Lista de puntos

Hay 18 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Oración.

Cuando haces oración, mi hijo –no me refiero ahora a esa oración continuada, que abarca el día entero, sino a los dos ratos que dedicamos exclusivamente a tratar con Dios, bien recogidos de todo lo exterior–, cuando empiezas esa meditación, frecuentemente –dependerá de muchas circunstancias– te representas la escena o el misterio que deseas contemplar; después aplicas el entendimiento, y buscas enseguida un diálogo lleno de afectos de amor y de dolor, de acciones de gracias y de deseos de mejora. Por ese camino debes llegar a una oración de quietud, en la que es el Señor quien habla, y tú has de escuchar lo que Dios te diga. ¡Cómo se notan entonces esas mociones interiores y esas reconvenciones, que llenan de ardor el alma!

Para facilitar la oración, conviene materializar hasta lo más espiritual, acudir a la parábola: la enseñanza es divina. La doctrina ha de llegar a nuestra inteligencia y a nuestro corazón, por los sentidos: ahora no te extrañará que yo sea tan aficionado a hablaros de barcas y de mares.

Hijos, hemos subido a la barca de Pedro con Cristo, a esta barca de la Iglesia, que tiene una apariencia frágil y desvencijada, pero que ninguna tormenta puede hacer naufragar. Y en la barca de Pedro, tú y yo hemos de pensar despacio, despacio: Señor, ¿a qué he venido yo a esta barca?

Esta pregunta tiene un contenido particular para ti, desde el momento en que has subido a la barca, a esta barca del Opus Dei, porque te dio la gana, que a mí me parece la más sobrenatural de las razones. Te amo, Señor, porque me da la gana de amarte: este pobre corazón podría haberlo entregado a una criatura… ¡y no! ¡Lo pongo entero, joven, vibrante, noble, limpio, a tus pies, porque me da la gana!

Con el corazón, también le diste a Jesús tu libertad, y tu fin personal ha pasado a ser algo muy secundario. Puedes moverte con libertad dentro de la barca, con la libertad de los hijos de Dios5 que están en la Verdad6, cumpliendo la Voluntad divina7. Pero no puedes olvidar que has de permanecer siempre dentro de los límites de la barca. Y esto porque te dio la gana. Repito lo que os decía ayer o anteayer: si te sales de la barca*, caerás entre las olas del mar, irás a la muerte, perecerás anegado en el océano, y dejarás de estar con Cristo, perdiendo esta compañía que voluntariamente aceptaste, cuando Él te la ofreció.

Piensa, hijo mío, qué grato es a Dios nuestro Señor el incienso que se quema en su honor. Piensa en lo poco que valen las cosas de la tierra, que apenas comienzan y ya se acaban. Piensa que todos los hombres somos nada: «Pulvis es, et in pulverem reverteris»8; volveremos a ser como el polvo del camino. Pero lo extraordinario es que, a pesar de eso, no vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios. ¡Esto es lo que nos mueve!

Por lo tanto, si tu soberbia te susurra: aquí pasas inadvertido, con tus talentos extraordinarios…, aquí no vas a dar todo el fruto que podrías…, que te vas a malograr, a agotar inútilmente… Tú, que has subido a la barca de la Obra porque te dio la gana, porque inequívocamente te llamó Dios –«nadie puede venir a Mí, si el Padre que me envió no le atrae»9–, has de corresponder a esa gracia quemándote, haciendo que nuestro sacrificio gustoso, nuestra entrega sea una ofrenda: ¡un holocausto!

Hijo mío, ya te has persuadido, con esta parábola, de que si quieres tener vida, y vida eterna, y honor eterno; si quieres la felicidad eterna, no puedes salir de la barca, y debes prescindir en muchos casos de tu fin personal. Yo no tengo otro fin que el corporativo: la obediencia.

¡Qué hermoso es obedecer! Pero sigamos con la parábola. Ya estamos en esta barca vieja, que lleva veinte siglos navegando sin hundirse; en esta barca de la entrega, de la dedicación al servicio de Dios. Y en esta barca, pobre, humilde, te acuerdas de que tú tienes un avión, que puedes manejar perfectamente, y piensas: ¡qué lejos puedo llegar! ¡Pues, vete, vete a un portaviones, que aquí tu avión no hace falta! Tened esto muy claro: nuestra perseverancia es fruto de nuestra libertad, de nuestra entrega, de nuestro amor, y exige una dedicación completa. Dentro de la barca no se puede hacer lo que nos venga en gana. Si toda la carga que está en sus bodegas se amontona en un mismo punto, la barca se hunde; si todos los marineros abandonan su quehacer concreto, la pobre barquichuela se pierde. Es necesaria la obediencia, y las personas y las cosas deben estar donde se dispone que estén.

Hijo mío, convéncete de ahora para siempre, convéncete de que salir de la barca es la muerte. Y de que, para estar en la barca, se necesita rendir el juicio. Es necesaria una honda labor de humildad: entregarse, quemarse, hacerse holocausto.

«Conviene orar perseverantemente y no desfallecer»1. La oración, hijos, es el fundamento de toda labor sobrenatural.

Mirad a Jesucristo, que es nuestro modelo. ¿Qué hace en las grandes ocasiones? ¿Qué nos dice de Él el Santo Evangelio? Antes de iniciar su vida pública se retira «cuarenta días con cuarenta noches»2 al desierto, para rezar. Después, cuando va a escoger definitivamente a los primeros Doce, cuenta San Lucas que «pasó toda la noche haciendo oración a Dios»3. Y ante la tumba ya abierta de Lázaro, «levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, gracias te doy porque me has oído»4. ¿Y qué hace en la intimidad de la Última Cena, en la angustia de Getsemaní, en la soledad de la Cruz? Con los brazos extendidos habla también con el Padre.

Contemplad ahora a su Madre bendita: ¿qué ejemplo nos ha dejado? Cuando el Arcángel va a comunicarle la divina embajada, la encuentra retirada en oración. ¿Y los primeros cristianos? Los Hechos de los Apóstoles nos han transmitido una escena que a mí me enamora, porque es un ejemplo vivo para nosotros; por eso la he hecho grabar en tantos oratorios y en otros lugares: «Perseveraban todos en las enseñanzas de los Apóstoles, y en la comunicación de la fracción del pan, y en la oración»5.

¿Qué han hecho, hijo mío, todos los santos? Pienso que no ha habido uno solo sin oración; ninguno ha llegado a los altares sin que haya sido alma de oración.

Hay muchas maneras de orar. Yo quiero para vosotros la oración de los hijos de Dios; no la oración de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús aquello de que «no todo el que dice: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos»6. Nosotros hacemos la voluntad de su Padre, después de haber hecho la dedicación de nuestra vida. Nuestra oración, nuestro clamar: ¡Señor!, ¡Señor!, va unido al deseo eficaz de cumplir la Voluntad de Dios. Ese clamor se manifiesta en mil formas diversas: eso es oración, y eso es lo que yo quiero para vosotros.

¡Hijo de mi alma! Si tú, en estos días de retiro, piensas despacio lo que te dicen los hermanos tuyos sacerdotes que dirigen las meditaciones; si haces un examen serio, definitivo, de tu vida pasada; si concluyes con el propósito ¡firme! de procurar vivir en oración, de buscar la conversación amorosa con el Amor eterno; te aseguro que llegarás a ser lo que el Señor desea de ti: un alma que da consuelo y que es eficaz a la hora del apostolado.

Tú has vivido bien las primeras nociones que aprendiste sobre la oración, cuando comenzaste a recibir la dirección espiritual que se imparte en nuestro Opus Dei. Luego, has ido escuchando a tus hermanos tantos consejos maravillosos, que has procurado poner en práctica. Y ahora, después de los años –muchos o pocos– que llevas trabajando por el Señor, el Padre vuelve a insistirte de nuevo en la oración. ¿Por qué? Porque, para ser santo, hijo, hay que rezar: no tengo otra receta para alcanzar la santidad.

Si no lo has experimentado ya, verás cómo te ocurrirá que, al cumplir las Normas, sin darte cuenta, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, estás haciendo oración: actos de amor, actos de desagravio, acciones de gracias; con el corazón, con la boca, con las pequeñas mortificaciones que encienden el alma.

No son cosas que puedan considerarse pequeñeces: son oración constante, diálogo de amor. Una práctica que no te producirá ninguna deformación psicológica, porque para un cristiano debe ser algo tan natural y espontáneo como el latir del corazón.

Cuando todo eso sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, que no me dejes! Y ese Dios, «manso y humilde de corazón»7, ¿cómo va a decirte que no?

Yo quiero que toda nuestra vida sea oración: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo… y ante el desconsuelo de perder una vida querida. Ante todo, enseguida, la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de tu alma.

Para eso, hijo, debes tener una disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Varonilmente, has de tener horror, recio horror al pecado grave. Y también la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado.

Dios preside nuestra oración, y tú, hijo mío, estás hablando con Él como se habla con un hermano, con un amigo, con un padre: lleno de confianza. Dile: ¡Señor, que eres toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia, sé que Tú me escuchas! Por eso me enamoro de Ti, con la tosquedad de mis maneras, de mis pobres manos ajadas por el polvo del camino. De este modo es gustosa la abnegación, es alegre lo que quizá antes humillaba, y es feliz la vida de entrega. ¡Saberse tan cerca de Dios! Por eso, pase lo que pase, estoy firme, seguro contigo, que eres la roca y la fortaleza8.

Padre –me estás como diciendo al oído–, pero eso que nos dice, por una parte es algo muy sabido, y por otra parece tan arduo… Y volveré a repetirte que es preciso ser alma de oración. Sólo así se puede ser feliz, aun cuando te desconozcan, aunque te encuentres grandes dificultades en el camino.

El Señor te quiere feliz en la tierra. Feliz también cuando quizá te maltraten y te deshonren. Mucha gente a alborotar: se ha puesto de moda escupir sobre ti, que eres «omnium peripsema»9, como basura…

Eso, hijo, cuesta; cuesta mucho. Es duro hasta que –por fin– un hombre se acerca al Sagrario y se ve considerado como toda la porquería del mundo, como un pobre gusano, y dice de verdad: Señor, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo, para qué la quiero? Hasta entonces, no sabe el hijo de Dios lo que es ser feliz: hasta llegar a esa desnudez, a esa entrega, que es de amor, pero fundamentada en el dolor y en la penitencia.

No quisiera que todo lo que te estoy diciendo, hijo mío, pasara como una tormenta de verano: cuatro goterones, luego el sol y, al rato, la sequedad otra vez. No, esta agua tiene que entrar en tu alma, formar poso, eficacia divina. Y eso sólo lo conseguirás si no me dejas a mí, que soy tu Padre, hacer la oración solo. Este rato de charla que hacemos juntos, pegadicos al Sagrario, producirá en ti una huella fecunda si, mientras yo hablo, tú hablas también en tu interior. Mientras yo trato de desarrollar un pensamiento común que a cada uno de vosotros haga bien, tú, paralelamente, vas sacando otros pensamientos más íntimos, personales. De una parte, te llenas de vergüenza, porque no has sabido ser hombre de Dios plenamente; y, por otra parte, te llenas de agradecimiento, porque a pesar de todo has sido elegido con vocación divina, y sabes que no te faltará nunca la gracia del cielo. Dios te ha concedido el don de la llamada, escogiéndote desde la eternidad, y ha hecho resonar en tus oídos aquellas palabras que a mí me saben a miel y a panal: «Redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu!»10. Eres suyo, del Señor. Si te ha hecho esa gracia, te concederá también toda la ayuda que necesites para ser fiel como hijo suyo en el Opus Dei.

Con esta lealtad que tienes, hijo mío, procurarás mejorar cada día, y serás un modelo viviente del hombre del Opus Dei. Así lo deseo, así lo creo, así lo espero. Tú, después que has oído hablar al Padre de este espíritu nuestro de almas contemplativas, vas a esforzarte por serlo de verdad. Pídeselo ahora a Jesús: ¡Señor, mete estas verdades en la vida mía, no sólo en la cabeza, sino en la realidad de mi modo de ser! Si lo haces así, hijo, te aseguro que te ahorrarás muchas penas y disgustos.

4e ¡Cuántas tonterías, cuántas contrariedades desaparecen inmediatamente, si nos acercamos a Dios en la oración! Ir a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa…, y enseguida, luz. Nos damos cuenta muchas veces de que las dificultades nos las creamos nosotros mismos. Tú, que te crees de un valor excepcional, con unas cualidades extraordinarias, y cuando los demás no lo reconocen así te sientes humillado, ofendido… Acude enseguida a la oración: ¡Señor!… Y rectifica; nunca es tarde para rectificar, pero rectifica ahora mismo. Sabrás entonces lo que es ser feliz, aunque notes todavía en las alas el barro que se está secando, como un ave que ha caído por tierra. Con la mortificación y la penitencia, con el afán de fastidiarte para hacer más amable la vida a tus hermanos, caerá ese barro, y –perdona la comparación que se me viene ahora a la cabeza– serán tus alas como las de un ángel, limpias, brillantes, y ¡a subir!

¿Verdad, hijo mío, que vas haciendo tus propósitos concretos? ¿Verdad que en la charla fraterna y en la confesión, vividas con el sentido sobrenatural que se os enseña, irás viéndote como eres, cara a Dios, con humildad? En la dirección espiritual no dejes nunca de tratar de tu vida de oración, de cómo va la presencia de Dios, de cómo es tu espíritu contemplativo.

Vamos a seguir ahora, hijos, con dos textos de la Sagrada Escritura: de San Lucas, uno; el otro de San Juan. El Señor entre barcas y redes halló a sus primeros discípulos, y muchas veces comparaba la labor de almas con las faenas pesqueras.

¿Te acuerdas de aquella pesca milagrosa, cuando se rompían las redes?3. En ocasiones, en la labor apostólica también se rompe la red por nuestra imperfección, y, aun cuando sea abundante, la pesca no es todo lo numerosa que podría ser.

A esa pesca apostólica, abierta a todas las almas, podríamos aplicar aquel texto de San Mateo, que habla de «una red barredera, que echada en el mar, allega todo género de peces»4, de cualquier tamaño y calidad, porque en sus mallas cabe todo lo que nada en las aguas del mar. Esa red no se rompe, hijo mío, porque no hemos sido ni tú ni yo, sino nuestra Madre buena, la Obra, la que se ha puesto a pescar.

Pero no quería hablarte ahora de esa pesca, ni de esa red inmensa. Deseo hacerte considerar más bien la que, en el capítulo XXI, cuenta San Juan: cuando Simón Pedro sacó a tierra, y puso a los pies de Jesús, una red «llena de ciento cincuenta y tres peces grandes»5. En esa red de peces grandes, escogidos, te metió Cristo con la gracia soberana de la vocación. Quizá una mirada de su Madre le conmovió hasta el extremo de concederte, por la mano inmaculada de la Santísima Virgen, ese don grandioso.

Hijos míos, mirad que todos estamos metidos en una misma red, y la red dentro de la barca, que es el Opus Dei, con su criterio maravilloso de humildad, de entrega, de trabajo, de amor. ¿No es hermoso esto, hijos míos? ¿Acaso tú lo has merecido?

Este es el momento de volver a decir: ¡me dejaré meter en la barca, me dejaré cortar, rajar, romper, pulir, comer! ¡Me entrego! ¡Díselo de veras! Porque luego resulta que, a veces, por tu soberbia, cuando se te hace una indicación que es para tu santidad, parece como si te rebelaras: porque tienes en más tu juicio propio –que no puede ser certero, porque nadie es buen juez en causa propia– que el juicio de los Directores; porque te molesta la indicación cariñosa de tus hermanos, cuando te hacen la corrección fraterna…

¡Que te entregues, que te des! Pero dile a Jesucristo: ¡tengo esta experiencia de la soberbia! ¡Señor, hazme humilde! Y Él te responderá: pues, para ser humilde, trátame, y así me conocerás y te conocerás. Cúmpleme esas Normas que Yo, a través de tu Fundador, te he dado. Cúmpleme esas Normas. Sé fiel a tu vida interior, sé alma de oración, sé alma de sacrificio. Y, a pesar de los pesares, que en esta vida no faltan, te haré feliz.

Hijo mío, sigue con tu oración personalísima, que no necesita del sonido de palabras. Y habla con el Señor así, cara a cara, tú y Él a solas. Lo contrario es muy cómodo. En el anonimato la gente se atreve a mil cosas que no osaría hacer a solas. Aquella persona encogida, cobarde, cuando está en medio de la multitud no se recata en coger un puñado de barro y arrojarlo. Yo deseo que tú, mi hijo, en la soledad de tu corazón –que es una soledad bien acompañada– te encares con tu Padre Dios y le digas: ¡me entrego!

¡Sé audaz, sé valiente, sé osado! Continúa con tu oración personal y comprométete: ¡Señor, ya no más! No más tardanzas, no más poner dificultades, no más resistencias a tu gracia; deseo ser esa buena levadura que haga fermentar toda la masa.

Después de esta oración preparatoria, que es un acto de fe, que es un acto de amor de Dios, un acto de arrepentimiento, un acto de esperanza –‟creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes; te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados”–, que es una acción de gracias, que es un acto de devoción a la Madre de Dios… Después de esta oración preparatoria, que ya es oración mental, nos vamos a meter, como todas las mañanas, como todas las tardes, en una consideración para ser mejores.

Hijos míos: hoy, que empieza el nuevo año litúrgico con un tiempo lleno de afecto hacia el Redentor, es buen día para que nosotros recomencemos. ¿Recomenzar? Sí, recomenzar. Yo –me imagino que tú también– recomienzo cada día, cada hora, cada vez que hago un acto de contrición recomienzo.

«Ad te Domine levavi animam meam: Deus meus, in te confido, non erubescam»1; a Ti, Señor, levanté mi alma: Dios mío, en Ti confío; no sea yo avergonzado. ¿No es la fortaleza del Opus Dei, esta confianza en el Señor? A lo largo de muchos años, así ha sido nuestra oración, en el momento de la incomprensión, de una incomprensión casi brutal: «Non erubescam!» Pero no somos sólo nosotros los incomprendidos. La incomprensión la padecen todas las personas, físicas y morales. No hay nadie en el mundo que, con razón o sin ella, no diga que es un incomprendido: incomprendido por el pariente, por el amigo, por el vecino, por el colega… Pero si va con rectitud de intención, dirá enseguida: «Ad te levavi animam meam». Y continuará con el salmista: «Etenim universi, qui te exspectant, non confundentur»2, porque todos los que esperan en Ti, no quedarán confundidos.

«In te confido»… Ya no se trata de incomprensión, sino de personas que odian, de la mala intención de algunos. Hace años no me lo creía, ahora sí: «Neque irrideant me inimici mei»3. Hijo mío, hijo de mi alma, dale gracias al Señor porque ha puesto en la boca del salmista estas palabras, que nos llenan de la fortaleza mejor fundada. Y piensa en las veces que te has sentido turbado, que has perdido la tranquilidad, porque no has sabido acudir a este Señor –Deus tuus, Dios tuyo– y confiar en Él: no se burlarán de ti esas gentes.

Luego, ahí, en esa lucha interna del alma, y en aquella otra por la gloria de Dios, por llevar a cabo apostolados eficaces en servicio de Dios y de las almas, de la Iglesia. En esas luchas, ¡fe, confianza! “Pero, Padre –me dirás–, ¿y mis pecados?” Y te contestaré: ¿y los míos? «Ne respicias peccata nostra, sed fidem»4. Y recordaremos otras palabras de la Escritura: «Quia tu es, Deus, fortitudo mea»5: ya no tengo miedo porque Tú, Señor, miras mi fe, más que mis miserias, y eres mi fortaleza; porque estos hijos míos –yo os presento a Dios, a todos vosotros– son también la fortaleza mía. Fuertes, decididos, seguros, serenos, ¡victoriosos!

Pero humildes, humildes. Porque conocemos muy bien el barro de que estamos hechos, y percibimos al menos un poquito de nuestra soberbia, y un poquito de nuestra sensualidad… Y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe, a nuestra esperanza y a nuestro amor! Y tendremos serenidad. Barruntaremos, en una palabra, que somos más hijos de Dios, y seremos capaces de tirar para adelante en este nuevo año. Nos sentiremos hijos del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo.

Ciertamente a nosotros el Señor nos ha enseñado el camino del Cielo, y de igual manera que dio al Profeta aquel pan cocido debajo de las cenizas6, así nos lo ha dado a nosotros, para seguir adelante en el camino. Camino que puede ser del hombre santo, o del hombre tibio, o –no lo quiero pensar– del hombre malo. «Vias tuas, Domine, demonstra mihi; et semitas tuas edoce me»7: muéstrame, Señor, tus caminos y enséñame tus sendas. El Señor nos ha enseñado el camino de la santidad. ¿Quieres pensar un poco en todo esto?

Cuando hago mi oración en voz alta es, como siempre, para que la sigáis por vuestra cuenta y aprovechemos todos un poquito, queriendo buscar la raíz de la vida mía: cómo Dios Nuestro Señor fue preparando las cosas para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo.

Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome en libertad muy grande desde chico, vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un colegio de religiosas, y desde los siete a uno de religiosos.

¿Qué vamos a hacer nosotros hoy, el día en que los hombres celebran la fiesta de Navidad? En primer lugar una oración filial que nos sale de maravilla, porque nos sabemos hijos de Dios, hijos muy queridos de Dios.

Esto dice San Pablo a los de Corinto: «Si qua ergo in Christo nova creatura, vetera transierunt: ecce facta sunt omnia nova. Omnia autem ex Deo, qui nos reconciliavit sibi per Christum»1. Si alguna criatura está en Cristo, ya han salido fuera todas las cosas sucias, todas las cosas viejas, todo lo que mancha, todo lo que hace sufrir. Desde ahora, vida nueva de verdad. Se lo hemos dicho tantas veces y parece que nos hemos quedado tan sólo con los deseos. Pero siempre hemos avanzado un poquito más. Y esta noche el Señor, por su Madre, nos mandará tantas gracias nuevas: para que aumentemos en el amor y en la filiación divina.

Hemos de pedir al Señor que sepamos discernir lo que es para gloria suya de aquello que le ofende; que conozcamos lo que es para bien de las criaturas, y lo que es para mal; lo que va a hacernos felices, y lo que nos va a arrancar la felicidad, la felicidad eterna y la relativa que podemos alcanzar en esta tierra.

Y ¿por qué debemos orar siempre? Nos lo dice el Señor con Jeremías: «Orabitis me, et ego exaudiam vos»8. Siempre que acudáis a mí, siempre que hagáis oración, Yo os escucharé. «Exaudi, Domine, vocem meam»9. Yo estaré con mi oído atento. El mismo Cristo Jesús, que es nuestro modelo, llama al Padre. Él, que estaba unidísimo –es imposible separarle del Padre y del Espíritu Santo–, ¿veis cómo levanta el corazón a su Padre, antes de cada milagro? Y cuando iba a escoger los primeros discípulos, pasó la noche en oración, «pernoctans in oratione»10.

Por lo tanto debemos orar y orar siempre: son dos propósitos de esta noche. ¿Y cómo vamos a orar? Orar con acción de gracias. Demos gracias a Dios Padre, demos gracias a Jesús, que se hizo niño por nuestros pecados; que se abandonó, sufriendo en Belén y en la Cruz con los brazos abiertos, extendidos, con gesto de Sacerdote Eterno. A mí no me gusta ver una imagen de Jesucristo encogida en la Cruz, encrespado, como rabioso. ¡Eso no es! Padecía como hombre por nuestros pecados, y sentía todos los dolores: de los azotes, de la coronación de espinas, y de las bofetadas, y de la burla… Pero está en la Cruz, con la dignidad de Sacerdote Eterno, sin padre ni madre, sin genealogía. Allí se entrega, sufriendo por amor. Le doy gracias porque por Él, con Él y en Él, yo me puedo llamar hijo de Dios. Este es otro punto que hay que considerar: la acción de gracias, a pesar de nuestras miserias, a pesar de nuestros pecados.

Y también la petición. ¿Qué hemos de pedir? ¿Qué pide un niño a su padre? Papá…, ¡la luna!: cosas absurdas. «Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá»11. ¿Qué no podemos pedir a Dios? A nuestros padres les hemos pedido todo. Pedid la luna y os la dará; pedidle sin miedo todo lo que queráis. Él siempre os lo dará, de una manera o de otra. Pedid con confianza. «Quærite primum regnum Dei…»12. Buscad primero lo que es para gloria de Dios y lo que es de justicia para las almas, lo que las une, lo que las eleva, lo que las hermana. ¡Y todo lo demás nos lo dará Él por añadidura!

Hijos míos, yo he terminado. No he dicho nada mío. Todo está en la Sagrada Escritura: es espíritu de Jesucristo, y Él lo ha querido para su Obra.

Que tengáis buena Pascua de Navidad, como dicen en mi tierra. Que Dios os bendiga. Ahora, antes de marchar, os doy la bendición.

Los hijos míos y yo debemos ser en el mundo, en medio de la calle, en medio de nuestro trabajo profesional, cada uno en lo suyo, almas contemplativas, almas que estén constantemente hablando

con el Señor, ante lo que parece bueno y ante lo que parece malo: porque, para un hijo de Dios, todo está dispuesto para nuestro bien. A la gente todo le parece excesivo, si lo que viene no es bueno; para nosotros, tratando a Jesús, teniendo intimidad con Jesucristo, Nuestro Señor y nuestro Amor, no hay contradicciones ni sucesos malos: omnia in bonum!1.

Intimidad con Cristo quiere decir ser almas de oración. Tenéis que aprender a tratar al Señor, desde por la mañana hasta por la noche; debéis aprender a rezar durante todo el día. ¡Veréis qué consuelo, veréis qué alegría, qué bien andaréis! Además, lo quiere Él. Tengo aquí, recogidos en la agenda, unos textos de la Escritura que suelo leer y meditar mucho. Me gustaría que hicierais lo mismo. Porque, si yo os digo que conviene tratar a Nuestro Señor en la oración, ya es una cosa: soy un sacerdote anciano, tengo casi setenta años. Además, soy el Padre que el Señor ha escogido para vosotros en la tierra, aquí, en esta gran familia de la Obra; os quiero con toda mi alma, y no puedo deciros una cosa por otra… Pero –sobre todo– mirad, no os lo digo yo solo: es el Señor mismo quien nos lo dice:

«Et omnia quæcumque petieritis in oratione credentes accipietis»2. Lo escribe San Mateo: todo lo que me pidáis en la oración, teniendo fe, todo lo tendréis. Y nosotros necesitamos muchas cosas. Esta familia del Opus Dei, extendida por todo el mundo, necesita muchas bendiciones de Dios dentro del año que viene. Vamos a pedir con toda el alma, con toda la fe, diciéndole con cariño al Señor, cada uno en la soledad acompañada del corazón: Jesús, que queremos esto… Vosotros decís: queremos lo que quiera el Padre, y acabáis antes, ¿no? Porque yo, además, quiero lo que quiere Él; así que está en un compromiso tremendo.

«Iterum dico vobis –nos dice San Mateo– quia, si duo ex vobis consenserint super terram, de omni re quamcumque petierint fiet illis a Patre meo qui in cælis est»3. Basta que haya dos que se pongan de acuerdo para pedir, y nosotros somos miles que estamos pidiendo lo mismo. ¡Qué seguridad hemos de tener! ¡Qué esperanza más segura! Una esperanza verdaderamente divina, sobrenatural, porque está fundamentada en el Amor, en la fe y en las palabras de Jesucristo mismo.

Hijos míos, «omnia quæcumque orantes petitis, credite quia accipietis, et evenient vobis»5. Es de San Marcos: todo lo que pidáis en la oración, ¡todo!, creed que se os dará. ¡Juntos a pedir! ¿Y cómo se pide a Dios nuestro Señor? Como se pide a una madre, como se pide a un hermano: unas veces con una mirada, otras veces con un gesto, otras portándonos bien, para que estén contentos, para mostrarles cariño; otras veces con la lengua. Pues así: pedid así. Todos los procedimientos humanos de entenderse con otra persona hemos de ponerlos nosotros, para hacer oración y tratar a Dios.

San Lucas: «Omnis enim qui petit accipit, et qui quærit invenit, et pulsanti aperietur»6. A todo aquel que pide algo, el Señor lo escucha; pero hay que pedir con fe, ya he dicho antes, y más si somos por lo menos dos, y aquí somos tantos millares.

«Si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis»7. Esto es de San Juan: si pedís cualquier cosa al Padre en mi nombre, os la dará; en el nombre de Jesús. Cuando lo recibáis en la Eucaristía cada día, decidle: Señor, en tu nombre yo le pido al Padre… Y le pedís todo eso que conviene para que podamos mejor servir a la Iglesia de Dios, y mejor trabajar para la gloria del Señor: del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; de la Beatísima Trinidad, único Dios.

«Petite et accipietis, ut gaudium vestrum sit plenum»8: pedid, recibiréis y os llenaréis de alegría. Este gaudium cum pace* que pedimos cada día al Señor en nuestras Preces, es una realidad en la vida de un hijo de Dios que se porta –con sus luchas, con sus pequeñeces, con sus errores; yo tengo tantos errores…, vosotros tendréis algunos–, que se porta bien con el Señor, porque le ama, porque le quiere. A este hijo mío necesariamente le dará lo que pide y, además, una alegría que ninguna cosa de la tierra le podrá llevar del corazón.

Han llegado los Magos a Belén. Los evangelios apócrifos, que merecen de ordinario una consideración piadosa, aunque no merezcan fe, cuentan cómo ponen sus dones a los pies del Niño; cómo le adoran sin recatarse, cuando encuentran al Rey que están buscando, no en un palacio real, ni rodeado de numerosa servidumbre, sino en un pesebre, entre un buey y una mula, envuelto en unos pañales, en brazos de su Madre y de San José, como una criatura más que acaba de venir al mundo.

San Mateo, en el pasaje de su Evangelio que hoy nos propone la Iglesia, termina diciendo: «Y habiendo recibido en sueños un aviso para que no volviesen a Herodes, regresaron a su país por otro camino»5. Unos hombres extraordinarios en su tiempo, poseedores de una ciencia reconocida, hacen caso de un sueño. Otra vez es poco lógico su comportamiento. ¡Tantas cosas humanamente ilógicas, pero llenas de la lógica de Dios, hay también en nuestra vida!

Hijos míos, vamos a acercarnos al grupo formado por esta trinidad de la tierra: Jesús, María, José. Yo me meto en un rincón; no me atrevo a acercarme a Jesús, porque todas las miserias mías se ponen de pie: las pasadas, las presentes. Me da como vergüenza, pero entiendo también que Cristo Jesús me echa una mirada de cariño. Entonces me acerco a su Madre y a San José, este hombre tan ignorado durante siglos, que le sirvió de padre en la tierra. Y a Jesús le digo: Señor, quisiera ser tuyo de verdad, que mis pensamientos, mis obras, mi vivir entero fueran tuyos. Pero ya ves: esta pobre miseria humana me ha hecho ir de aquí para allá tantas veces…

Me hubiese gustado ser tuyo desde el primer momento: desde el primer latido de mi corazón, desde el primer instante en el que la razón mía comenzó a ejercitarse. No soy digno de ser –y sin tu ayuda no llegaré a serlo nunca– tu hermano, tu hijo y tu amor. Tú sí que eres mi hermano y mi amor, y también soy tu hijo.

Y si no puedo coger a Cristo y abrazarlo contra mi pecho, me haré pequeño. Esto sí que podemos hacerlo, y cabe dentro del espíritu nuestro, de nuestro aire de familia. Me haré pequeño e iré a María. Si Ella tiene sobre su brazo derecho a su Hijo Jesús, yo, que soy hijo suyo también, tendré allí también un sitio. La Madre de Dios me cogerá con el otro brazo, y nos apretará juntos contra su pecho.

Perdonad, hijos míos, que os diga estas cosas que parecen tonterías. Pero, ¿acaso no somos contemplativos? Una consideración de éstas nos puede ayudar, si hace falta, a recobrar la vida; nos puede llenar de tantos consuelos y de tanta fortaleza.

Delante del Señor y, sobre todo, delante del Señor Niño, inerme, necesitado, todo será pureza; y veré que si bien tengo, como todos los hombres, la posibilidad brutal de ofenderle, de ser una bestia, esto no es una vergüenza si nos sirve para luchar, para que manifestemos el amor; si es ocasión para que sepamos tratar de un modo fraterno a todos los hombres, a todas las criaturas.

Es necesario hacer continuamente un acto de contrición, de reforma, de mejora: ascensiones sucesivas. Sí, Señor que nos escuchas; Tú has permitido, después de que la raza humana cayó con nuestros primeros padres, la bestialidad de esta criatura que se llama hombre. Por eso, si alguna vez no puedo estar en los brazos de tu Madre, junto a Ti, me pondré junto a esa mula y a ese buey, que te acompañaron en el portal. Seré el perro de la familia. Allí estaré mirándote con ojos tiernos, tratando como de defender aquel hogar. Así encontraré a tu lado el calor que purifica, el amor de Dios que hace, de la bestia que todos los hombres tenemos dentro, un hijo de Dios, algo que no es comparable con ninguna grandeza de la tierra.

Es la vida nuestra, hijos míos, la vida de un borriquito noble y bueno, que a veces se revuelca por el suelo, con las patas para arriba, y da sus rebuznos. Pero que de ordinario es fiel, lleva la carga que le ponen, y se conforma con una comida, siempre la misma, austera y no abundante; y tiene la piel dura para trabajar. Me ha conmovido la figura del borriquito, que es leal y no tira la carga. Soy un borriquito, Señor; aquí estoy. No creáis, hijos míos, que esto es una necedad. No lo es. Os estoy planteando el modo de orar que empleo yo, y que va bien.

Y presto mis espaldas a la Madre de Dios, que lleva en brazos a su Hijo, y nos vamos a Egipto. Más tarde le prestaré de nuevo mis espaldas para que se siente Él encima: «Perfectus Deus, perfectus Homo!»6.Y me convertiré en el trono de Dios.

¡Qué paz me dan estas consideraciones! Qué paz nos debe dar saber que nos perdona siempre el Señor, que nos ama tanto, que conoce tanto de las flaquezas humanas, que sabe de qué barro tan vil estamos hechos. Pero también sabe que nos ha inspirado un soplo, la vida, que es divino. Por encima de este don, que pertenece al orden de la naturaleza, el Señor nos ha infundido la gracia, que nos permite vivir su misma vida. Y nos da los sacramentos, acueductos de esa divina gracia: en primer lugar, el bautismo, por el que entramos a formar parte de la familia de Dios.

No puedo ocultaros, hijos míos, que sufro cuando veo que mandan retrasar la administración del bautismo a los niños, cuando compruebo que algunos se niegan a bautizarlos sin una serie de garantías, que muchos padres difícilmente podrán dar. Así los dejan paganos, «hijos de la ira»7, esclavos de Satanás. Sufro mucho cuando observo que se retrasa deliberadamente el bautismo de los recién nacidos, porque prefieren celebrar más tarde una ceremonia que llaman comunitaria, con muchos niños a la vez, como si Dios necesitara de eso para aposentarse en cada alma.

Pienso entonces en mis padres, que fueron bautizados el mismo día en que nacieron, habiendo nacido sanos. Y mis abuelos eran sencillamente unos buenos cristianos. Ahora, sin embargo, algunos que se llaman autoridad enseñan al rebaño de Dios a comportarse, desde el principio, con una frialdad de malos creyentes.

Un recuerdo a nuestros difuntos, pienso en mis padres –a los que hemos hecho sufrir sin culpa suya, aunque a veces era necesario–, para que el Señor se lo pague con generosidad en el Cielo. Pensemos en aquellos hermanos nuestros que ya están en la Gloria. Yo les pido, puesto que pertenecen a la Iglesia triunfante –¡sí, señor, triunfante!, no es verdad que no lo sea–, que se unan a los que están en el Purgatorio y nos ayuden a nosotros a dar gracias, a los que vamos de camino en la tierra y corremos –por tanto– el riesgo de no llegar.

Siempre un ritornello: ut sit!, ut sit!, ut sit! Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Sufrimos, pero no somos infelices: vivimos con la felicidad de contar con tu ayuda. Pro universis beneficiis tuis, etiam ignotis. No tengo nada: ni condiciones humanas, ni honra, ni méritos… Pero entonces Tú me lo concedes todo: cuando quieres, como quieres. ¡Dios mío, eres Amor!

No sigáis el hilo de lo que voy diciendo, hijos míos, más que marginalmente. Que cada uno haga la oración que más le convenga. En la Obra caben todos los caminos personales que llevan a Dios.

Estamos preocupados por tu Iglesia Santa. La Obra no me causa preocupación: está llena de flores y de frutos. Es un bosque frondoso que se trasplanta fácilmente, y arraiga en todos los lugares, en todas las razas, en todas las familias. ¡Cuarenta y cuatro años! No me causa preocupación la Obra, pero ¿cómo no me he muerto mil veces? Me parece que he soñado: un sueño sin el colorido de aquella tierra parda de Castilla, ni tampoco el de mi buena tierra aragonesa. En este sueño me he quedado corto, porque Tú, Señor, siempre concedes más. De la boca mía, de esta boca manchada, es justo que en tantas ocasiones mis hijos escuchen palabras para soñar generosamente, con el desbordarse de este río inmenso, fluvium pacis1, por todo el mundo. Soñad, y os quedaréis siempre cortos.

Señor, te sientes contento cuando acudimos a Ti con nuestra lepra, con nuestra flaqueza, con nuestro dolor y nuestro arrepentimiento; cuando te mostramos nuestras llagas para que nos cures, para que hagas desaparecer la fealdad de nuestra vida. ¡Bendito seas!

Haz que todos mis hijos entiendan que tenemos obligación de desagraviarte, aun cuando estemos hechos de lodo seco, y nos rompamos alguna vez, y sea necesario que los demás nos sostengan. Ayúdanos a ser fieles a nuestros compromisos de amor, porque eres Tú la fortaleza que necesita nuestra flojera, sobre todo cuando se vive en medio de la crueldad de los enemigos en batalla.

Yo hago el propósito de recorrer de nuevo, en viaje de penitencia, en acción de gracias, cinco santuarios marianos, cuando Tú te dignes poner –comenzar a poner– remedio. Ya sé que lo primero que Tú quieres es que acudamos a tu Madre –«Ecce Mater tua!»24– y Madre nuestra. Acudiré con espíritu de amor y de agradecimiento y de reparación, sin espectáculo.

Haz que seamos duros con nosotros mismos, y comprensivos con los demás. Haz que no nos cansemos de sembrar la buena doctrina en el corazón de las almas, «opportune et importune»25, a toda hora, con nuestro pensamiento, que nos lleva a ponernos en tu presencia; con nuestros deseos ardientes, con nuestra palabra tempestiva, con nuestra vida de hijos tuyos.

Haz que metamos en las conciencias de todos la posibilidad espléndida, maravillosa, de vivir tratándote, sin sensiblerías. Lo que Tú nos das, ¿lo busco yo con alegría? ¡Señor, bendito seas! Si no quieres, no nos des ese consuelo, pero no podemos pensar que es cosa mala desearlo. Es cosa buena, como cuando apetecemos el sabor de una fruta, de un alimento. Hijos, poner ese aliciente es parte del modo de obrar de Dios.

Haz que no nos falten las divinas consolaciones, y que cuando Tú quieras que estemos sin ellas, comprendamos que nos tratas como a adultos, que no nos das la leche que se da al recién nacido, o la papilla que alimenta a la criatura que tiene apenas los primeros dientes. Concédenos la serenidad de entender que nos proporcionas el sustento sólido, de los que ya pueden por su cuenta manejarse. Pero te suplico que te dignes concedernos una dedada de miel, porque el momento es tan penoso para todos.

Te pido por la mediación de Santa María, poniendo por abogado a mi Padre y Señor San José, invocando a los Ángeles y a los Santos todos, a las almas que están en tu gloria y gozan de la visión beatífica, que intercedan por nosotros, para que tú nos mandes los dones del Espíritu Santo.

Te ruego también que nos demos cuenta de que eres Tú el que vienes en el Sacramento del Altar y que, cuando desaparecen las especies, Tú, Dios mío, no te vas: ¡te quedas! Comienza en nosotros la acción del Paráclito, y nunca una Persona está sola: están las Tres, el Dios Único. Este cuerpo y esta alma nuestra, esta pobre criatura, este pobre hombre que soy yo, que sepa siempre que es como un Sagrario en el que se asienta la Trinidad Beatísima.

Hijas e hijos míos, decid conmigo: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo, creo en la Santísima Trinidad. Y con la ayuda de mi Madre, Santa María, lucharé para tener tanto amor que llegue a ser, en este desierto, un gran oasis donde Dios se pueda recrear. «Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies!»26. No desoye el Señor a los corazones penitentes y humildes.

Santidad personal: esto es lo importante, hijas e hijos míos, lo único necesario6. La Sabiduría está en conocer a Dios y en amarle. Y os recordaré con San Pablo, para que nunca os coja de sorpresa, que llevamos este tesoro en vasos de barro: «Habemus autem thesaurum istum in vasis fictilibus»7. Un recipiente tan débil, que con facilidad puede romperse, «ut sublimitas sit virtutis Dei et non ex nobis»8, para que se reconozca que toda esa hermosura y ese poder es de Dios, y no nuestra. Dice también la Escritura Santa que «el corazón del necio es como un vaso quebrado, que no retiene la Sabiduría»9. Con esto, el Espíritu Santo nos enseña que no podemos ser como niños o como locos. Hemos de ser fuertes, hijos de Dios; estaremos en nuestro trabajo y en la labor profesional, con una presencia de Dios continua que nos haga vivir en la perfección de las cosas pequeñas. Hemos de mantener el vaso íntegro, para que no se derrame ese licor divino.

El vaso no se rompe si todo lo dirigimos hacia Dios, incluso nuestras pasiones. Las pasiones, en sí mismas, no son ni buenas ni malas: depende de cada persona sujetarlas, y entonces son buenas, aunque sólo sea por ese motivo negativo: «Quia virtus in infirmitate perficitur»10. Porque al sentir esta enfermedad moral, si vencemos y logramos la salud, adquirimos más trato con Dios, más santidad.

Cuando alguno de vosotros, o yo, hablamos de vida interior, de trato con Dios, hay muchas personas, muchas –incluso aquéllas que deberían persuadir a las almas a seguir este camino interior– que nos miran como si fuéramos locos o cómicos, porque no creen de ninguna manera que se pueda alcanzar este trato íntimo con el Señor. Es penoso que deba deciros esto, pero es verdadero.

Vosotros sabéis perfectamente que sí, que se puede y se debe tener esa amistad; que es una necesidad para nuestra alma. Si no tenéis este trato con Dios, no seréis eficaces ni podréis hacer el gran servicio a la Iglesia, a vuestros hermanos, a las almas todas, que el Señor y la Obra esperan.

Haced vuestra oración con estas palabras que os estoy diciendo. Adentraos en vuestro corazón, con la luz que os da el Espíritu Santo, para quitar todo aquello que pueda romper el vaso, todo lo que pueda robaros la unidad de vida. Debéis ser personas –os lo recuerdo siempre– que no se maravillen cuando sientan que llevan dentro de sí una bestia.

En ese Tabernáculo tan hermoso que hicieron con tanto cariño los hijos míos, y que pusimos aquí cuando no teníamos dinero ni para comer; en esta especie de alarde de lujo, que me parece una miseria y realmente lo es, para guardarte a Ti, ahí hice yo colocar dos o tres detalles. El más interesante es esa frase que hay sobre la puerta: «Consummati in unum!»3. Porque es como si todos estuviéramos aquí, pegados a Ti, sin abandonarte ni de día ni de noche, en un cántico de acción de gracias y –¿por qué no?– de petición de perdón. Pienso que te enfadas porque digo esto. Tú nos has perdonado siempre; siempre estás dispuesto a perdonar los errores, las equivocaciones, el fruto de la sensualidad o de la soberbia.

Consummati in unum! Para reparar…, para agradar…, para dar gracias, que es una obligación capital. No es una obligación de este momento, de hoy, del tiempo que se cumple mañana; no. Es un deber constante, una manifestación de vida sobrenatural, un modo humano y divino a la vez de corresponder al Amor tuyo, que es divino y humano.

Sancta Maria, Spes nostra, Sedes sapientiæ! Danos la sabiduría del Cielo, para que nos comportemos de modo agradable a los ojos de tu Hijo, y del Padre, y del Espíritu Santo, único Dios que vive y reina por los siglos sin fin.

San José, que no te puedo separar de Jesús y de María; San José, por el que he tenido siempre devoción, pero comprendo que debo amarte cada día más y proclamarlo a los cuatro vientos, porque éste es el modo de manifestar el amor entre los hombres: diciendo ¡te quiero! San José, Padre y Señor nuestro: ¡en cuántos sitios te habrán dicho ya a estas horas, invocándote, esta misma frase, estas mismas palabras! San José, nuestro Padre y Señor, intercede por nosotros.

La vida cristiana en esta tierra paganizada, en esta tierra enloquecida, en esta Iglesia que no parece tu Iglesia, porque están como locos por todas partes –no escuchan, dan la impresión de no interesarse por Ti; no ya de no amarte, sino de no conocerte, de olvidarte–; esta vida que, si es humana –lo repito–, para nosotros tiene que ser también divina, será divina si te tratamos mucho. Y te trataríamos aunque tuviésemos que hacer muchas antesalas, aunque hubiera que pedir muchas audiencias. ¡Pero no hay que pedir ninguna! Eres tan todopoderoso, también en tu misericordia que, siendo el Señor de los señores y el Rey de los que dominan, te humillas hasta esperar como un pobrecito que se arrima al quicio de nuestra puerta. No aguardamos nosotros; nos esperas Tú constantemente.

Nos esperas en el Cielo, en el Paraíso. Nos esperas en la Hostia Santa. Nos esperas en la oración. Y eres tan bueno que, cuando estás ahí escondido por Amor, oculto en las especies sacramentales –y yo así lo creo firmemente–, al estar real, verdadera y sustancialmente, con tu Cuerpo y tu Sangre, con tu Alma y tu Divinidad, también está la Trinidad Beatísima: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Además, por la inhabitación del Paráclito, Dios se encuentra en el centro de nuestras almas, buscándonos. Se repite, de alguna manera, la escena de Belén, cada día. Y es posible que –no con la boca, pero con los hechos– hayamos dicho: «Non est locus in diversorio»4, no hay posada para Ti en mi corazón. ¡Ay, Señor, perdóname!

Adoro al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, Dios único. Yo no comprendo esa maravilla de la Trinidad; pero Tú has puesto en mi alma ansias, hambres de creer. ¡Creo!: quiero creer como el que más. ¡Espero!: quiero esperar como el que más. ¡Amo!: quiero amar como el que más.

Tú eres quien eres: la Suma bondad. Yo soy quien soy: el último trapo sucio de este mundo podrido. Y, sin embargo, me miras…, y me buscas…, y me amas. Señor: que mis hijos te miren, y te busquen, y te amen. Señor: que yo te busque, que te mire, que te ame.

Mirar es poner los ojos del alma en Ti, con ansias de comprenderte, en la medida en que –con tu gracia– puede la razón humana llegar a conocerte. Me conformo con esa pequeñez. Y cuando veo que entiendo tan poco de tus grandezas, de tu bondad, de tu sabiduría, de tu poder, de tu hermosura…, cuando veo que entiendo tan poco, no me entristezco. Me alegro de que seas tan grande que no quepas en mi pobre corazón, en mi miserable cabeza. ¡Dios mío! ¡Dios mío!… si no sé decirte otra cosa, ya basta. ¡Dios mío! Toda esa grandeza, todo ese poder, toda esa hermosura…, ¡mía! Y yo…, ¡suyo!

Notas
5

Cfr. Rm 8,21.

6

Cfr. Jn 8,32.

7

Cfr. Mt 7,21.

*

* * «si te sales de la barca»: en los siguientes párrafos, san Josemaría acude al símil de la “la barca” para referirse, en realidad, a dos barcas: la de la Iglesia y la de la Obra. Abandonar la Iglesia significa poner en grave peligro la propia salvación, mientras que dejar la Obra no, a menos que suponga también salir fuera de la barca de la Iglesia, o despreciar conscientemente la voluntad de Dios, conocida como tal. En los dos casos, se está siempre a tiempo de voler a estar con Cristo, como dice más adelante (N. del E.).

8

Feria IV Cinerum, Ant.

9

Jn 4,44.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Lc 28,1.

2

Mt 4,2.

3

Lc 6,12.

4

Jn 11,41.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Hch 2,42.

6

Mt 7,21.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Mt 11,29.

8

Cfr. 2 S 22,2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

1 Co 4,13.

10

Is 43,1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Cfr. Lc 5,6.

4

Mt 13,47.

5

Jn 21,11.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],1-2).

2

Ibid.

3

Ibid.

4

Ordo Missae.

5

Sal 43[42],2.

6

Cfr. 1 R 19,6-8.

7

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],4).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

2 Co 5,17-18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Cfr. Jr 29,12.

9

Sal 27[26],7.

10

Lc 6,12.

11

Mt 7,7.

12

Cfr. Mt 6,33.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Rm 8,28. Es una abreviación personal del texto de Rm 8,28: «diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum» («todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios») (N. del E.).

2

Mt 21,22.

3

Mt 28,19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Mc 11,24.

6

Lc 11,10.

7

Jn 26,23.

8

Jn 26,24.

*

* * «Este gaudium cum pace ... nuestras Preces»: se refiere a una de las oraciones de las Preces que rezan todos los días los miembros del Opus Dei (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Mt 2,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Symb. Athan.

7

Ef 2,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Cfr. Is 66,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

Cfr. Jn 19,27.

25

Cfr. 2 Tm 4,2.

26

Sal 51(50),19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Cfr. Lc 10,42.

7

2 Co 4,7.

8

Ibid.

9

Si 21,17.

10

Cfr. 2 Co 12,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Jn 17,23.

4

Cfr. Lc 2,7.

Referencias a la Sagrada Escritura