1. Vivir para la gloria de Dios (21 de noviembre de 1954)

* La meditación tuvo lugar en un día de retiro del Colegio Romano de la Santa Cruz.


«Emitte lucem tuam et veritatem tuam»1; envía, Señor, tu luz y tu verdad.

Hijos míos, seguir a Cristo –«venite post me et faciam vos fieri piscatores hominum»2 – es nuestra vocación. Y seguirle tan de cerca que vivamos con Él, como los primeros Doce; tan de cerca que nos identifiquemos con Él, que vivamos su Vida, hasta que llegue el momento, cuando no hemos puesto obstáculos, en el que podamos decir con San Pablo: «No vivo yo, sino que Cristo vive en mí»3.

¡Qué alegría tan grande sentirse metidos en Dios! ¡Endiosados! Y al mismo tiempo, ¡qué gozo también notar toda la pequeñez, toda la miseria, toda la debilidad de nuestra pobre naturaleza terrena, con sus flaquezas y con sus defectos! Por eso, cuando Cristo nos habla con parábolas, como a los primeros, muchas veces no le entendemos, y hemos de hacer nuestro el ruego de los Apóstoles: «Edissere nobis parabolam!»4; Señor, explícanos la parábola.

Cuando haces oración, mi hijo –no me refiero ahora a esa oración continuada, que abarca el día entero, sino a los dos ratos que dedicamos exclusivamente a tratar con Dios, bien recogidos de todo lo exterior–, cuando empiezas esa meditación, frecuentemente –dependerá de muchas circunstancias– te representas la escena o el misterio que deseas contemplar; después aplicas el entendimiento, y buscas enseguida un diálogo lleno de afectos de amor y de dolor, de acciones de gracias y de deseos de mejora. Por ese camino debes llegar a una oración de quietud, en la que es el Señor quien habla, y tú has de escuchar lo que Dios te diga. ¡Cómo se notan entonces esas mociones interiores y esas reconvenciones, que llenan de ardor el alma!

Para facilitar la oración, conviene materializar hasta lo más espiritual, acudir a la parábola: la enseñanza es divina. La doctrina ha de llegar a nuestra inteligencia y a nuestro corazón, por los sentidos: ahora no te extrañará que yo sea tan aficionado a hablaros de barcas y de mares.

Hijos, hemos subido a la barca de Pedro con Cristo, a esta barca de la Iglesia, que tiene una apariencia frágil y desvencijada, pero que ninguna tormenta puede hacer naufragar. Y en la barca de Pedro, tú y yo hemos de pensar despacio, despacio: Señor, ¿a qué he venido yo a esta barca?

Esta pregunta tiene un contenido particular para ti, desde el momento en que has subido a la barca, a esta barca del Opus Dei, porque te dio la gana, que a mí me parece la más sobrenatural de las razones. Te amo, Señor, porque me da la gana de amarte: este pobre corazón podría haberlo entregado a una criatura… ¡y no! ¡Lo pongo entero, joven, vibrante, noble, limpio, a tus pies, porque me da la gana!

Con el corazón, también le diste a Jesús tu libertad, y tu fin personal ha pasado a ser algo muy secundario. Puedes moverte con libertad dentro de la barca, con la libertad de los hijos de Dios5 que están en la Verdad6, cumpliendo la Voluntad divina7. Pero no puedes olvidar que has de permanecer siempre dentro de los límites de la barca. Y esto porque te dio la gana. Repito lo que os decía ayer o anteayer: si te sales de la barca*, caerás entre las olas del mar, irás a la muerte, perecerás anegado en el océano, y dejarás de estar con Cristo, perdiendo esta compañía que voluntariamente aceptaste, cuando Él te la ofreció.

Piensa, hijo mío, qué grato es a Dios nuestro Señor el incienso que se quema en su honor. Piensa en lo poco que valen las cosas de la tierra, que apenas comienzan y ya se acaban. Piensa que todos los hombres somos nada: «Pulvis es, et in pulverem reverteris»8; volveremos a ser como el polvo del camino. Pero lo extraordinario es que, a pesar de eso, no vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios. ¡Esto es lo que nos mueve!

Por lo tanto, si tu soberbia te susurra: aquí pasas inadvertido, con tus talentos extraordinarios…, aquí no vas a dar todo el fruto que podrías…, que te vas a malograr, a agotar inútilmente… Tú, que has subido a la barca de la Obra porque te dio la gana, porque inequívocamente te llamó Dios –«nadie puede venir a Mí, si el Padre que me envió no le atrae»9–, has de corresponder a esa gracia quemándote, haciendo que nuestro sacrificio gustoso, nuestra entrega sea una ofrenda: ¡un holocausto!

Hijo mío, ya te has persuadido, con esta parábola, de que si quieres tener vida, y vida eterna, y honor eterno; si quieres la felicidad eterna, no puedes salir de la barca, y debes prescindir en muchos casos de tu fin personal. Yo no tengo otro fin que el corporativo: la obediencia.

¡Qué hermoso es obedecer! Pero sigamos con la parábola. Ya estamos en esta barca vieja, que lleva veinte siglos navegando sin hundirse; en esta barca de la entrega, de la dedicación al servicio de Dios. Y en esta barca, pobre, humilde, te acuerdas de que tú tienes un avión, que puedes manejar perfectamente, y piensas: ¡qué lejos puedo llegar! ¡Pues, vete, vete a un portaviones, que aquí tu avión no hace falta! Tened esto muy claro: nuestra perseverancia es fruto de nuestra libertad, de nuestra entrega, de nuestro amor, y exige una dedicación completa. Dentro de la barca no se puede hacer lo que nos venga en gana. Si toda la carga que está en sus bodegas se amontona en un mismo punto, la barca se hunde; si todos los marineros abandonan su quehacer concreto, la pobre barquichuela se pierde. Es necesaria la obediencia, y las personas y las cosas deben estar donde se dispone que estén.

Hijo mío, convéncete de ahora para siempre, convéncete de que salir de la barca es la muerte. Y de que, para estar en la barca, se necesita rendir el juicio. Es necesaria una honda labor de humildad: entregarse, quemarse, hacerse holocausto.

Sigamos adelante. Los fines que nos proponemos corporativamente son la santidad y el apostolado. Y para lograr estos fines necesitamos, por encima de todo, una formación. Para nuestra santidad, doctrina; y para el apostolado, doctrina. Y para la doctrina, tiempo, en lugar oportuno, con los medios oportunos. No esperemos unas iluminaciones extraordinarias de Dios, que no tiene por qué concedernos, cuando nos da unos medios humanos concretos: el estudio, el trabajo. Hay que formarse, hay que estudiar. De esta manera, os disponéis a vuestra santidad actual y futura, y al apostolado, cara a los hombres.

¿No habéis visto cómo preparan la levadura, cómo la tienen encerrada, con unas temperaturas determinadas, para meterla luego en la masa…? Cuento con vosotros como con el motor más potente para mover la labor de todo el mundo. Ninguno de vosotros es ineficaz: todos estáis llenos de eficacia con sólo cumplir las Normas, con sólo estudiar, y trabajar, y obedecer.

No entiendo casi nada de esas cosas del material atómico, y lo que sé, lo conozco por los periódicos. Pero he visto fotografías, y sé que lo entierran, si es preciso, a muchos metros bajo tierra, que lo recubren con grandes planchas de plomo y lo guardan entre gruesas paredes de cemento. Y sin embargo actúa, y lo llevan de acá para allá, y lo aplican a personas para curar tumores, y lo emplean en otras cosas, y obra de mil modos maravillosos, con una eficacia extraordinaria. Así sois vosotros, hijos míos, cuando estáis dedicados a las labores internas o en esos Centros de formación que tiene la Obra. ¡Más eficaces!, porque tenéis la eficacia de Dios cuando os endiosáis por vuestra entrega, como Cristo, que se anonadó a sí mismo 10. Y nosotros nos anonadamos, perdemos en apariencia nuestra libertad, haciéndonos libérrimos con la libertad de los hijos de Dios11.

Formación, pues, para dar doctrina y para vuestra santidad personal. Formación con el tiempo necesario, en lugar oportuno, con los medios oportunos; pero de cara al universo entero, a la humanidad entera, pensando en todas las almas. Y mientras vuestros hermanos van rompiendo el frente en nuevos países, no se encontrarán solos, porque desde aquí, dentro de estas paredes que parecen de piedra y son de amor, vosotros estaréis enviando toda la eficacia de vuestra santidad y de vuestro entregamiento, y haciendo que esos hermanos se sientan muy acompañados. Y luego llegará el momento de decir: «Ite, docete omnes gentes»…12, id y enseñad a todas las gentes: apostolado de la doctrina –con vuestro ejemplo primero–, en medio del trabajo profesional. ¡Con qué alegría os diré unas palabricas al salir…!

Hijos de mi alma: vosotros sabéis que el Padre ama mucho la libertad. No me gusta coaccionar, ni que se coaccione a las almas. Ningún hombre debe quitar a los demás la libertad de que Dios nos ha hecho el don. Y si eso es así, pensad si voy a coaccionaros a vosotros… ¡Al contrario! Yo soy el defensor de la libertad de cada uno de vosotros dentro de la barca…, dentro de la barca y sin avión.

Pero se nos está pasando el tiempo, y quisiera todavía hablaros de muchas cosas más.

Nuestro Opus Dei es eminentemente laical, pero los sacerdotes son necesarios. Hasta hace poco, amando como amo el sacerdocio, cada vez que se ordenaba uno de vuestros hermanos, sufría**. Ahora, al contrario, me da mucho gozo. Pero ha de ser sin coacción, con una libertad absoluta. A Dios no le molesta que un hijo mío no quiera ser sacerdote. Además, hacen falta muchos seglares, santos y doctos. Por lo tanto, los que son llamados al sacerdocio, hasta el mismo día, hasta el mismo momento de la ordenación, tienen una libertad completa. –Padre, no. Muy bien, hijo mío. Que Dios te bendiga. No me da ningún disgusto.

Sin embargo, nos hacen falta muchos sacerdotes, que sirvan como esclavos, gustosamente, a sus hermanas y a sus hermanos, y a esas vocaciones tan encantadoras que son los sacerdotes diocesanos. Hacen falta para la labor de San Rafael y para la de San Gabriel, para atender en el terreno sacramental a todos los socios de la Obra, para ayudar a esos grandes ejércitos de Cooperadores, que si son formados como se debe, serán mucho más eficaces –lo están siendo ya– que todas las asociaciones piadosas conocidas. Pero sin sacerdotes, no es posible.

La Obra se está extendiendo por el mundo de una manera prodigiosa. ¡Señor, estoy confundido! No es fácil, no se recuerda un caso en el que quienes comenzaron a trabajar en una obra tuya hayan visto, aquí en la tierra, tantas maravillas como yo estoy viendo: en extensión, en número, en calidad.

Nos hacen falta sacerdotes para el proselitismo***. Porque aunque la gran labor la hacen los seglares, llega el momento del muro sacramental, y si hubiera que acudir a clérigos que no tienen nuestro espíritu –unos porque no sabrían, otros porque no querrían– se entorpecería toda la labor.

Hacen falta sacerdotes también para el gobierno de la Obra: pocos, porque los cargos locales están en manos de mis hijos seglares, y dos tercios de los cargos del Consejo General y de las Comisiones Regionales, lo mismo; el resto serán sacerdotes que hayan trabajado mucho, que conozcan el tejemaneje de nuestra labor en todo el mundo. Llegará un momento en que los hermanos vuestros, que van a comenzar la labor en muchos sitios, vuelvan a recogerse y formen esos grupos directivos que, con su santidad personal y su experiencia, lleven con mucho garbo las riendas del gobierno.

Hacen falta sacerdotes como instrumentos de unidad. Luego el sacerdote debe poner un cuidado particular en no hacer capillitas… ¡Hay que despegarse de las almas! Yo no tenía quien me lo enseñara –no he tenido un Padre como vosotros–, era el Señor quien me indicaba que evitase siempre la cosa personal, aun antes de saber lo que Dios quería de mí. A las gentes que venían a mi confesonario, a veces les aconsejaba: vete a otro sacerdote; hoy no te confieso. Lo hacía para que se ventilaran, para que no se apegasen, para que no acudieran al sacramento por un motivo de afecto a la criatura, sino por motivos divinos, sobrenaturales: por amor de Dios.

Hijo, no pienses nunca en ti. Huye de la soberbia de imaginar que eres eso que en mi tierra llaman el palico de la gaita. Cuando no te acuerdes de ti, entonces haces buena labor. No podemos creernos el centro, de modo que pensemos que todo debe girar alrededor de nosotros. Y lo peor es que, si caes en este defecto, cuando te digan que eres soberbio, no te lo creerás; porque mientras el humilde se cree soberbio, el soberbio se cree humilde.

Os miro, hijos… ¡Qué alegría cuando te llegue el momento de enseñar a tus hermanos que los hijos de Dios en su Opus Dei han de ser contemplativos, almas contemplativas en medio del mundo! Tenéis que mantener una continua vida de oración, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. ¿De la noche a la mañana, Padre? Sí, hijo, también durmiendo.

Tú admiras, como yo, la vida silenciosa de esos hombres que se encierran en un viejo convento, ocultos en sus celdas; vida de trabajo y de oración. Cuando alguna vez he visitado a los cartujos, salgo de allí edificado y queriéndoles mucho. Comprendo su vocación, su apartamiento del mundo, y me alegro por ellos, pero… allí dentro siento mucha tristeza. En cuanto vuelvo a la calle, me digo: ¡mi celda, ésta es mi celda! Nuestra vida es tan contemplativa como la suya. Dios nos da los medios para que nuestra celda –nuestro retiro– esté en medio de las cosas del mundo, en el interior de nuestro corazón. Y pasamos el día –si hemos adquirido la formación específica nuestra– en un continuo diálogo con Dios.

Cristo, María, la Iglesia: tres amores para llenar una vida. María, tu Madre –se te iba a escapar: mamá; no importa, díselo también–, con San José y tu Ángel Custodio.

Enseñarás a tus hermanos que han de ser contemplativos y serenos. Aunque todo el mundo se hunda, aunque todo se pierda, aunque todo se agriete…, nosotros, no. Si somos fieles, tendremos la fortaleza del que es humilde, porque vive identificado con Cristo. Hijos, somos lo permanente; lo demás es transeúnte. ¡No pasa nada!

Padre, ¿y si me pegan dos tiros? ¡Santa cosa! No es nuestro camino, pero aceptaríamos la gracia del martirio como un mimo de Dios: no a nosotros, sino a nuestra familia del Opus Dei, para que ni siquiera por eso nos venza la soberbia. No nos faltará ese mimo…, pero pocas veces, porque no es el camino nuestro.

¡Serenos! Procuremos que no nos falte sentido de responsabilidad, sabiéndonos eslabones de una misma cadena. Por lo tanto –hemos de decir de veras cada uno de los hijos de Dios, en su Obra– quiero que ese eslabón, que soy yo, no se rompa: porque, si me rompo, traiciono a Dios, a la Iglesia Santa y a mis hermanos. Y nos gozaremos en la fortaleza de los otros eslabones; me alegrará que los haya de oro, de plata, de platino, engastados en piedras preciosas. Y cuando parece que me voy a quebrar, porque las pasiones me han turbado; cuando parece que un eslabón se resquebraja… ¡tranquilos! Se le ayuda, para que siga adelante con más amor, con más dolor, con más humildad.

Dirás a tus hermanos que deben ser contemplativos y serenos, con sentido de responsabilidad en la vida ordinaria, porque nuestro heroísmo está en lo pequeño. Nosotros buscamos la santidad en el trabajo ordinario, cotidiano.

Les dirás también que deben vivir la caridad, que es cariño. «Deus caritas est!»13, el Señor es amor. Cariño para vuestros hermanos, cariño especialísimo para vuestros Directores, ayudándoles también con la corrección fraterna. Tenéis todos los medios para decir la verdad, sin herir, de manera que sea útil sobrenaturalmente. Se consulta: ¿puedo hacer esta corrección fraterna? Te pueden responder que no conviene, porque no se trata de algo objetivo, o porque ya se lo ha dicho otro, o porque no hay motivo suficiente, o por otras razones. Si te responden que sí, haces la corrección fraterna enseguida, cara a cara, porque la murmuración no cabe en la Obra, no puede haberla, ni siquiera la indirecta; la murmuración indirecta es propia de personas que tienen miedo a decir la verdad.

Hay un refrán que advierte: el que dice las verdades, pierde las amistades. En el Opus Dei es al revés. Aquí la verdad se dice, por motivos de cariño, a solas, a la cara; y todos nos sentimos tan felices y seguros, con las espaldas bien guardadas. No toleréis nunca la menor murmuración, y mucho menos si es contra algún Director.

Caridad, hijos, con todas las almas. El Opus Dei no va contra nadie, no es anti-nada. No podemos ir del brazo con el error, porque podría dar ocasión a que se apoyen en nosotros y lo extiendan; pero con las personas que están equivocadas hay que procurar, por medio de la amistad, que salgan del error; hay que tratarlas con cariño, con alegría.

«Iterum dico: gaudete!»14. Estad siempre alegres, hijos míos. He llenado estos edificios con palabras de la Escritura en las que se recomienda la alegría. «Servite Domino in lætitia»15; servid al Señor con alegría. ¿Vosotros creéis que en la vida se agradece un servicio prestado de mala gana? No. Sería mejor que no se hiciera. ¿Y nosotros vamos a servir al Señor con mala cara? No. Le vamos a servir con alegría, a pesar de nuestras miserias, que ya las quitaremos con la gracia de Dios.

Sed obedientes. Para obedecer, es preciso escuchar lo que nos dicen. ¡Si vierais qué pena da mandar a almas buenas que no saben obedecer…! Quizá es una persona encantadora, muy santa, pero llega el momento de obedecer, ¡y no! ¿Por qué? Porque a veces hay quienes tienen el defecto casi físico de no escuchar; tienen tan buena voluntad, que mientras escuchan, están pensando en el modo de hacerlo de otra manera, en cómo desobedecer. No, hijos; se exponen las posibilidades contrarias, si las hay; se dicen las cosas con claridad, y después se obedece, estando dispuestos a seguir rendidamente la solución opuesta a nuestro consejo.

Obedientes y objetivos. ¿Cómo podréis informar vosotros –que no sois soldados rasos, sino capitanes del ejército de Cristo, y por tanto habéis de informar objetivamente a vuestros Directores de lo que pasa en vuestro sector– si no sois objetivos? ¿Sabéis lo que le ocurre a un general que recibe treinta, cincuenta, cien informes falsos? Que pierde la batalla. Cristo no pierde batallas, pero se entorpece la eficacia de nuestra labor, y el trabajo no rinde todo lo que debería rendir.

Hijos míos, ya van casi cuarenta minutos de meditación. No me gusta saltar el parapeto –ya que hablamos en términos militares– de los treinta; de los cuarenta, nunca. Habéis visto cuántas cosas debéis aprender y practicar, para enseñárselas a vuestros hermanos. Llenaos de deseos de formaros. Y, si no tenéis deseos, os aconsejo que tengáis deseos de tener deseos: eso ya es algo… Deseos de entrega, de formación, de santidad, de ser muy eficaces: ahora, después y siempre.

Notas
1

Sal 43[42],3.

2

Mt 4,19.

3

Ga 2,20.

4

Mt 13,36.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Cfr. Rm 8,21.

6

Cfr. Jn 8,32.

7

Cfr. Mt 7,21.

*

* * «si te sales de la barca»: en los siguientes párrafos, san Josemaría acude al símil de la “la barca” para referirse, en realidad, a dos barcas: la de la Iglesia y la de la Obra. Abandonar la Iglesia significa poner en grave peligro la propia salvación, mientras que dejar la Obra no, a menos que suponga también salir fuera de la barca de la Iglesia, o despreciar conscientemente la voluntad de Dios, conocida como tal. En los dos casos, se está siempre a tiempo de voler a estar con Cristo, como dice más adelante (N. del E.).

8

Feria IV Cinerum, Ant.

9

Jn 4,44.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

Cfr. Flp 2,7.

11

Cfr. Rm 8,21.

12

Mt 28,19.



 *«sufría»: le hacía sufrir –en un primer momento– que dejaran el estado laical, al que habían sido llamados por Dios para santificarse en el Opus Dei. Pero ese “sufrimiento” quedaba compensado por el gran don que supone para la Iglesia todo nuevo sacerdote, que es otra llamada divina, y aún más excelsa (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
***

* *«proselitismo»: este término, que se ha usado durante siglos como sinónimo de cristianizar, evangelizar o de llevar a cabo una acción misionera, tiene un significado preciso en san Josemaría, inspirado en el Evangelio y en la Tradición de la Iglesia: contagiar y provocar en los demás, los deseos de entregarse al servicio de Jesucristo (N. del E.).

Notas
13

1 Jn 4,8.

14

Flp 4,4.

15

Sal 100[99],2.

Referencias a la Sagrada Escritura
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