25. Consumados en la unidad (27 de marzo de 1975)

** El 27 de marzo de 1975, víspera de sus bodas de oro sacerdotales, san Josemaría hizo su oración en voz alta en el oratorio de Pentecostés. Era Jueves Santo.


«Adauge nobis fidem!»1. ¡Auméntanos la fe! Esto estaba diciendo yo al Señor. Quiere que le pida esto: que nos aumente la fe. Mañana no os diré nada; y ahora no sé lo que os voy a decir… Que me ayudéis a dar gracias a Nuestro Señor por ese cúmulo inmenso, enorme, de favores, de providencias, de cariño…, ¡de palos!, que también son cariño y providencia. Señor, ¡auméntanos la fe! Como siempre, antes de ponernos a hablar con intimidad contigo, hemos acudido a Nuestra Madre del Cielo, a San José, a los Ángeles Custodios.

A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, como en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de estar pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones.

Una mirada atrás… Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías… Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser.

Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Antes de repetir ese grito litúrgico –gratias tibi, Deus, gratias tibi!–, te lo venía diciendo con el corazón. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Que no tenemos motivos más que para dar gracias. No hemos de apurarnos por nada; no hemos de preocuparnos por nada; no hemos de perder la serenidad por ninguna cosa del mundo. Lo estoy diciendo estos días a todos los que vienen de Portugal*: ¡serenos, serenos! Lo están. Que les des serenidad a los hijos míos. Que no la pierdan ni cuando tengan un error de categoría. Si se dan cuenta de que lo han cometido, eso ya es una gracia, una luz del Cielo.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno. Porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís«Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ non sunt»2. Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en toda América, y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias.

En ese Tabernáculo tan hermoso que hicieron con tanto cariño los hijos míos, y que pusimos aquí cuando no teníamos dinero ni para comer; en esta especie de alarde de lujo, que me parece una miseria y realmente lo es, para guardarte a Ti, ahí hice yo colocar dos o tres detalles. El más interesante es esa frase que hay sobre la puerta: «Consummati in unum!»3. Porque es como si todos estuviéramos aquí, pegados a Ti, sin abandonarte ni de día ni de noche, en un cántico de acción de gracias y –¿por qué no?– de petición de perdón. Pienso que te enfadas porque digo esto. Tú nos has perdonado siempre; siempre estás dispuesto a perdonar los errores, las equivocaciones, el fruto de la sensualidad o de la soberbia.

Consummati in unum! Para reparar…, para agradar…, para dar gracias, que es una obligación capital. No es una obligación de este momento, de hoy, del tiempo que se cumple mañana; no. Es un deber constante, una manifestación de vida sobrenatural, un modo humano y divino a la vez de corresponder al Amor tuyo, que es divino y humano.

Sancta Maria, Spes nostra, Sedes sapientiæ! Danos la sabiduría del Cielo, para que nos comportemos de modo agradable a los ojos de tu Hijo, y del Padre, y del Espíritu Santo, único Dios que vive y reina por los siglos sin fin.

San José, que no te puedo separar de Jesús y de María; San José, por el que he tenido siempre devoción, pero comprendo que debo amarte cada día más y proclamarlo a los cuatro vientos, porque éste es el modo de manifestar el amor entre los hombres: diciendo ¡te quiero! San José, Padre y Señor nuestro: ¡en cuántos sitios te habrán dicho ya a estas horas, invocándote, esta misma frase, estas mismas palabras! San José, nuestro Padre y Señor, intercede por nosotros.

La vida cristiana en esta tierra paganizada, en esta tierra enloquecida, en esta Iglesia que no parece tu Iglesia, porque están como locos por todas partes –no escuchan, dan la impresión de no interesarse por Ti; no ya de no amarte, sino de no conocerte, de olvidarte–; esta vida que, si es humana –lo repito–, para nosotros tiene que ser también divina, será divina si te tratamos mucho. Y te trataríamos aunque tuviésemos que hacer muchas antesalas, aunque hubiera que pedir muchas audiencias. ¡Pero no hay que pedir ninguna! Eres tan todopoderoso, también en tu misericordia que, siendo el Señor de los señores y el Rey de los que dominan, te humillas hasta esperar como un pobrecito que se arrima al quicio de nuestra puerta. No aguardamos nosotros; nos esperas Tú constantemente.

Nos esperas en el Cielo, en el Paraíso. Nos esperas en la Hostia Santa. Nos esperas en la oración. Y eres tan bueno que, cuando estás ahí escondido por Amor, oculto en las especies sacramentales –y yo así lo creo firmemente–, al estar real, verdadera y sustancialmente, con tu Cuerpo y tu Sangre, con tu Alma y tu Divinidad, también está la Trinidad Beatísima: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Además, por la inhabitación del Paráclito, Dios se encuentra en el centro de nuestras almas, buscándonos. Se repite, de alguna manera, la escena de Belén, cada día. Y es posible que –no con la boca, pero con los hechos– hayamos dicho: «Non est locus in diversorio»4, no hay posada para Ti en mi corazón. ¡Ay, Señor, perdóname!

Adoro al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, Dios único. Yo no comprendo esa maravilla de la Trinidad; pero Tú has puesto en mi alma ansias, hambres de creer. ¡Creo!: quiero creer como el que más. ¡Espero!: quiero esperar como el que más. ¡Amo!: quiero amar como el que más.

Tú eres quien eres: la Suma bondad. Yo soy quien soy: el último trapo sucio de este mundo podrido. Y, sin embargo, me miras…, y me buscas…, y me amas. Señor: que mis hijos te miren, y te busquen, y te amen. Señor: que yo te busque, que te mire, que te ame.

Mirar es poner los ojos del alma en Ti, con ansias de comprenderte, en la medida en que –con tu gracia– puede la razón humana llegar a conocerte. Me conformo con esa pequeñez. Y cuando veo que entiendo tan poco de tus grandezas, de tu bondad, de tu sabiduría, de tu poder, de tu hermosura…, cuando veo que entiendo tan poco, no me entristezco. Me alegro de que seas tan grande que no quepas en mi pobre corazón, en mi miserable cabeza. ¡Dios mío! ¡Dios mío!… si no sé decirte otra cosa, ya basta. ¡Dios mío! Toda esa grandeza, todo ese poder, toda esa hermosura…, ¡mía! Y yo…, ¡suyo!

Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande; más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal… No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando… Que a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra.

Hemos de estar –y tengo conciencia de habéroslo dicho muchas veces– en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos in hoc sæculo. En el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que el Señor ha querido aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos acudido a las famosas lañas, como el hijo pródigo: «He pecado contra el cielo y contra Ti…»5. Lo mismo cuando se trató de una cosa de categoría, que cuando era algo menudo. A veces nos ha dolido mucho, mucho, una cosa pequeña, un desamor, un no saber mirar al Amor de los amores, un no saber sonreír. Porque cuando se ama, no hay cosas pequeñas: todo tiene mucha categoría, todo es grande. Aun en una criatura miserable y pequeña como yo, como tú, hijo mío.

Ha querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo. ¿Que exagero? He dicho poco. He dicho poco ahora, porque antes he dicho más. He recordado que en nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su grandeza. En nuestros corazones hay habitualmente un Cielo. Y no voy a seguir.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi: vera et una Trinitas, una et summa Deitas, sancta et una Unitas!

Que la Madre de Dios sea para nosotros Turris Civitatis, la torre que vigila la ciudad: la ciudad que es cada uno, con tantas cosas que van y vienen dentro de nosotros, con tanto movimiento y a la vez con tanta quietud; con tanto desorden y con tanto orden; con tanto ruido y con tanto silencio; con tanta guerra y con tanta paz.

Sancta Maria, Turris Civitatis*: ora pro nobis!

Sancte Ioseph, Pater et Domine: ora pro nobis!

Sancti Angeli Custodes: orate pro nobis!

Notas
1

Lc 27,5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas

 * «Los que vienen de Portugal»: desde el golpe militar del 25 de abril de 1974 (Revolución de los Claveles), Portugal atravesaba una situación turbulenta. Afortunadamente, la revolución terminaría con una transición democrática pacífica, en 1976 (N. del E.).

2

Cfr. 1 Co 1,27-28. «Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ non sunt»: «[Dios escogió] la necedad del mundo (...) a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada».

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Jn 17,23.

4

Cfr. Lc 2,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Lc 15,18.

*

** «Turris civitatis»: «Torre de la ciudad», es una alusión a la Virgen de Torreciudad, cuyo santuario –promovido por san Josemaría– se estaba terminando de construir en esos momentos en Aragón (N. del E.).

Este capítulo en otro idioma