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No nos puede extrañar tampoco, hijos míos, aunque sea doloroso comprobarlo, que haya quienes inconscientemente formen el contorno natural de esas personas, a las que acabo de aludir, dejándose llevar por lugares comunes –que hay que echar abajo, porque limitan, condicionándola, la acción divina y la vitalidad de la Iglesia– y por prejuicios, que nacen del error, de la falta de doctrina.

Estas otras personas, a las que ahora me refiero, aunque sean honradas, no logran ver la rectitud y la legitimidad de un horizonte de aspiraciones nobles tan abierto ante sus ojos como el que ofrece la Obra; aunque sean buenas, no resisten el martilleo de la información unilateral o equivocada, llevada por gente aparentemente respetable; aunque sean incapaces de hacer el mal, no hacen el bien, por miedo a los poderosos; aunque sean listos y aun doctos, no perciben la eficacia del servicio a Dios y a su Iglesia que se desarrolla en su presencia, ni la doctrina teológica que lo sustenta, ni la norma jurídica que requiere.

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