mis cuatro cursos, quizá seis, de Sagrada Escritura con las mejores calificaciones– a ignorar en aquel momento todo lo que dice el Evangelio. ¡Ay, Dios mío, esto es el diablo! Y, en una ocasión, fui desde Santa Isabel a casa de mi madre para ver qué estaba escrito en el Evangelio. Y encontré todo exacto…

Cuando estaba comido de preocupaciones, ante el dilema de si debía pasar, o no, durante la guerra civil española, de un lado a otro, en medio de aquella persecución, huyendo de los comunistas, viene otra prueba externa: esa rosa de madera. Cosas así: Dios me trata como a un niño desgraciado al que hay que dar pruebas tangibles, pero de modo ordinario.

Así, por procedimientos tan ordinarios, Jesús, Señor Nuestro, el Padre y el Espíritu Santo, con la sonrisa amabilísima de la Madre de Dios, de la Hija de Dios, de la Esposa de Dios, me han hecho ir para adelante siendo lo que soy, un pobre hombre, un borrico que Dios ha querido coger de su mano: «Ut iumentum factus sum apud te, et ego semper tecum»2.

Un sacerdote ha criticado recientemente Camino diciendo que él no es el cacharro de la basura, que el cuerpo ha de resucitar. No se acuerda de lo que escribe San Pablo: «Todas las cosas las miro como basura»3, y en otro lugar: «Somos tratados como las heces del mundo, como la escoria de todos»4. Y las muchas veces que enseña la Escritura Santa que somos de barro, formados del polvo de la tierra5. A mí el Señor me lo hizo entender muy claro, de modo que ni siquiera el cubo, sino lo que hay dentro del cubo: eso es lo que me siento. Perdón, Señor, perdón.

Vamos a terminar. Llegó el 14 de febrero de 1943. No había manera de encontrar la solución jurídica adecuada para nuestros sacerdotes. Mientras, arreciaba la persecución –no hay otra palabra en el diccionario para expresar lo que ocurría–, en la que ya no era el cacharro de la basura, sino la escupidera de todo el mundo. Cualquiera se sentía con derecho a escupir sobre este pobre hombre; y es verdad que tenían derecho y lo siguen teniendo, pero lo ejercitaban los que se llamaban buenos y los que no lo eran tanto.

Vuestros hermanos eran unos santos todos; pero yo elegí para el sacerdocio a tres que económicamente ayudaban mucho… Y otra vez en la Misa, el Señor me hizo ver la solución, con otra prueba tangible: lo que llamamos el sello, y el nombre de Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. No se enteró nadie, excepto Álvaro, a quien se lo conté enseguida, y dibujé el sello.

Hijos míos, ¿qué os quiero decir? Que demos gracias a Dios Nuestro Señor, que lo ha hecho todo muy bien, porque yo no he sido nunca el instrumento apropiado. Pedid al Señor conmigo que a todos, por los méritos e intercesión de su Madre, que es la Madre nuestra, nos haga instrumentos buenos y fieles.

A lo largo de la vida mía, hijos queridísimos, he procurado siempre verter en vuestra alma lo que Dios me iba dando. En el espíritu del Opus Dei no hay nada que no sea santo, porque no es invención humana, sino obra de la Sabiduría divina. En ese espíritu brilla todo lo bueno que el Señor ha querido poner en el corazón de vuestro Padre. Si veis algo malo en mi pobre vida, no será del espíritu de la Obra; serán mis miserias personales. Por eso, pedid por mí, para que sea bueno y fiel.

Entre los bienes que el Señor ha querido darme, está la devoción a la Trinidad Beatísima: la Trinidad del Cielo, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, único Dios; y la trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Comprendo bien la unidad y el cariño de esta Sagrada Familia. Eran tres corazones, pero un solo amor.

En 1934, si no me equivoco, comenzamos la primera Residencia de estudiantes. En aquella época, el ambiente de mi tierra era anticlerical rabioso; las autoridades perseguían a la Iglesia, y se había metido una raíz comunista, que es la negación de todas las libertades.

Necesitábamos tener al Señor con nosotros, en el Tabernáculo. Ahora es fácil; pero, entonces, poner un Sagrario era una empresa muy difícil. Era preciso hacer muchas cosas, mostrarnos como un dechado…

¿No sabéis qué era el dechado? Las señoritas del siglo pasado, cuando salían del colegio chapurreando un poco de francés y tocando más o menos bien el piano, tenían que hacer unas labores en un paño. Allí cosían, bordaban, zurcían; añadían letras, números, pajaritos… ¡De todo! También figuraba el nombre de la autora, y la fecha. Yo he visto el dechado de mi abuela Florencia, porque lo conservaba mi hermana Carmen… Aquello era como la licenciatura de los colegios para señoritas.

Algo así teníamos que hacer nosotros, para que la Iglesia nos mirara con cariño y nos concediera tener en casa a Jesús Sacramentado.

En el fondo de mi alma tenía ya esta devoción a San José, que os he inculcado. Me acordaba de aquel otro José, al que –siguiendo el consejo del Faraón– acudían los egipcios cuando padecían hambre de buen pan: «Ite ad Ioseph!»1, id a José, a que os dé el trigo. Comencé a pedir a San José que nos concediera el primer Sagrario, y lo mismo hacían los hijos míos que tenía entonces alrededor. Mientras encomendábamos este asunto, yo trataba de encontrar los objetos necesarios: ornamentos, tabernáculo… No teníamos dinero. Cuando reunía cinco duros, que entonces era una cantidad discreta, se gastaban en otra necesidad más perentoria.

Logré que unas monjitas, a las que quiero mucho, me dejaran un sagrario; conseguí los ornamentos en otro sitio y, por fin, el buen obispo de Madrid nos concedió la autorización para tener el Santísimo Sacramento con nosotros. Entonces, como señal de agradecimiento, hice poner una cadenilla en la llave del sagrario, con una medallita de San José en la que, por detrás, está escrito: ite ad Ioseph! De modo que San José es verdaderamente nuestro Padre y Señor, porque nos ha dado el pan –el Pan eucarístico– como un padre de familia bueno.

¿No he dicho antes que nosotros pertenecemos a su familia? Además de habernos alcanzado el alimento espiritual, estamos unidos a él invocándole antes de ese rato de tertulia que es la oración. Al renovar nuestra entrega y al incorporarnos definitivamente a la Obra, también San José está presente.

Al principio yo procuraba adelantar la Fidelidad, porque necesitaba de vosotros. Nunca me he sentido indispensable para nada. Algunos recordarán que les decía: ¿te comprometes delante de Dios, si yo muero, a seguir adelante con la Obra? Nunca me creí necesario, porque no lo soy. Cualquiera de vosotros es mejor que yo, y puede ser muy buen instrumento. Entonces la Fidelidad se hacía en la fiesta de San José, metiendo al Santo Patriarca en este compromiso espiritual de sacar la Obra adelante, convencidos de que era un querer positivo de Dios.

Por otra parte, San José es, después de Santa María, la criatura que ha tratado a Jesús en la tierra con más intimidad. Gozo con esas oraciones que la Iglesia recomienda a la piedad de los sacerdotes, para antes y después de la Misa. Allí se recuerda que San José cuidaba del Hijo de Dios lo mismo que nuestros padres de nosotros: venían ya cuando nos estaban vistiendo, nos acariciaban, nos apretaban contra su pecho, y nos daban unos besos tan fuertes que a veces nos hacían daño.

¿Os imagináis a San José, que amaba tanto a la Santísima Virgen y sabía de su integridad sin mancha? ¡Cuánto sufriría viendo que esperaba un hijo! Sólo la revelación de Dios Nuestro Señor, por medio de un Ángel, le tranquilizó. Había buscado una solución prudente: no deshonrarla, marcharse sin decir nada. Pero ¡qué dolor!, porque la amaba con toda el alma. ¿Os imagináis su alegría, cuando supo que el fruto de aquel vientre era obra del Espíritu Santo?

¡Amad a Jesús y a su Madre Santísima! Hace un año me enviaron una imagen antigua de marfil, preciosa, que representa a la Santísima Virgen embarazada. A mí me emociona. Me conmueve la humildad de Dios, que quiere estar encerrado en las entrañas de María, como nosotros en el seno de nuestra madre, durante el tiempo debido, igual que una criatura cualquiera, porque es perfectus Homo, perfecto hombre, siendo también perfectus Deus, perfecto Dios: la segunda Persona de la Santísima Trinidad.

¿No os conmueve esta humildad de Dios? ¿No os llena de amor saber que se ha hecho hombre y no ha querido ningún privilegio? Como Él, tampoco nosotros deseamos privilegios. Queremos ser personas corrientes y molientes; queremos ser ciudadanos como los demás. ¡Esto es una maravilla! Nos encontramos muy a gusto en el hogar de Jesús, María y José, que pasan inadvertidos.

Cuando voy a un oratorio nuestro donde está el Tabernáculo, digo a Jesús que le amo, e invoco a la Trinidad. Después doy gracias a los Ángeles que custodian el Sagrario, adorando a Cristo en la Eucaristía. ¿No imagináis que en aquella casa de Nazaret, y antes en Belén, en la huida a Egipto y en la vuelta, con el miedo de perder a Jesús porque reinaba el hijo de un monarca cruel, los Ángeles contemplarían pasmados el anonadamiento del Señor, ese querer aparecer sólo como hombre? No amaremos bastante a Jesús si no le damos gracias con todo el corazón porque ha querido ser perfectus Homo.

¿Y qué hace la gente, cuando quiere lograr algo? Pone los medios humanos. ¿Qué medios puse yo? No me porté bien. He sido hasta cobarde… Por eso, cuando os llamo cobardes, no os enfadéis: es que conozco el metal, el barro vuestro y el mío.

Pasó el tiempo. Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios. ¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás. ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más. Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si se pueden llamar casas a aquellos tugurios… Eran gente desamparada y enferma; algunos, con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis.

De modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios, en todos esos sitios. Mientras tanto, trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor. Había una representación de casi todo: había universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas… Yo entonces no sabía que casi ninguno iba a perseverar; pero el Señor conocía que mi pobre corazón –flojo, cobarde– necesitaba esa compañía y esa fortaleza.

Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta. Pero he querido deciros –algún día os lo contarán con más detalle, con documentos y papeles– que la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas.

No vengo aquí a predicar, sino a abrir un poco mi corazón con vosotros. No lo hago casi nunca, y sé que –si algún día lo abro– Dios se servirá de esto para vuestro bien y para el mío.

Éstas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos incurables, pobres abandonados, niños sin familia y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor. Y formar a los primeros que venían, hablándoles con una seguridad completa de todo lo que se haría, como si ya estuviera hecho… ¡Y lo estáis haciendo ahora vosotros! Ciertamente hay mucho hecho, pero es poco.

Ahora, Señor, quiero darte gracias delante de estos hijos, porque hay material y formación suficiente para que no se tuerza el camino de la Obra, para que no se pierda el buen espíritu. Por aquí hemos andado esta mañana en la oración, dando gracias, y diciendo: Señor, casi cincuenta años de trabajo, y yo no he sabido hacer nada: todo lo has hecho Tú, a pesar de mí, a pesar de mi falta de virtud, a pesar de…

No estoy haciendo comedia, queridos míos. El Padre está hablando con el Señor… ¡Cuántas gracias hemos de darle, cuántas gracias!

Y luego, Dios nos llevó por los caminos de nuestra vida interior, por los específicos. ¿Qué buscaba yo? Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudí a San José, mi Padre y mi Señor. Me interesaba verlo poderoso, poderosísimo, jefe de aquel gran clan divino, y a quien Dios mismo obedecía: «Erat subditus illis!»2. Y acudí a la intercesión de los Santos con simplicidad, en un latín morrocotudo pero piadoso: Sancte Nicolaë, curam domus age! Y a la devoción a los Santos Ángeles Custodios, porque fue un 2 de octubre cuando sonaban aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles, una parroquia madrileña junto a Cuatro Caminos… Yo estaba en un sitio que ha desaparecido casi por completo; lo mismo que aquellas campanas: sólo queda una, que ahora está colocada en Torreciudad. Acudí a los Santos Ángeles con confianza, con puerilidad; sin darme cuenta de que Dios me metía –vosotros no tenéis por qué imitarme, ¡viva la libertad!– por caminos de infancia espiritual.

¿Qué puede hacer una criatura, que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos… Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás. Pero no siempre: había temporadas en que no.

Hijos míos, os estoy contando un poquito de lo que ha sido mi oración de esta mañana. Es para llenarme de vergüenza y de agradecimiento, y de más amor. Todo lo hecho hasta ahora es mucho, pero es poco: en Europa, en Asia, en África, en América y en Oceanía. Todo es obra de Jesús, Señor nuestro. Todo lo ha hecho nuestro Padre del Cielo.

Si algunos que son gente mayor, gente hecha, gente culta, me oyeran hablar así dirían: ¡este hombre está loco! Pues sí, estoy loco. Deo gratias! Gracias a Nuestro Señor por esta locura de amor, que muchas veces no siento, hijos míos. Aun humanamente hablando, soy el hombre menos solo de la tierra; sé que en todos los sitios están rezando por mí, para que sea bueno y fiel. Y, sin embargo, a veces me siento tan solo… No han faltado nunca, oportunamente, de modo providencial y constante, los hermanos vuestros que –más que hijos míos– han sido para mí como padres, cuando he necesitado el consuelo y la fortaleza de un padre.

Hijos míos, toda nuestra fortaleza es prestada. ¡A luchar!, no os hagáis ilusiones. Si peleamos, todo saldrá. Tenéis por delante tanto camino recorrido, que ya no os podéis equivocar. Con lo que hemos hecho en el terreno teológico –una teología nueva, queridos míos, y de la buena– y en el terreno jurídico; con lo que hemos hecho con la gracia del Señor y de su Madre, con la providencia de nuestro Padre y Señor San José, con la ayuda de los Ángeles Custodios, ya no podéis equivocaros, a no ser que seáis unos malvados.

Vamos a dar gracias a Dios. Y ya sabéis que yo no soy necesario. No lo he sido nunca.

¡Hala!, no sé por qué estáis tan callados… Hablad vosotros.

Va resultando esta casa muy bonita, ¿verdad? Daos cuenta de que Dios, con su providencia, ha tenido detalles imponentes con nosotros: paternos y maternos. Al principio de la Obra pensé, y lo puse por escrito, que en el Opus Dei no habría mujeres ni de lejos. Entonces puse los medios humanos lógicos para resolver el asunto de la administración de nuestros Centros. Fui buscando una especie de vocaciones que sirvieran… No se trataba de legos, porque no podían ser monjes; tenía que ser otra cosa. ¡Ay, Dios mío! Era salir de Málaga para entrar en Malagón. Era peor. Después buscamos unas cocineras, y tampoco. Entonces busqué un cocinero.

Las obras corporativas salieron después. Las obras corporativas no son lo esencial en la Obra: lo esencial es que cada uno viva suelto donde sea, y se porte como un hijo de Dios a toda hora, y viva de Amor, y trabaje por Amor, y se sienta siempre sostenido con ese Amor, con esa fortaleza de Dios.

Pues bien: era la primera comida que hacíamos en la primera Residencia, que no fue la primera obra corporativa. El primer plato fue un arroz a la cubana, que es arroz blanco con plátanos fritos. Estaba muy bueno. De pronto oí una voz, y pregunté: ¿quién está en la cocina? El cocinero, me respondieron. Mamma mia! Lo llamé, estuve muy amable con él, pero le dije que lo sentía mucho: le pagaría lo que fuera, y que se buscase otro sitio, porque no podíamos tener cocinero…

¡Cuántas cosas sueltas! La primera labor corporativa fue la Academia que llamábamos DYA –Derecho y Arquitectura– porque se daban clases de esas dos materias; pero significaba Dios y Audacia, para nosotros. Hemos pasado por delante del edificio, hace poco tiempo, y el corazón me latía fuerte… ¡Cuántos sufrimientos! ¡Cuánta contradicción! ¡Cuánta charlatanería! ¡Cuántas mentirotas!… Allí llevé unos muebles de mi madre y otras cosas que me dio una amiga de familia, a la que llamaba Conchita la gorda. Algunas eran demasiado grandes; las partí y las llevé al asilo de Porta Cœli, donde trabajaba dirigiendo cariñosamente, afectuosamente, a los golfos que estaban allí recogidos. Una vez partidas, aquellas cosas quedaban como más humanas, y además teníamos doble de todo.

Cada día, cuando me marchaba de casa de mi madre, venía mi hermano Santiago, metía las manos en mis bolsillos, y me preguntaba: ¿qué te llevas a tu nido? Y eso mismo hemos hecho después todos: traer a nuestro nido lo que podíamos, para servicio de Dios, para construir nuestro pequeño hogar en cada sitio. ¡Tantos hogares que son uno solo!, como somos muchos corazones y tenemos un solo corazón, una sola mente, un solo querer, una sola voluntad, con esta obediencia bendita, llena de voluntariedad, de libertad. No quiero que nadie se sienta coaccionado; en todo caso, sólo por la coacción del amor, sólo por la coacción de saber que no acabamos de corresponder al amor que Jesús tiene con nosotros, cuando nos ha buscado. «Ego redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu!»3. ¡No vaciléis nunca! Desde ahora os digo a cada uno –y no conozco vuestros problemas personales, pero las almas tienen un paralelismo tremendo, aunque sean distintas– que tenéis vocación divina, que Cristo Jesús os ha llamado desde la eternidad. No sólo os ha señalado con el dedo, sino que os ha besado en la frente. Por eso, para mí, vuestra cabeza reluce como un lucero.

También tiene su historia lo del lucero… Son esas grandes estrellas que parpadean por la noche, allá arriba, en la altura, en el cielo azulado y oscuro, como grandes diamantes de una claridad fabulosa. Así es de clara vuestra vocación: la de cada uno y la mía. Yo, que soy muy miserable y he ofendido mucho a Nuestro Señor, que no he sabido corresponder y he sido un cobarde, tengo que agradecer a Dios no haber dudado nunca de mi vocación, ni de la divinidad de mi vocación. Vosotros tampoco debéis dudar. Si no, no estarías aquí. Agradecédselo al Señor.

Cuando pasen los años, y yo haya ido a dar cuentas a Dios… «Da mihi rationem villicationis tuæ»4, dame cuenta de tu administración… Era muy joven cuando escribí –y lo repetiré ahora, con paladeo de miel– que Jesús no será mi Juez ni el vuestro: será Jesús, un Dios que perdona.

Cavabianca es uno de tantos puntos de ignición como prenderéis vosotros en el mundo. Lo veis nacer, contribuís trabajando como un obrero más, tantas horas. Así hemos hecho siempre. Invoco en este momento a Chiqui*** –hoy celebraba su santo– para que se asocie con los demás que están en la Casa del Cielo; al Señor le gustará que le tenga presente.

En aquellos tiempos disponíamos de muy pocos muebles. Teníamos ropa, que me habían dado unos grandes almacenes a crédito, para pagarla cuando pudiera. Y no teníamos armarios para guardarla. En el suelo habíamos puesto con mucho cuidado unos papeles de periódico, y encima la ropa: cantidades inmensas. Entonces me parecían inmensas; ahora me parecerían ridículas. Y encima, más papeles, para resguardarla del polvo… ¡Han cambiado un poco las circunstancias, eh! Ahora podéis más, tenéis más medios.

Pues me traje del Rectorado de Santa Isabel un acetre con agua bendita y un hisopo. Mi hermana Carmen me había hecho un roquete espléndido, con un encaje así de grande confeccionado por ella misma con bolillos. También me traje de Santa Isabel una estola y un ritual, y fui bendiciendo la casa vacía: con una solemnidad y alegría, ¡con una seguridad!… Nuestra mayor ilusión era poner el oratorio, cosa que ahora os parece tan fácil; ¿verdad, hijos míos? Y es fácil porque hemos logrado, desde hace muchos años, tener jurídicamente el derecho a poner oratorios semipúblicos con Nuestro Señor reservado. Pero entonces no teníamos derecho a nada.

Había que colocar una especie de baldaquino –lo hicimos de madera– con una tela arriba, porque la Iglesia ordena que se cubra si vive gente encima del lugar donde está el Sagrario. Y el pobre Chiqui llegó en buen momento. Yo, que no le conocía, le dije: ¡hombre, Chiqui, muy bien! Ten, coge este martillo y unos clavos, y ¡hala!, a clavar allí arriba… Por ahí empezó. Era un niño bien, como don Álvaro.

Hijos míos, ya veis que hemos puesto medios divinos; medios que, para la gente de la tierra, no son una cosa proporcionada. Yo lo veo ahora; entonces no me daba cuenta de que era el Espíritu Santo el que nos llevaba y nos traía. No estamos nunca solos: tenemos Maestro y Amigo.

Bien, vamos a dar la bendición. Álvaro, ayúdame.

A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, como en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de estar pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones.

Una mirada atrás… Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías… Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser.

Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Antes de repetir ese grito litúrgico –gratias tibi, Deus, gratias tibi!–, te lo venía diciendo con el corazón. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Que no tenemos motivos más que para dar gracias. No hemos de apurarnos por nada; no hemos de preocuparnos por nada; no hemos de perder la serenidad por ninguna cosa del mundo. Lo estoy diciendo estos días a todos los que vienen de Portugal*: ¡serenos, serenos! Lo están. Que les des serenidad a los hijos míos. Que no la pierdan ni cuando tengan un error de categoría. Si se dan cuenta de que lo han cometido, eso ya es una gracia, una luz del Cielo.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno. Porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís«Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ non sunt»2. Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en toda América, y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias.

Notas
***

* *«proselitismo»: este término, que se ha usado durante siglos como sinónimo de cristianizar, evangelizar o de llevar a cabo una acción misionera, tiene un significado preciso en san Josemaría, inspirado en el Evangelio y en la Tradición de la Iglesia: contagiar y provocar en los demás, los deseos de entregarse al servicio de Jesucristo (N. del E.).

Notas
*

** «Pauper servus et humilis!»: cfr. himno Sacris Solemniis, compuesto por santo Tomás de Aquino para la fiesta del Corpus Chisti (N. del E.).

Notas
1

Dn 6,22.

2

2 Co 2,15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Pr 8,30-31.

2

Sal 73[72],22-23.

3

Flp 3,8.

4

1 Co 4,13.

5

Cfr. Gn 3,14; 18,27; Jn 10,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Gn 41,55.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Lc 2,51.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Cfr. Is 43,1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

Cfr. Lc 16,2.

***

** «Chiqui»: José María Hernández Garnica (1913-1972), uno de los primeros miembros del Opus Dei que recibió la ordenación sacerdotal, y que trabajó mucho en diversos países. Está abierta su causa de canonización (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas

 * «Los que vienen de Portugal»: desde el golpe militar del 25 de abril de 1974 (Revolución de los Claveles), Portugal atravesaba una situación turbulenta. Afortunadamente, la revolución terminaría con una transición democrática pacífica, en 1976 (N. del E.).

2

Cfr. 1 Co 1,27-28. «Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ non sunt»: «[Dios escogió] la necedad del mundo (...) a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada».

Referencias a la Sagrada Escritura