Lista de puntos

Hay 17 puntos en «Cartas II» cuya materia es Contradicciones.

Ya veis, hijas e hijos míos queridísimos, a qué grandes horizontes apostólicos nos lleva la consideración de esos aspectos característicos de nuestra espiritualidad, insertados todos en el hilo común de la filiación divina.

Debéis estar muy agradecidos a Dios, porque nos ha dado esta espiritualidad tan sincera y sencillamente sobrenatural, y a la vez tan humana, tan cerca de los nobles quehaceres terrenos. Es gracia muy especial –luz de Dios, os decía–, que por su misericordia hemos recibido, y que con humilde fidelidad hemos de transmitir a otras muchas almas.

Pero tened en cuenta que, en no pocas ocasiones, esta espiritualidad y esta ascética han costado y cuestan a vuestro Padre y a algunos de vuestros hermanos tener que soportar la incomprensión, tener que oír que se tacha de locura –y hasta de herejía– lo que es camino de Dios, y de locos y herejes a los que lo siguen.

Permite el Señor que muchas veces detrás de las obras de Dios vaya la incomprensión, y aun la difamación y las persecuciones, como detrás de la luz viene la oscuridad. Las promueven frecuentemente gentes buenas con mucha ceguera, que no quieren saber de nada que no sea su rutina, su comodidad o su egoísmo, que huyen en su vida de toda complicación.

Y así, hasta en el ambiente eclesiástico, entre tantas personas santas o –por lo menos– cumplidoras del deber, se encuentran otras muchas sin celo, que son burócratas de la Iglesia de Dios y dan la impresión de que no les importan las almas. Unos y otros no entienden los términos espirituales: cuando se les habla, les parecen vacíos, no han intentado vivirlos.

Alguna vez he pensado que, por poca que sea la preparación que tengan, debían darse cuenta del deber grave que les ha de urgir a pedir informaciones, a escuchar al que se acusa, a estudiar su doctrina: la doctrina que el acusado propone, y los frutos que da.

Callo y callaré, mientras pueda callar: pero siento claramente que la defensa del espíritu de la Obra es la defensa de nuestra amistad con Dios, que nos dice: ergo iam nos estis hospites et advenae, sed estis cives sanctorum et domestici Dei55; ya no me sois extraños y advenedizos, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios.

Con esa ceguera o con esa comodidad, no pueden comprender que la libertad –la libertad personal– sea punto principalísimo del espíritu de la Obra de Dios; no pueden comprender que la mayor parte de las veces usemos el yo, haciéndonos responsables de nuestros actos, y que rara vez podamos decir nosotros, porque los demás hermanos nuestros –los demás socios de la Obra, diré mejor– no tienen la obligación de seguir el criterio determinado que tenga un miembro del Opus Dei, en las cosas temporales, ni en las teológicas que la Iglesia deje a la discusión de los hombres. Consuela leer en el Santo Evangelio aquel neque enim fratres eius credebant in eum56, nadie creía en Jesucristo.

Hay otras personas que, queriéndonos hacer pesar la experiencia de sus años viejos, nos miran con prejuicio. Yo, en cambio, pienso –y vosotros conmigo– que lo viejo y lo nuevo pueden estar llenos de vitalidad: el niño, el joven, el hombre que ha entrado en la madurez o en la vejez, pueden estar sanos, igualmente sanos, de cuerpo y de alma. Y la edad les lleva a darnos consejos –que no pedimos– con el prejuicio y la prudencia de lo viejo, cuando lo que necesitamos es oraciones, comprensión y cariño.

Esperanza y confianza en Dios: alegría

Todo esto pasará; mientras tanto luchemos en nuestra vida interior, en esa lucha ascética que nos llena de optimismo y de alegría, de paz y de esperanza. Y repitamos aquellas palabras que eran para mí una jaculatoria en los primeros años de nuestra Obra, una oración, si queréis, demasiado ingenua, pero que es la misma que nos dice San Juan que hicieron los discípulos al Maestro: nunc scimus quia scis omnia57.

Ahora continúo diciéndola: Dios sabe más. Hijos míos, eratis enim aliquando tenebrae, nunc autem lux in Domino: ut filii lucis ambulate58; éramos en otros tiempos tinieblas, ahora somos luz en el Señor: vamos a ir adelante como hijos de la luz.

Ante las contradicciones, sentiremos a Jesús que dice a Pablo, y en Pablo a nosotros: sufficit tibi gratia mea, nam virtus in infirmitate perficitur59; te basta mi gracia, porque el poder mío brilla y consigue su fin por medio de tus flaquezas.

Podéis decir con seguridad, con humildad y con fortaleza, a éstos que nos denigran, las últimas palabras del Apologético de Tertuliano: tal es la contradicción entre las obras divinas y las humanas, que cuando vosotros nos condenáis, Dios nos absuelve60.

Al llegar a este punto, me parece oportuno comentaros en concreto algunas de las razones que pueden explicar –no justificar– la postura de ciertas personas, que quizá no procuran entender nuestro camino o que se muestran incapacitadas para entenderlo. Así, aunque sea de un modo un poco negativo, quedarán más patentes ciertas afirmaciones que definen nuestra espiritualidad y nuestra tarea apostólica.

Quienes están acostumbrados a alabar lo artificial, a recrearse en las cosas raras o falsas, y a ignorar la belleza de las que son preciosas y genuinas –encuentran más hermosas las flores, si no son naturales: ¿quién no ha oído decir, como alabanza de unas rosas frescas y fragantes, ¡qué bonitas son, parecen de trapo!?–, no podrán descubrir fácilmente en las obras apostólicas lo que es fruto, maravilloso pero sencillo, de la gracia de Dios, de su providencia ordinaria y del trabajo humano esforzado y noble.

Si están habituados a hacer labor con espectáculo, con ruido –con abundancia de fuegos artificiales–, esa disposición de ánimo, que quizá dura varios siglos, puede haberles formado una conciencia peculiar, una mentalidad que les hace ineptos para ver –no para creer: se palpa– que los demás no usan de modales postizos ni de secreteos, que proceden con toda sencillez y naturalidad, ingenuamente y, por tanto, humildemente.

Si son superficiales y están acostumbrados a desvirtuar, con ligereza y desconsideración, el legítimo sentido que, en determinadas vocaciones específicas, pueden tener elementos respetables, pero no esenciales para la verdadera búsqueda de la perfección cristiana –colores y formas de hábito, ceremonias largas y solemnes, cordones, correas, crucifijos en bandolera o sobre el pecho, medallas a la vista, etc.: signos en los que con alguna frecuencia se manifiesta un cierto clasismo, lamentado en más de una ocasión por la Iglesia–, dándoles importancia capital, esas personas, digo, se sentirán movidas a dudar de la presencia de un verdadero camino de santidad, si notan la falta absoluta de alguno de esos tradicionales elementos.

Y en nuestro caso, hijos míos, faltan todos; ni siquiera hay, ni debe haber, una sigla para el nombre de la Obra, sencillamente porque nada tenemos que ver con el estado religioso: somos ciudadanos corrientes, iguales a los demás ciudadanos.

Si ignoran lo que significa la dedicación completa a una labor profesional seria, a la ciencia profana, estarán muy lejos de poder valorar el alcance y la envergadura del trabajo apostólico que Dios pide a los socios de la Obra y el modo que tienen de realizarlo.

Si están habituados a servirse de la Iglesia para sus fines de vanidad personal, a mandar sin freno, a atropellar, a querer mangonear en todo, por principio serán enemigos de cualquier labor, en la que se les limite justamente sus deseos de dominar, porque considerarán que se atenta a su autoridad y quizá también a sus intereses económicos.

No nos puede extrañar tampoco, hijos míos, aunque sea doloroso comprobarlo, que haya quienes inconscientemente formen el contorno natural de esas personas, a las que acabo de aludir, dejándose llevar por lugares comunes –que hay que echar abajo, porque limitan, condicionándola, la acción divina y la vitalidad de la Iglesia– y por prejuicios, que nacen del error, de la falta de doctrina.

Estas otras personas, a las que ahora me refiero, aunque sean honradas, no logran ver la rectitud y la legitimidad de un horizonte de aspiraciones nobles tan abierto ante sus ojos como el que ofrece la Obra; aunque sean buenas, no resisten el martilleo de la información unilateral o equivocada, llevada por gente aparentemente respetable; aunque sean incapaces de hacer el mal, no hacen el bien, por miedo a los poderosos; aunque sean listos y aun doctos, no perciben la eficacia del servicio a Dios y a su Iglesia que se desarrolla en su presencia, ni la doctrina teológica que lo sustenta, ni la norma jurídica que requiere.

Todo eso, hijas e hijos míos, nada importa. Si he querido hacer un inciso para aludir a estas dificultades, es solo porque el considerarlas nos ayuda –por contraste– a perfilar mejor los rasgos característicos de nuestro espíritu. Por lo demás, rezad con confianza filial en nuestro Padre Dios, disculpad a todos, y esperad.

Cuando el Cielo juzgue llegada la hora, hará que abramos –en la organización del apostolado en la Iglesia– el cauce por el que tiene que discurrir ese río caudaloso que es la Obra, y que en las circunstancias actuales no tiene todavía un sitio adecuado en el que asentarse: será tarea ardua, penosa y dura. Habrá que superar muchos obstáculos, pero el Señor nos ayudará, porque todo en su Obra es Voluntad suya.

Rezad. Vivid unidos a mi oración continua: Domine, Deus salutis meae: inclina aurem tuam ad precem meam81. Decid conmigo: Señor, Dios Salvador nuestro, escucha nuestra oración. Sin que os falte nunca la convicción profunda de que las aguas pasarán a través de los montes: inter medium montium pertransibunt aquae82. Son palabras divinas: las aguas pasarán.

Mientras tanto, sacad el propósito de poner en práctica, como hice yo, la invitación que recogí hace poco en Burjasot, durante unos días de predicación a un grupo de universitarios –algunos sois ya hijos míos– que se preparaban a mejorar su vida cristiana. Sobre una puerta, releí con gusto una inscripción que decía: cada caminante siga su camino. Esto es lo que hemos de hacer nosotros, esforzarnos cada vez con mayor empeño en conocer bien el camino específico, al que Dios Nuestro Señor nos ha traído, y en seguirlo fielmente.

No os extrañe encontrar gentes, sin embargo, que consideren como ambición vuestro afán de trabajar por Dios en todos los puestos de la sociedad –en los que os corresponden, por vuestra profesión u oficio, o por vuestra condición de ciudadanos–, o que reaccionen como ofendidas ante vuestro servicio.

No os molestéis –os diré con una metáfora inocente, que ha desagradado a algunos, que por lo visto ladran– perdiendo el tiempo en apedrear a los perros que os ladren en el camino, y, sin ostentaciones ni espectáculos, seguid señalándoos metas, medios nobles, fines concretos que os ayuden a ir adelante, con firmeza humana y sobrenatural, para poner a los pies de Cristo todas las actividades terrenas.

No os preocupe el qué dirán: trabajad, sin mirar de reojo al vecino –como hacen bastantes–, porque lo contrario es cosa mala que a nadie beneficia. Considerad solo si Dios está contento, y alegraos si comprobáis que los demás han hecho otro tanto.

Hijas e hijos míos, gozaos también cuando la dureza del trabajo os haga recordar quizá que estáis sirviendo, porque servir por Amor es una cosa deliciosa, que llena de paz el alma, aunque no falten sinsabores. Tengo por orgullo de mi vida –tenedlo vosotros también– ser el servidor de todo el mundo.

Quiero servir a Dios y, por amor a Dios, servir con amor a todas las criaturas de la tierra, sin distinción de lenguas, de razas, de naciones o de creencias; sin hacer ninguna de esas diferencias que los hombres, con más o menos falsía, señalan en la vida de la sociedad.

Grande y hermosa es la misión de servir. Por eso, este buen espíritu –gran señorío–, que se compagina perfectamente con el amor que tenemos a la libertad, ha de impregnar todo el trabajo de mis hijas y de mis hijos en el Opus Dei. Y quiero que sea también la característica más principal de mi pobre vida de sacerdote y de Padre vuestro: ser y saberme siervo siempre, y especialmente en las épocas –que no faltarán–, en las que muchos huyan de la humildad del servicio al prójimo.

Sin embargo, en el mundo de hoy, con esas trapisondas y esos revuelos –con esa falsía, os he dicho antes–, hay muchas gentes que, cuando oyen hablar de servicio, se asustan: porque están llenas de soberbia, y no consideran que en el mundo nos servimos unos a otros; no hay nadie en la tierra que, de alguna manera, no tenga que servir a los demás, porque dependemos de los que viven en nuestro país, de los que están próximos y de los que están lejanos, de los que habitan en otras naciones: de todos.

Servimos a los demás, queramos o no queramos, y nosotros hemos de hacerlo gustosamente, con la alegría que el Señor ha puesto en nuestro espíritu: servite Domino in laetitia12, servid al Señor gozosamente.

No os faltarán dificultades, porque siempre el que ha pretendido hacer algo bueno ha encontrado obstáculos y, tratándose de un servicio a la Iglesia, me atrevería a decir que esos obstáculos son de ordinaria administración.

Sorprende a veces que los pongan precisamente algunos que se consideran o se proclaman católicos, pero –examinadas de cerca las cosas– la contradicción de los buenos con frecuencia se ve que no es tan de los buenos, porque suelen ser los mismos que, quizá más veladamente, atacan a otros miembros de la Iglesia o a los que la gobiernan.

La táctica que suelen seguir es doble: de una parte, procuran esconder o desconocer el servicio que hacen aquellos a quienes ponen sus zancadillas, para que no parezca que es a la Iglesia a la que atacan; y de otra parte, enmascaran ese innoble proceder con disfraces pseudoapostólicos, bajo capa de unir con ellos tras la misma bandera a los que, por odio a la Iglesia, están dispuestos a hacerles coro, para destruir las criaturas que –en el seno de la Iglesia– Dios mismo según los tiempos promueve, para su gloria y su servicio.

Cuando, a lo largo de todos estos años, he predicado al clero por toda la geografía de España, he solido decir a los sacerdotes, que hay tres clases de curas: los que no hacen mal a nadie, pero tampoco hacen demasiado bien, porque se han convertido en burócratas de la religión; los revoltosos que se mueven incesantemente, alborotando mucho, haciendo ruido; y los verdaderamente celosos que, llenos de santo entusiasmo, no se detienen ante ningún sacrificio, con tal de acercar las almas a Dios.

A los que pertenecen a los dos primeros corros, ordinariamente nadie les ataca; solo los del tercer grupo –precisamente por su afán de servir a la Iglesia– se ven expuestos a críticas y murmuraciones. Ante su abnegada labor, no faltan incluso alianzas diabólicas que –aunque tuvieran un motivo justo, y no lo suelen tener– van más allá del sentido de la justicia y caen en algo que parece una inexplicable sed de venganza: se ven públicamente, cogidos del brazo, eclesiásticos y personajes del mundo, bien conocidos por sus continuos ataques a la Fe Católica.

Dolor ante la incomprensión de los buenos

Es doloroso, además, que tal modo de tratar a los que quieren ser fieles, encuentre crédito entre personas que deberían gozar de claro discernimiento. Da pena comprobarlo, por dos motivos: porque, atendiendo y dando fe a esas charlatanerías, se pasa por alto la injusticia y la falta de equidad que se comete; y porque las pobres almas que son blanco de esos manejos no suelen tener medios para defenderse ni demostrar la verdad: la mayor parte de las calumnias son anónimas, y no hay derecho al que recurrir.

Muchas veces esos pobrecillos se ven echar encima un cúmulo de basura, ex informata conscientia, y desgraciadamente la conciencia –que acoge cosas santas– es a veces elástica y se llena también de cosas tremendamente malas.

No se puede juzgar sin oír al acusado, a base solo de ir recogiendo el se dice, porque si nos olvidáramos de esa elemental regla de prudencia, nadie quedaría en pie dentro de la Iglesia de Dios. De este modo esos acusadores no serán amigos de Dios, que ha dicho: vos amici mei estis, si feceritis quae ego praecipio vobis13; vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando, si obráis con rectitud.

Se usan en ocasiones procedimientos medievales, con secretos infrahumanos que no permiten que nadie se defienda; que obligan al reo a dar golpes en la obscuridad, a angustiarse porque no sabe de quién viene la acusación ni de qué le acusan; y, si pregunta, tampoco le contestan.

Se le atribuyen con frecuencia cosas que ignora –si las supiera, podría fácilmente rebatirlas–, y el único consuelo que le queda es ofrecer sus sufrimientos a Dios y pensar que algo parecido sucedió a Jesús: nemo tamen palam loquebatur de illo propter metum Iudaeorum14, nadie hablaba públicamente de Él, por miedo a los judíos.

No es que el sistema sea simplemente viejo: es que es injusto, aunque se haga un informe o muchos informes, o incluso un proceso, si es que el interesado o sus defensores no pueden conocer las causas de la imputación: porque tantas veces el acusador se mueve por pasión personal, bien ajena a la justicia.

Por eso, en tales tristes casos, suelen darme más pena los acusadores y los que juzgan, que los que aparecen como reos: los primeros se juegan el alma; a los segundos, se les pueden decir las palabras de la primera Epístola de San Pedro: si quid patimini propter iustitiam, beati15; si padecéis por la justicia, sois bienaventurados.

Pienso sinceramente que, si alguien es acusado, es a él a quien se debe preguntar en primer lugar, porque es quien conoce la teoría y la práctica de lo que hace, y podrá aclarar los puntos que se le digan. A veces, sin embargo, da la impresión de que se confunde la equivocación con el equivocado, y no falta quien piense que lo que verdaderamente interesa a alguno es condenar al que se equivocó, sin tratar de corregir el error: entre otras cosas, porque el error no existe.

Hasta los fariseos –et qui missi fuerant erant ex pharisaeis16– se comportaron de manera más noble, preguntando directamente al Bautista: tu, quis es?17, ¿tú quién eres? Y eso que una vez Juan, videns autem multos pharisaeorum18, viendo un grupo de fariseos, les apostrofó llamándoles raza de víboras19.

Hijas e hijos queridísimos, también en eso se nota que la Obra es de Dios, porque –como a aquellos primeros cristianos– a nosotros nos ha tocado sufrir la misma suerte, por la incomprensión y la celotipia de falsos hermanos, que han llegado a tratarnos como a herejes. Mienten, por envidia, y se olvidan desgraciadamente de que, cuando se decidan a decir la verdad, serán –solo entonces– fecundos en Cristo: veritas liberabit vos26, la verdad les hará libres.

Es cierto que nos ha tocado sufrir –y no hay trazas de que por ahora nos vayan a dejar trabajar tranquilos–, pero no omitáis aclarar a los que os digan, como compadeciéndonos, ¡cuántos enemigos tienen Vds.!: sí, y ¡cuántos amigos! Porque ésa es la realidad, y cada día serán más los que nos entiendan y nos quieran.

Ahora, por amor a su Obra, el Señor nos está haciendo protagonistas de la parábola de la vid y los sarmientos; está permitiendo la contradicción, ut fructum plus afferat27, para que demos todavía más fruto. A los ojos de los hombres es quizá incomprensible –podría decirse: yo no lo entiendo…, y el señor corregidor tampoco lo entiende–, pero en los designios de Dios son providenciales esas personas que, estrujándose el cerebro, se han puesto a buscar tres pies al gato, cuando –para entender la Obra– basta ser católico de recta intención, y conocer un mínimo de acción pastoral, de teología y de derecho.

Notas
55

Ef 2,19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
56

Jn 7,5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas

Sobre el significado de la “lucha ascética” en san Josemaría, ver glosario (N. del E.).

57

Jn 16,30: «ahora vemos que lo sabes todo» (T. del E.).

58

Ef 5,8.

59

2 Co 12,9.

60

Tertuliano, Apologeticum, 50, 3 (FC 62, p. 296).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas

Sobre la anécdota sucedida en Burjasot, ver glosario (N. del E.).

81

Sal 88[87],2-3.

82

Sal 104[103],10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
12

Sal 100[99],2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
13

Jn 15,14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
14

Jn 7,13.

15

1 P 3,14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
16

Jn 1,24.

17

Jn 1,19.

18

Mt 3,7.

19

Ibid.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas

“el señor corregidor”: sobre el significado de este dicho, ver glosario (N. del E.).

26

Jn 8,32.

27

Jn 15,2.

Referencias a la Sagrada Escritura