16. De la familia de José (19 de marzo de 1971)

** El día de san José de 1971, san Josemaría estuvo de tertulia con los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz. Estas fueron sus palabras.


A lo largo de la vida mía, hijos queridísimos, he procurado siempre verter en vuestra alma lo que Dios me iba dando. En el espíritu del Opus Dei no hay nada que no sea santo, porque no es invención humana, sino obra de la Sabiduría divina. En ese espíritu brilla todo lo bueno que el Señor ha querido poner en el corazón de vuestro Padre. Si veis algo malo en mi pobre vida, no será del espíritu de la Obra; serán mis miserias personales. Por eso, pedid por mí, para que sea bueno y fiel.

Entre los bienes que el Señor ha querido darme, está la devoción a la Trinidad Beatísima: la Trinidad del Cielo, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, único Dios; y la trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Comprendo bien la unidad y el cariño de esta Sagrada Familia. Eran tres corazones, pero un solo amor.

A San José lo quiero mucho: me parece un hombre extraordinario. Siempre lo he imaginado joven; por eso me enfadé cuando en el oratorio del Padre pusieron unos relieves que le representan viejo y barbudo. Inmediatamente hice pintar un cuadro donde se le ve joven, lleno de vitalidad y de fuerza. Hay algunos que no conciben que la castidad se pueda guardar sino en la vejez. Pero los viejos no son castos, si no lo han sido de jóvenes. Los que no supieron ser limpios en los años de la juventud, es fácil que de viejos tengan unas costumbres brutalmente torpes.

San José debía de ser joven cuando se casó con la Virgen Santísima, una mujer entonces recién salida de la adolescencia. Siendo joven, era puro, limpio, castísimo. Y lo era, justamente, por el amor. Sólo llenando de amor el corazón podemos tener la seguridad de que no se encabritará ni se desviará, sino que permanecerá fiel al amor purísimo de Dios.

Anoche, cuando ya estaba acostado, invoqué muchas veces a San José, muchas, preparando la fiesta de hoy. Con gran claridad entendía que realmente formamos parte de su familia. No es un pensamiento gratuito; hay muchas razones para afirmarlo. En primer lugar, porque somos hijos de Santa María, su Esposa, y hermanos de Jesucristo, hijos todos del Padre del Cielo. Y luego, porque formamos una familia de la que San José ha querido ser cabeza. Por eso le llamamos, desde el principio de la Obra, Nuestro Padre y Señor.

El Opus Dei no se ha abierto camino fácilmente. Ha sido todo muy difícil, humanamente hablando. Yo no quería aprobaciones eclesiásticas que podrían torcer nuestro camino jurídico: un camino que entonces no existía y que aún se está haciendo. Muchos no entendían –todavía hay algunos cerrados para entender– nuestro fenómeno jurídico, y mucho menos nuestra fisonomía teológica y ascética: esta ola pacífica, pastoral, que está llenando toda la tierra. Yo no deseaba aprobaciones eclesiásticas de ningún género, pero debíamos trabajar en muchos sitios: ¡millones de almas nos esperaban!

Invocábamos a San José, que hizo las veces de Padre del Señor. Y pasaban los años. Hasta 1933 no pudimos comenzar la primera labor corporativa. Fue la famosa academia DYA. Dábamos clases de Derecho y Arquitectura –de ahí las letras del nombre–, pero en realidad quería decir Dios y Audacia. Eso era lo que necesitábamos para romper como rompimos los moldes jurídicos, y dar una nueva solución a las ansiedades del alma del cristiano, que quería y quiere servir con todo su corazón a Dios, dentro de las limitaciones humanas pero en la calle, en el trabajo profesional ordinario, sin ser religioso ni asimilado a los religiosos.

Pasaron varios años hasta que redacté el primer reglamento de la Obra. Recuerdo que tenía un montón de fichas, que iba tomando de nuestra experiencia. La voluntad de Dios estaba clara desde el 2 de octubre de 1928; pero se fue poniendo en práctica poco a poco, con los años. Evitaba el riesgo de hacer un traje y meter dentro a la criatura; al contrario, iba tomándole las medidas –esas fichas de experiencia– para hacer el traje adecuado. Un día, después de varios años, dije a don Álvaro y a otros dos hermanos vuestros mayores que me ayudaran a ordenar todo ese material. Así hicimos el primer reglamento, en el que no se hablaba para nada de votos, ni de botas, ni de botines, ni de botones, porque ni entonces era necesario ni lo es ahora tampoco.

En 1934, si no me equivoco, comenzamos la primera Residencia de estudiantes. En aquella época, el ambiente de mi tierra era anticlerical rabioso; las autoridades perseguían a la Iglesia, y se había metido una raíz comunista, que es la negación de todas las libertades.

Necesitábamos tener al Señor con nosotros, en el Tabernáculo. Ahora es fácil; pero, entonces, poner un Sagrario era una empresa muy difícil. Era preciso hacer muchas cosas, mostrarnos como un dechado…

¿No sabéis qué era el dechado? Las señoritas del siglo pasado, cuando salían del colegio chapurreando un poco de francés y tocando más o menos bien el piano, tenían que hacer unas labores en un paño. Allí cosían, bordaban, zurcían; añadían letras, números, pajaritos… ¡De todo! También figuraba el nombre de la autora, y la fecha. Yo he visto el dechado de mi abuela Florencia, porque lo conservaba mi hermana Carmen… Aquello era como la licenciatura de los colegios para señoritas.

Algo así teníamos que hacer nosotros, para que la Iglesia nos mirara con cariño y nos concediera tener en casa a Jesús Sacramentado.

En el fondo de mi alma tenía ya esta devoción a San José, que os he inculcado. Me acordaba de aquel otro José, al que –siguiendo el consejo del Faraón– acudían los egipcios cuando padecían hambre de buen pan: «Ite ad Ioseph!»1, id a José, a que os dé el trigo. Comencé a pedir a San José que nos concediera el primer Sagrario, y lo mismo hacían los hijos míos que tenía entonces alrededor. Mientras encomendábamos este asunto, yo trataba de encontrar los objetos necesarios: ornamentos, tabernáculo… No teníamos dinero. Cuando reunía cinco duros, que entonces era una cantidad discreta, se gastaban en otra necesidad más perentoria.

Logré que unas monjitas, a las que quiero mucho, me dejaran un sagrario; conseguí los ornamentos en otro sitio y, por fin, el buen obispo de Madrid nos concedió la autorización para tener el Santísimo Sacramento con nosotros. Entonces, como señal de agradecimiento, hice poner una cadenilla en la llave del sagrario, con una medallita de San José en la que, por detrás, está escrito: ite ad Ioseph! De modo que San José es verdaderamente nuestro Padre y Señor, porque nos ha dado el pan –el Pan eucarístico– como un padre de familia bueno.

¿No he dicho antes que nosotros pertenecemos a su familia? Además de habernos alcanzado el alimento espiritual, estamos unidos a él invocándole antes de ese rato de tertulia que es la oración. Al renovar nuestra entrega y al incorporarnos definitivamente a la Obra, también San José está presente.

Al principio yo procuraba adelantar la Fidelidad, porque necesitaba de vosotros. Nunca me he sentido indispensable para nada. Algunos recordarán que les decía: ¿te comprometes delante de Dios, si yo muero, a seguir adelante con la Obra? Nunca me creí necesario, porque no lo soy. Cualquiera de vosotros es mejor que yo, y puede ser muy buen instrumento. Entonces la Fidelidad se hacía en la fiesta de San José, metiendo al Santo Patriarca en este compromiso espiritual de sacar la Obra adelante, convencidos de que era un querer positivo de Dios.

Por otra parte, San José es, después de Santa María, la criatura que ha tratado a Jesús en la tierra con más intimidad. Gozo con esas oraciones que la Iglesia recomienda a la piedad de los sacerdotes, para antes y después de la Misa. Allí se recuerda que San José cuidaba del Hijo de Dios lo mismo que nuestros padres de nosotros: venían ya cuando nos estaban vistiendo, nos acariciaban, nos apretaban contra su pecho, y nos daban unos besos tan fuertes que a veces nos hacían daño.

¿Os imagináis a San José, que amaba tanto a la Santísima Virgen y sabía de su integridad sin mancha? ¡Cuánto sufriría viendo que esperaba un hijo! Sólo la revelación de Dios Nuestro Señor, por medio de un Ángel, le tranquilizó. Había buscado una solución prudente: no deshonrarla, marcharse sin decir nada. Pero ¡qué dolor!, porque la amaba con toda el alma. ¿Os imagináis su alegría, cuando supo que el fruto de aquel vientre era obra del Espíritu Santo?

¡Amad a Jesús y a su Madre Santísima! Hace un año me enviaron una imagen antigua de marfil, preciosa, que representa a la Santísima Virgen embarazada. A mí me emociona. Me conmueve la humildad de Dios, que quiere estar encerrado en las entrañas de María, como nosotros en el seno de nuestra madre, durante el tiempo debido, igual que una criatura cualquiera, porque es perfectus Homo, perfecto hombre, siendo también perfectus Deus, perfecto Dios: la segunda Persona de la Santísima Trinidad.

¿No os conmueve esta humildad de Dios? ¿No os llena de amor saber que se ha hecho hombre y no ha querido ningún privilegio? Como Él, tampoco nosotros deseamos privilegios. Queremos ser personas corrientes y molientes; queremos ser ciudadanos como los demás. ¡Esto es una maravilla! Nos encontramos muy a gusto en el hogar de Jesús, María y José, que pasan inadvertidos.

Cuando voy a un oratorio nuestro donde está el Tabernáculo, digo a Jesús que le amo, e invoco a la Trinidad. Después doy gracias a los Ángeles que custodian el Sagrario, adorando a Cristo en la Eucaristía. ¿No imagináis que en aquella casa de Nazaret, y antes en Belén, en la huida a Egipto y en la vuelta, con el miedo de perder a Jesús porque reinaba el hijo de un monarca cruel, los Ángeles contemplarían pasmados el anonadamiento del Señor, ese querer aparecer sólo como hombre? No amaremos bastante a Jesús si no le damos gracias con todo el corazón porque ha querido ser perfectus Homo.

Hijos míos, seguiría adelante si esto fuera una meditación; pero como momento de tertulia, me parece que ya es bastante. Tenéis suficiente materia para hacer, cada uno por su cuenta, un rato de oración contemplativa: para vivir con Jesús, María y José en aquel hogar y en aquel taller de Nazaret; para contemplar la muerte del Santo Patriarca que, según la tradición, estuvo acompañado de Jesús y de María; para decirle que le queremos mucho, que no nos desampare.

Si en el Cielo pudiera haber tristeza, San José estaría muy triste en estos tiempos, viendo a la Iglesia descomponerse como si fuera un cadáver. ¡Pero la Iglesia no es un cadáver! Pasarán las personas, cambiarán los tiempos, y dejarán de decirse blasfemias y herejías. Ahora se propalan sin ningún inconveniente, porque no hay pastores que señalen dónde está el lobo. Lo arriesgado es que una persona proclame la verdad, porque la persiguen y difaman. Sólo hay impunidad para los que difunden herejías y maldades, errores teóricos y prácticos de costumbres infames.

Los mayores enemigos están dentro y arriba: no os dejéis engañar. Cuando toméis un libro de tema religioso, que se os queme la mano si no hay seguridad de que tiene buen criterio. ¡Fuera! Es un veneno activísimo: arrojadlo como si fuese un libro pornográfico, y con más violencia aún, pues la pornografía se ve y esto se filtra como por ósmosis.

Invocad conmigo a San José, de todo corazón, para que nos obtenga de la Trinidad Beatísima y de Santa María, su Esposa, Madre nuestra, que acorte el tiempo de la prueba. Y aunque hayan suprimido de las letanías de los Santos esta invocación, quiero invitaros a que recéis conmigo: «Ut inimicos Sanctæ Ecclesiæ humiliare digneris, te rogamus audi nos!»*.

Notas
1

Gn 41,55.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

** «ut inimicos ... audi nos»: «para que te dignes confundir a los enemigos de la Santa Iglesia, te rogamos, óyenos»; invocación de las letanías de los santos incluida en el Ritual Romano de 1952, para la liturgia bautismal (N. del E.).

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