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Al llegar a este punto, me parece oportuno comentaros en concreto algunas de las razones que pueden explicar –no justificar– la postura de ciertas personas, que quizá no procuran entender nuestro camino o que se muestran incapacitadas para entenderlo. Así, aunque sea de un modo un poco negativo, quedarán más patentes ciertas afirmaciones que definen nuestra espiritualidad y nuestra tarea apostólica.

Quienes están acostumbrados a alabar lo artificial, a recrearse en las cosas raras o falsas, y a ignorar la belleza de las que son preciosas y genuinas –encuentran más hermosas las flores, si no son naturales: ¿quién no ha oído decir, como alabanza de unas rosas frescas y fragantes, ¡qué bonitas son, parecen de trapo!?–, no podrán descubrir fácilmente en las obras apostólicas lo que es fruto, maravilloso pero sencillo, de la gracia de Dios, de su providencia ordinaria y del trabajo humano esforzado y noble.

Si están habituados a hacer labor con espectáculo, con ruido –con abundancia de fuegos artificiales–, esa disposición de ánimo, que quizá dura varios siglos, puede haberles formado una conciencia peculiar, una mentalidad que les hace ineptos para ver –no para creer: se palpa– que los demás no usan de modales postizos ni de secreteos, que proceden con toda sencillez y naturalidad, ingenuamente y, por tanto, humildemente.

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